jueves, 30 de abril de 2015

La Dignidad del Trabajo

Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 21
5° Domingo de Pascua

            En un grupo de estudios interdisciplinar, una economista mencionó que para el cristianismo el trabajo es una maldición. Según ella, así se lo enseñaron las religiosas en su Colegio. Aunque no dio fundamentación, seguramente se refería a una lectura errada de la escena bíblica de la consecuencia del pecado de Adán y Eva, cuando el Creador le dijo al varón: “Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del que yo te había prohibido comer, maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida… Con el sudor de tu rostro comerás el pan…” (Génesis 3,17). La realidad es que el pecado ha roto la armonía original de la creación y las relaciones se tornaron difíciles.
El ser humano no quiere obedecer al Padre eterno y se convierte en hijo rebelde, explotando al hermano y trastornando la relación con la naturaleza haciéndose esclavo del mundo. Como lo enseña la Iglesia Latinoamericana, “el hombre… rechazó el amor de su Dios. No tuvo interés por la comunión con Él. Quiso construir un reino en este mundo prescindiendo de Dios. En vez de adorar al Dios verdadero, adoró ídolos: las obras de sus manos, las cosas del mundo, el mal, la muerte y la violencia, el odio y el miedo, se destruyó la convivencia fraterna. Roto así por el pecado el eje primordial que sujeta al hombre al dominio amoroso del Padre, brotaron todas las esclavitudes” (Puebla 185-186).
Por eso, también las relaciones laborales se utilizaron como instrumentos de explotación con el propósito de buscar una existencia de abundantes riquezas y placeres, a costa del trabajo agobiante de los más pobres. En la historia de salvación encontramos al Faraón que, para mantener su poder absoluto, somete a los hebreos a trabajos pesados e inhumanos. Es el pecado lo que hace del trabajo una relación difícil. Pero, la verdad es que el trabajo humano tiene la misma dignidad de la persona humana que participa de la misma naturaleza divina de su Creador que lo creó a su imagen y semejanza. Dios no maldice el trabajo, maldice el que el ser humano, en contra de su designio divino, se busca a sí mismo y explota a sus hermanos para adorar a los ídolos comunes en nuestra época: riquezas, poderes y placeres. Convirtiéndose a sí mismo en esclavo del mundo.
Con palabras de san Alberto Hurtado, Patrono de la UNICA, podemos afirmar que “por el trabajo el hombre da lo mejor que tiene, su actividad personal, algo suyo, lo más suyo, no su dinero, sus bienes, sino su esfuerzo, su vida misma. Con razón los trabajadores se ofenden ante la benévola condescendencia de quienes consideran su tarea como algo si valor. Trabajar en condiciones humanas es bello y produce alegría, pero esta alegría es echada a perder por los que altaneramente desprecian el esfuerzo del obrero, no obstante que se aprovechan de sus resultados”.
Siguiendo a este santo chileno, gran luchador jurídico y pastoral por la dignidad y la justicia de los trabajadores, podemos destacar tres puntos: En primer lugar, el trabajo tiene tanto valor porque hace crecer a la persona humana, es ella el centro del desarrollo, en todos los niveles, de los pueblos y naciones. En segundo lugar, “el trabajo es un esfuerzo fraternal, es la mejor manera de probar el amor por los hermanos, responde a las exigencias de la justicia social de cada trabajador, pues, el conocimiento de la finalidad del esfuerzo hará más interesante el trabajo mismo”. Un día, alguien pasa frente a una construcción y pregunta a uno de los obreros: “¿qué haces?”, éste, de mala gana y hasta de mal humor, responde: “no ves, estoy pegando bloques”. Sigue preguntando a un segundo obrero lo mismo y como fustigado y cansado responde con igual actitud: “estoy construyendo un edificio”. Pero, un tercer obrero, con una sonrisa en sus labios, con el mismo trabajo, responde: “estoy construyendo la escuela de mi comunidad donde seguramente estudiarán mis hijos”.
Y, en tercer lugar, “el trabajo es santificador en sus resultados, pues, por el trabajo el hombre colabora al plan de Dios, humaniza la tierra, la penetra de pensamiento y de amor, la espiritualiza y diviniza. Por el trabajo el hombre contribuye al bien común temporal y espiritual de las familias, de la nación y de la humanidad entera. Por el trabajo descubre el hombre los vínculos que lo unen a todos los demás hombres, siente la alegría de darles algo y de recibir mucho en cambio”.
Lo más importante es que somos constructores de una nueva sociedad, según el designio de Dios, donde las personas humanas vivimos nuestra dignidad adorando al Padre revelado por el Hijo, en comunión fraterna entre sí y humanizando a las criaturas naturales, por el trabajo, el pensamiento, el arte y la cultura.
            Maracaibo, 3 de mayo de 2015

sábado, 25 de abril de 2015

El Buen Pastor

Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 20
4° Domingo de Pascua
            En el día del Buen Pastor, nos colocamos frente a Jesucristo que nos comunica un mensaje vivencial, por medio en una parábola que lo revela como el Pastor bueno (Jn 10,1-21) y, a la vez, a nosotros como su rebaño. Este rebaño es la Iglesia, cuyo pastor es el mismo Dios que “recoge en sus brazos los corderitos y los mete en su seno, y trata con cuidado a las paridas” (Is 40,11). La Iglesia es, por tanto, la comunidad (rebaño) formada por los seres humanos (ovejas y corderos), que, reunidos en Cristo (el Buen Pastor), son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Reino del Padre (cf. Gaudium et spes 1). Ese Reino es el rebaño definitivo hacia donde nos conduce el Buen Pastor por los caminos históricos de este mundo. De ahí que la Iglesia es el germen y primicia de este Reino en la tierra (cf. Lumen gentium 5). Pues, esta imagen evangélica, que identifica a la Iglesia como un rebaño donde todas las ovejas nos unimos bajo el cayado de un solo Pastor, es la clave de la visión de la Iglesia comunión.
            La parábola a la que nos referimos, señala claramente las características de un pastor según Cristo:

·         No podemos formar parte de la comunidad cristiana, menos aún como pastores, si no nos identificamos con el mismo Cristo, puerta del rebaño. Muchos pretenden entrar por otro lado a la comunidad cristiana para hacer daño, para sembrar divisiones y escandalizar.

·         Pero, el auténtico pastor es conocido, entra con libertad por la puerta de la dignidad y cumple un servicio recibido por el Señor. “El portero le abre, las ovejas oyen su voz, él llama a las suyas por su nombre y las saca. Cuando ha sacado a todas las suyas, camina delante de ellas y ellas detrás de él; porque reconocen su voz” (Jn 10,3-4), lo que no hacen con los extraños. Porque un verdadero pastor sabe que a quien siguen es a Cristo Jesús, jamás puede pretender que lo sigan a él mismo.

·         Si existe alguno que quiera ser pastor por sus propios meritos y con su propia misión, es rechazado, “no conocen su voz”. Un pastor es en Cristo, sin Él no somos nada. Por eso necesita ser pastoreado por el Buen Pastor y ser elegido por Él para que lo represente con fidelidad.

·         La misión que Cristo realiza y entrega al elegido, es la de dar vida con sentido, por el contrario, el ladrón da muerte. El Señor vino al mundo a entregar su vida para que todos la tengamos en abundancia. El buen pastor se diferencia del mercenario pastor, en que el primero existe entregándose, el último vive para sí y busca a sus ovejas para que le sirvan.

·         El buen pastor ama y conoce a cada una de las personas de su comunidad, no los tratan como masas, como clientes, como parte de un conglomerado que buscan, eventualmente, un servicio religioso y se van olvidados. La comunidad está compuesta de personas, con su propia identidad, por eso son capaces del encuentro y el compartir.

·         El pastor, como lo enseña el papa Francisco, sale al encuentro de otras ovejas, las alejadas, las que habitan en las periferias, las críticas, las difíciles, las que cuestionan y se hacen incomodas, las que profesan otra fe o se confiesan ateos: “Tengo otras ovejas que no pertenecen a este redil; a ésas tengo que guiarlas para que escuchen mi voz y se forme un solo rebaño con un solo pastor” (Jn 10,16).
Nuestro actual Pastor Universal, el papa Francisco, acostumbrado a sus discursos claros y raspados, nos enseñó en la Misa Crismal 2015, las tareas de los sacerdotes: “llevar a los pobres la Buena Noticia, anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracias del Señor. Isaías agrega: curar a los de corazón quebrantados y consolar a los afligido”. Y, una de las más hermosas y cuestionadoras palabras de alguien que ama: “Si Jesús está pastoreando en medio de nosotros, no podemos ser pastores con cara de vinagre, quejosos ni, lo que es peor, pastores aburridos. Olor a oveja y sonrisa de padre… Sí, bien cansados, pero con la alegría de los que escuchan a su Señor decir Vengan a mí, benditos de mi Padre”.
Maracaibo, 26 de abril de 2015

viernes, 17 de abril de 2015

La Fe, Encuentro con Dios Revelado


Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 19
La Fe, Encuentro con Dios Revelado
A los 50 años de la Dei Verbum (18/11/1965)
3° Domingo de Pascua
            Hace ya cincuenta años cuando la Iglesia vive el más importante acontecimiento renovador del siglo XX, el Concilio Ecuménico Vaticano II (1962-1965). Los cambios fueron significativos y se hicieron notar. A pesar de que, como lo reclama Juan Pablo II, aún tenemos que interrogarnos sobre su acogida y su puesta en práctica (cf. Novo millennio ineunte 57). Un movimiento litúrgico ayuda a que el Concilio centre la liturgia en el misterio de Cristo y promueva la mayor participación. Un movimiento teológico, bíblico y patrístico ayuda a una autocomprensión de la Iglesia como sacramento (misterio) de salvación, vivido en clave de comunión, sabiendo que la Trinidad es su fuente, modelo y meta. Igualmente, los movimientos ecuménicos, sociales y pastorales exigen un planteamiento de la Iglesia en relación con la humanidad actual. A partir de este acontecimiento la Iglesia se reconoce humana, formada por seres humanos y solidaria con la humanidad, con sus angustias y esperanzas. Así como Cristo es el sacramento que revela al Padre, la Iglesia se descubre sacramento que revela a Dios, Comunidad Divina de Amor, comunión trinitaria.
            Pero, a mi juicio, el cambio más profundo se produce con la nueva concepción de la Revelación Divina y de la fe cristiana. A esto ayudan mucho los movimientos teológicos, especialmente, el movimiento bíblico y sus novedosos estudios. Los teólogos que han estudiado este tema, señalan que desde la edad antigua hasta la media, la “Revelación” era considerada como “revelaciones” o experiencias iluminadoras. Es la historia de la salvación interpretada como epifanía. Se entiende la Revelación como acontecimiento, manifestación histórica de la misma salvación. Como lo enseña san Pablo, “según la riqueza de su gracia derrochó en nosotros toda clase de sabiduría y prudencia, dándonos a conocer su designo secreto, establecido de antemano por decisión suya, que se había de realizar en Cristo al cumplirse el tiempo” (Ef 1,7-10).
            En la edad media, surge una concepción de revelación que se centra en información doctrinal. Se reduce en verdades reveladas. Ya en los siglos XIV y XV gana terreno la comprensión de la Revelación como doctrina sobrenatural que provoca la reacción de la modernidad. Es, pues, el Vaticano II, con su Constitución Dogmática Dei Verbum (DV), quien da el salto renovador más significativo al presentar la revelación divina como auto-revelación salvífica de Dios que se entrega, se da a conocer y realiza en la historia su plan de salvación para la humanidad. Por eso, la Iglesia, el hombre, la sociedad y toda realidad, es comprendida desde la fe cristiana como fruto de la historia de la salvación. Surgen del amor del Padre y de la misión del Hijo y del Espíritu Santo.
            “La Revelación Divina no aparece más como un cuerpo de verdades doctrinales comunicadas por Dios, contenidas en la Escritura y enseñadas por la Iglesia. Sino que se presenta más bien como auto-comunicación de Dios en la historia de la salvación, de la cual Cristo constituye la cima” (S. Pié-Ninot, La Teología Fundamental, Salamanca 2009, pág. 250). Ahora, echando manos de esta obra citada del auto catalán, podemos señalar tres puntos de cómo Dios se revela en nuestra historia. Revelación como Palabra, que atraviesa toda la Biblia. La Palabra crea el mundo y a la humanidad: “Dijo Dios…” (cf. Gén 1,3.6.9.11.14.20.24); hasta la plenitud de la historia, cuando la Palabra se hace carne y habita entre nosotros (Jn 1, 14). Esta Palabra, el Hijo encarnado, es la plena revelación de Dios. Por eso, el Vaticano II, comienza su Constitución sobre la Revelación enseñando que la Iglesia es la oyente devota de la Palabra que proclama “para que todo el mundo, con el anuncio de la salvación, oyendo crea, y creyendo espere, y esperando ame” (DV 1).
            La Revelación se produce en un encuentro amoroso. Es un continuo encuentro interpersonal de Dios con el ser humano. Podemos señalar los muchos encuentros testimoniados en la Escritura Sagrada: con Abrahán, con Moisés, con los Profetas, con David, hasta que se hace el Emmanuel, Dios-con-nosotros. Esta es la naturaleza y el objeto de la Revelación, como lo enseña el Concilio: “Por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina. En esta Revelación, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos en su compañía” (DV 2). Dios que se hace adviento (Aquel que siempre viene) y nosotros éxodo (Aquellos que siempre salen en búsqueda del Absoluto que nos llama y atrae).
            Por otro lado, la revelación es “presencia de Dios en medio de su pueblo”. Pero, será con Jesús, Hijo encarnado, como la presencia de Dios se hace plena y humana: “Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas. Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo. Pues, envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios. Jesucristo, Palabra hecha carne, hombre enviado a los hombres, habla las palabras de Dios y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó. Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre; Él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la Revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna” (DV 4).
            Esta Revelación será encuentro y presencia que inspira en nosotros la fe para recibirla, vivirla y comunicarla (cf. DV 5). La carta a los hebreos define la fe como “fundamento de realidades que se esperan, prueba de realidades que no se ven” (Heb 11,1). Siguiendo esta carta, la fe es la que permite el conocimiento del misterio que nos ha sido re-velado por la Palabra que penetra en nuestros corazones y entendimientos. “Velado”, porque sigue siendo realidad escondida que el mismo Dios, corriendo el velo, nos permite gozar. Todo el capitulo once de esta carta a los hebreos señala los efectos maravillosos de la fe. Especialmente, si Dios se da a conocer entregándose a nosotros, revelándose amando, nosotros debemos existir en esta entrega amorosa que nos conduce a Él, gozando por la fe de su comunión trinitaria.
            La fe cristiana comienza con la escucha de la Palabra que cada ser humano debe recibir e interiorizar hasta identificarse con ella. De ahí, que la Iglesia es por esencia evangelizadora, con la misión de sembrar en cada interior humano la Palabra de vida que suscita la fe. Más aún, la Palabra de Dios transforma nuestra existencia abriéndola en relación de amor con Dios y con los demás. La carta  a los hebreos nos enseña, recordando la experiencia del pueblo en el desierto, que “si hoy escucha su voz, no endurezcas el corazón” (Heb 3,8), aconsejándonos a que ninguno tengamos un corazón perverso e incrédulo, desertor del Dios vivo (cf. Heb 3,12).
            La fe se vive, pues, en el encuentro. Es que nuestro Dios es de confiar, Él no falta a sus promesas y nos da seguridad. La fe, don gratuito del mismo amor de Dios, nos pone en relación personal con Él. Tan profunda es esta relación que nos hace confiar y abandonarnos a Él, tal como lo hizo Abrahán cuando le pide abandonar su tierra para ir hacia una tierra que le entregará. Es el hombre, según san Pablo, de fe ejemplar (cf. Rom 4,1-12; Gal 3,6-29). “La existencia del creyente es una existencia en éxodo, que renuncia a toda garantía humana en su marcha hacia el futuro escondido en la promesa divina” (Juan Alfaro, “La fe cristiana en su realidad existencial”, en Iglesia Pascual, 7-1973, pág. 115).
            Quiero concluir esta importantísima reflexión, tema pascual por excelencia, ya que es en la cruz donde se ha revelado Dios que es amor que vence en la resurrección, donde tiene su fundamento nuestra fe cristiana, señalando que el Concilio Vaticano II ha provocado un movimiento de fe comprometido con los pueblos latinoamericanos, expresado en la Conferencia de Medellín (1968). Dios revelado como el liberador integral de la persona humana y de los pueblos. De ahí, que la búsqueda cristiana de la paz y la justicia es una exigencia de la fe cristiana que, con los nuevos acontecimientos eclesiales, supera toda vivencia individualista del creyente, por un compromiso comunitario de construcción de una nueva sociedad. Por su parte, la Conferencia de Puebla (1979) exige una fe vivida desde el clamor por la justicia, porque “nuestra misión de llevar a Dios a los hombres y los hombres a Dios implica también construir entre ellos una sociedad más fraterna” (Puebla 635).
            Por todo esto, Jesús nos sigue cuestionando si cuando Él vuelva, ¿nos encontrará viviendo así nuestra fe? (cf. Lc 18,8).
Maracaibo, 19 de abril de 2015

martes, 7 de abril de 2015

La Misericordia

Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 19
2° Domingo de Pascua
            La Misericordia es uno de los más hermosos frutos de la resurrección del Señor, dándonos tal dignidad que nos iguala al mismo Padre eterno: “Sean misericordiosos como el Padre de ustedes es misericordioso” (Lc 6,36). Es la vocación a la santidad. Por eso, su práctica nos hace bienaventurados (cf. Mt 5,7). Sin dudas, es la expresión del amor. Cuando el Resucitado se aparece a sus discípulos, reunidos, encerrados y temerosos, les dice que le entrega al Espíritu Santo y los envía a perdonar los pecados a los seres humanos, le está comunicando su propia misión (cf. Jn 20, 22-23). La Iglesia es instrumento de la misericordia divina, es sacramento de salvación.
Nuestro papa Francisco no deja de hablar de la misericordia. Una vez hasta nos recomendó (Ángelus del 17/3/2013) leer el libro del cardenal Walter Kasper, prestigioso teólogo alemán, sobre “la misericordia, clave del Evangelio y de la vida cristiana” (Sal Terrae, Santander 2012). Es una obra extraordinaria que conviene leer y meditar. No es un trabajo teológico, sino espiritual, pastoral y social (pág. 9). Quiero dedicar esta reflexión para señalar sólo algunos puntos, específicamente el fundamento bíblico, que nos sirven para nuestro crecimiento espiritual.
            La misericordia es el grito urgente de la humanidad actual, como la paz y la reconciliación. La historia reciente está marcada por grandes tragedias que nos hacen cuestionar al mismo Dios y dudar del sentido de la fe: “¿Dónde estaba y dónde está cuando esto ocurría y ocurre? ¿Por qué lo permite, por qué no interviene?” (pág. 11). Es la única interrogante que, según Romano Guardini (1885-1968), no se ha podido formular respuesta acertada (pág. 12).
Hace poco esta pregunta fue lanzada por Glyzelle Palomar, la niña filipina de 12 años, que entre lágrimas interrogó en Manila al papa Francisco: “Hay muchos niños abandonados por sus propios padres, muchas víctimas de muchas cosas terribles como las drogas o las prostituciones. ¿Por qué Dios permite estas cosas, aunque no es culpa de los niños? y ¿Por qué tan poca gente nos viene a ayudar?”. A la que el pastor sólo alcanzó a decir: “Ella hoy ha hecho la única pregunta que no tiene respuesta y no le alcanzaron las palabras y tuvo que decirlas con lágrimas… Cuando nos hagan la pregunta de por qué sufren los niños (...) que nuestra respuesta sea o el silencio o las palabras que nacen de las lágrimas”.
No obstante, a pesar de muchas decepciones, la búsqueda de respuesta sigue en pie. Ciertamente, ni la resignación ni el desespero son respuestas válidas para el cristiano. Pues, “dejar de plantear la pregunta por el sentido significa renunciar a la esperanza de que algún día reinará la justicia” (pág. 13). Matar a Dios no satisface nuestras inquietudes. “Sin Dios estamos por completo – y además sin salida – a merced de los destinos y azares del mundo y de las tribulaciones de la historia. Sin Dios no hay ya instancia alguna a la que apelar, no existe ya esperanza en un sentido último y una justicia definitiva” (pág. 14). Como preguntaba alguien que sufría una desgracia: en estos casos, ¿qué hacen los que no creen?
            La cuestión no es sobre la posibilidad de la existencia de Dios. Se trata de encontrarse con el Dios que es bueno y misericordioso. Recuerdo haber leído el testimonio de conversión del filósofo español Manuel García Morente, quien después de una batalla existencial, en medio de sus angustias, pudo aceptar al Dios providente, pero lo rechaza porque lo sentía un Dios malvado que se complace en hacer sufrir a los humanos. Hasta que lo descubrió crucificado, cargando con todos los sufrimientos de la humanidad. Este encuentro con un Dios solidario, amoroso hasta el extremo de entregar su vida por los pecadores, siervo sufriente, bueno y misericordioso, le cambió radicalmente su existencia.
En una entrevista le preguntan al papa Francisco: ¿quién es Jorge Mario Bergoglio? Responde enseguida que es un pecador. Y explica: “Soy un pecador que, como lo hizo con Mateo, el Señor me miró con ojos de misericordia y me llamó”. Volviendo a aquel primer Ángelus de su ministerio como obispo de Roma, exclama nuestro pastor que “un poco de misericordia hace el mundo menos frío y más justo”. Insistiendo en que Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón.
Declarando el Año Jubilar de la Misericordia (desde el 8/12/2015 hasta 20/11/2016), explica que debemos centrarnos en el encuentro con Dios misericordioso que invita a todos a volver hacia Él. Pero, además, este encuentro nos inspira y nos compromete a vivir la virtud de la misericordia. Es propicio repetir sus palabras en aquel primer Ángelus que da sentido al Jubileo decretado: “Al escuchar misericordia, esta palabra cambia todo. Es lo mejor que podemos escuchar: cambia el mundo. Un poco de misericordia hace al mundo menos frío y más justo. Necesitamos comprender bien esta misericordia de Dios, este Padre misericordioso que tiene tanta paciencia”.
            Por su parte, el cardenal Kasper, en su tercer capítulo, nos presenta el mensaje del Antiguo Testamento explicando la acción de Dios en la historia. Porque la historia de salvación no es sino la revelación del Padre misericordioso y la realización de su designio de amor, de reconciliar a los seres humanos entre sí y con Él. “Con una catástrofe, comienza la historia. El ser humano quería ser como Dios y decidir arbitrariamente sobre el bien y el mal (cf. Gn 3,5). El alejamiento respecto de Dios condujo al hombre a alejarse de la naturaleza y de sus semejantes. En adelante, la tierra ya solo producirá espinas y cardos y tendrá que ser trabajada con esfuerzo y con el sudor de la frente; la nueva vida únicamente podrá ser alumbrada con dolores; el varón y la mujer se distanciarán mutuamente (cf. Gn 3,16-19). Tiene lugar el fratricidio de Abel a manos de Caín (cf. Gn 4). El mal crece entonces cual avalancha y las actitudes e intenciones de los seres humanos se tornan cada vez peores (cf. Gn 6,5)” (pág. 50).
            “Así y todo, Dios no permite que el mundo y el ser humano se precipiten sin más en la catástrofe y caigan en la desgracia” (pág. 50). Aquí tiene sentido su plan de salvación que va realizando a lo largo del tiempo humano. Dios jamás entrega a la humanidad en poder del pecado, por el contrario, toda su obra está dirigida a luchar contra el mal que destruye. Igual acción misericordiosa es la actuación de Dios en tiempo del exilio, cuando el pueblo violó la Alianza. Este Dios habla por los profetas y, expresándose misericordioso, le concede al pueblo una nueva oportunidad: “Por un instante te abandoné, pero con gran cariño te recogeré. En un arrebato de ira te escondí un instante mi rostro, pero con lealtad eterna te quiero… Aunque se retiren los montes y vacilen las colinas, no te retiraré mi lealtad ni mi Alianza de paz vacilará” (Is 54,7-10 – pág. 59). Además, el mensaje del Antiguo Testamento, nos revela a Dios misericordioso que se muestra especialmente solícito con los débiles y los pobres (pág. 60).
            Al pasar, en el capítulo cuarto, al mensaje de Jesús de la misericordia divina, el autor explica el Evangelio de Jesús sobre la compasión del Padre: Jesús no sólo anuncia el mensaje de la misericordia del Padre, sino que también lo vive. Vive lo que anuncia. Se hace cargo de los enfermos y los atormentados por malos espíritus. Se compadece cuando se encuentra con un leproso y cuando ve el sufrimiento de una madre que ha perdido a su único hijo. Se conmueve ante el pueblo hambriento y los ciegos que ruegan piedad. Llora ante la tumba de su amigo, entra en casa de publicanos y come con ellos. Desde la cruz, despreciado por todos, suplica perdón para la humanidad. Es que, “lo nuevo del mensaje de Jesús respecto del Antiguo Testamento es que Él anuncia la misericordia divina de forma definitiva y para todos. Jesús abre el acceso a Dios no sólo a unos cuantos juntos, sino a todos; en el Reino de Dios hay sitio para todos, nadie es excluido. Dios ha aplacado definitivamente su ira, concediendo más espacio a su amor y su misericordia” (pág. 71).
            Aunque, en los siguientes capítulos nos ofrece unas reflexiones sistemáticas (la parte más teológica de la obra) donde nos presenta la misericordia como el espejo de la Trinidad, y a la praxis de la Iglesia desde la cultura de la misericordia, me parece que podemos sintetizar su propuesta en este texto: “Creer en el amor y hacer de él la quintaesencia y la suma de la comprensión de la existencia tiene consecuencias de gran alcance, más aún, revolucionarias para nuestra imagen de Dios, para nuestra autocomprensión y para nuestra praxis existencial, para la praxis eclesial y para nuestra forma de conducirnos en el mundo. El amor, que se demuestra en la misericordia, puede y debe convertirse en fundamento de una nueva cultura de la vida, de la Iglesia y de la sociedad” (pág. 85).
           Sólo espero que el próximo Jubileo de la Misericordia no se reduzca en la devoción a “Jesús de la Divina Misericordia”. Por el contrario, que esta extraordinaria devoción, tan querida por Juan Pablo II, nos mueva a una mayor reflexión y práctica de la misericordia. Es decir, necesitamos, como lo indica el papa Francisco, encontrarnos con la misericordia divina y hacerla vida en nuestras relaciones con los demás.
Maracaibo, 12 de abril de 2015

lunes, 6 de abril de 2015

El amor ha derrotado al odio, la vida ha vencido a la muerte, la luz ha disipado la oscuridad



MENSAJE URBI ET ORBI
DEL SANTO PADRE FRANCISCO

PASCUA 2015

Balcón central de la Basílica Vaticana
Domingo 5 de abril de 2015





 

Queridos hermanos y hermanas

¡Feliz Pascua!

¡Jesucristo ha resucitado!

El amor ha derrotado al odio, la vida ha vencido a la muerte, la luz ha disipado la oscuridad.

Jesucristo, por amor a nosotros, se despojó de su gloria divina; se vació de sí mismo, asumió la forma de siervo y se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz. Por esto Dios lo ha exaltado y le ha hecho Señor del universo. Jesús es el Señor.

Con su muerte y resurrección, Jesús muestra a todos la vía de la vida y la felicidad: esta vía es la humildad, que comporta la humillación. Este es el camino que conduce a la gloria. Sólo quien se humilla puede ir hacia los «bienes de allá arriba», a Dios (cf. Col 3,1-4). El orgulloso mira «desde arriba hacia abajo», el humilde, «desde abajo hacia arriba».

La mañana de Pascua, Pedro y Juan, advertidos por las mujeres, corrieron al sepulcro y lo encontraron abierto y vacío. Entonces, se acercaron y se «inclinaron» para entrar en la tumba. Para entrar en el misterio hay que «inclinarse», abajarse. Sólo quien se abaja comprende la glorificación de Jesús y puede seguirlo en su camino.

El mundo propone imponerse a toda costa, competir, hacerse valer... Pero los cristianos, por la gracia de Cristo muerto y resucitado, son los brotes de otra humanidad, en la cual tratamos de vivir al servicio de los demás, de no ser altivos, sino disponibles y respetuosos.

Esto no es debilidad, sino auténtica fuerza. Quién lleva en sí el poder de Dios, de su amor y su justicia, no necesita usar violencia, sino que habla y actúa con la fuerza de la verdad, de la belleza y del amor.

Imploremos hoy al Señor resucitado la gracia de no ceder al orgullo que fomenta la violencia y las guerras, sino que tengamos el valor humilde del perdón y de la paz. Pedimos a Jesús victorioso que alivie el sufrimiento de tantos hermanos nuestros perseguidos a causa de su nombre, así como de todos los que padecen injustamente las consecuencias de los conflictos y las violencias que se están produciendo, y que son tantas.

Roguemos ante todo por la amada Siria e Irak, para que cese el fragor de las armas y se restablezca una buena convivencia entre los diferentes grupos que conforman estos amados países. Que la comunidad internacional no permanezca inerte ante la inmensa tragedia humanitaria dentro de estos países y el drama de tantos refugiados.

Imploremos la paz para todos los habitantes de Tierra Santa. Que crezca entre israelíes y palestinos la cultura del encuentro y se reanude el proceso de paz, para poner fin a años de sufrimientos y divisiones.

Pidamos la paz para Libia, para que se acabe con el absurdo derramamiento de sangre por el que está pasando, así como toda bárbara violencia, y para que cuantos se preocupan por el destino del país se esfuercen en favorecer la reconciliación y edificar una sociedad fraterna que respete la dignidad de la persona. Y esperemos que también en Yemen prevalezca una voluntad común de pacificación, por el bien de toda la población.

Al mismo tiempo, encomendemos con esperanza al Señor, que es tan misericordioso, el acuerdo alcanzado en estos días en Lausana, para que sea un paso definitivo hacia un mundo más seguro y fraterno.

Supliquemos al Señor resucitado el don de la paz en Nigeria, Sudán del Sur y diversas regiones del Sudán y de la República Democrática del Congo. Que todas las personas de buena voluntad eleven una oración incesante por aquellos que perdieron su vida asesinados el pasado jueves en la Universidad de Garissa, en Kenia, por los que han sido secuestrados, los que han tenido que abandonar sus hogares y sus seres queridos.

Que la resurrección del Señor haga llegar la luz a la amada Ucrania, especialmente a los que han sufrido la violencia del conflicto de los últimos meses. Que el país reencuentre la paz y la esperanza gracias al compromiso de todas las partes implicadas.

Pidamos paz y libertad para tantos hombres y mujeres sometidos a nuevas y antiguas formas de esclavitud por parte de personas y organizaciones criminales. Paz y libertad para las víctimas de los traficantes de droga, muchas veces aliados con los poderes que deberían defender la paz y la armonía en la familia humana. E imploremos la paz para este mundo sometido a los traficantes de armas, que se enriquecen con la sangre de hombres y mujeres.

Y que a los marginados, los presos, los pobres y los emigrantes, tan a menudo rechazados, maltratados y desechados; a los enfermos y los que sufren; a los niños, especialmente aquellos sometidos a la violencia; a cuantos hoy están de luto; y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, llegue la voz consoladora y curativa del Señor Jesús: «Paz a vosotros» (Lc 24,36). «No temáis, he resucitado y siempre estaré con vosotros» (cf. Misal Romano, Antífona de entrada del día de Pascua).

 






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viernes, 3 de abril de 2015

Sacerdotes, no sean aburridos ni con cara de Vinagre






HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica Vaticana
Jueves Santo 2 de abril de 2015




 

«Lo sostendrá mi mano y le dará fortaleza mi brazo» (Sal 88,22), así piensa el Señor cuando dice para sí: «He encontrado a David mi servidor y con mi aceite santo lo he ungido» (v. 21). Así piensa nuestro Padre cada vez que «encuentra» a un sacerdote. Y agrega más: «Contará con mi amor y mi lealtad. Él me podrá decir: Tú eres mi padre, el Dios que me protege y que me salva» (v. 25.27).

Es muy hermoso entrar, con el Salmista, en este soliloquio de nuestro Dios. Él habla de nosotros, sus sacerdotes, sus curas; pero no es realmente un soliloquio, no habla solo: es el Padre que le dice a Jesús: «Tus amigos, los que te aman, me podrán decir de una manera especial: ”Tú eres mi Padre”» (cf. Jn 14,21). Y, si el Señor piensa y se preocupa tanto en cómo podrá ayudarnos, es porque sabe que la tarea de ungir al pueblo fiel es dura; nos lleva al cansancio y a la fatiga. Lo experimentamos en todas sus formas: desde el cansancio habitual de la tarea apostólica cotidiana hasta el de la enfermedad y la muerte e incluso a la consumación en el martirio.

El cansancio de los sacerdotes... ¿Sabéis cuántas veces pienso en esto: en el cansancio de todos vosotros? Pienso mucho y ruego a menudo, especialmente cuando el cansado soy yo. Rezo por los que trabajais en medio del pueblo fiel de Dios que les fue confiado, y muchos en lugares muy abandonados y peligrosos. Y nuestro cansancio, queridos sacerdotes, es como el incienso que sube silenciosamente al cielo (cf. Sal 140,2; Ap 8,3-4). Nuestro cansancio va directo al corazón del Padre.

Estén seguros que la Virgen María se da cuenta de este cansancio y se lo hace notar enseguida al Señor. Ella, como Madre, sabe comprender cuándo sus hijos están cansados y no se fija en nada más. «Bienvenido. Descansa, hijo mío. Después hablaremos... ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?», nos dirá siempre que nos acerquemos a Ella (cf. Evangelii gaudium, 286). Y a su Hijo le dirá, como en Caná: «No tienen vino».

Sucede también que, cuando sentimos el peso del trabajo pastoral, nos puede venir la tentación de descansar de cualquier manera, como si el descanso no fuera una cosa de Dios. No caigamos en esta tentación. Nuestra fatiga es preciosa a los ojos de Jesús, que nos acoge y nos pone de pie: «Venid a mí cuando estéis cansados y agobiados, que yo os aliviaré» (Mt 11,28). Cuando uno sabe que, muerto de cansancio, puede postrarse en adoración, decir: «Basta por hoy, Señor», y claudicar ante el Padre; uno sabe también que no se hunde sino que se renueva porque, al que ha ungido con óleo de alegría al pueblo fiel de Dios, el Señor también lo unge, «le cambia su ceniza en diadema, sus lágrimas en aceite perfumado de alegría, su abatimiento en cánticos» (Is 61,3).

Tengamos bien presente que una clave de la fecundidad sacerdotal está en el modo como descansamos y en cómo sentimos que el Señor trata nuestro cansancio. ¡Qué difícil es aprender a descansar! En esto se juega nuestra confianza y nuestro recordar que también somos ovejas. Pueden ayudarnos algunas preguntas a este respecto.

¿Sé descansar recibiendo el amor, la gratitud y todo el cariño que me da el pueblo fiel de Dios? O, luego del trabajo pastoral, ¿busco descansos más refinados, no los de los pobres sino los que ofrece el mundo del consumo? ¿El Espíritu Santo es verdaderamente para mí «descanso en el trabajo» o sólo aquel que me da trabajo? ¿Sé pedir ayuda a algún sacerdote sabio? ¿Sé descansar de mí mismo, de mi auto-exigencia, de mi auto-complacencia, de mi auto-referencialidad? ¿Sé conversar con Jesús, con el Padre, con la Virgen y San José, con mis santos protectores amigos para reposarme en sus exigencias —que son suaves y ligeras—, en sus complacencias —a ellos les agrada estar en mi compañía—, en sus intereses y referencias —a ellos sólo les interesa la mayor gloria de Dios—? ¿Sé descansar de mis enemigos bajo la protección del Señor? ¿Argumento y maquino yo solo, rumiando una y otra vez mi defensa, o me confío al Espíritu que me enseña lo que tengo que decir en cada ocasión? ¿Me preocupo y me angustio excesivamente o, como Pablo, encuentro descanso diciendo: «Sé en Quién me he confiado» (2 Tm 1,12)?

Repasemos un momento las tareas de los sacerdotes que hoy nos proclama la liturgia: llevar a los pobres la Buena Nueva, anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor. E Isaías agrega: curar a los de corazón quebrantado y consolar a los afligidos.

No son tareas fáciles, exteriores, como por ejemplo el manejo de cosas —construir un nuevo salón parroquial, o delinear una cancha de fútbol para los jóvenes del Oratorio... —; las tareas mencionadas por Jesús implican nuestra capacidad de compasión, son tareas en las que nuestro corazón es «movido» y conmovido. Nos alegramos con los novios que se casan, reímos con el bebé que traen a bautizar; acompañamos a los jóvenes que se preparan para el matrimonio y a las familias; nos apenamos con el que recibe la unción en la cama del hospital, lloramos con los que entierran a un ser querido... Tantas emociones, tanto afecto, fatigan el corazón del Pastor. Para nosotros sacerdotes las historias de nuestra gente no son un noticiero: nosotros conocemos a nuestro pueblo, podemos adivinar lo que les está pasando en su corazón; y el nuestro, al compadecernos (al padecer con ellos), se nos va deshilachando, se nos parte en mil pedacitos, y es conmovido y hasta parece comido por la gente: «Tomad, comed». Esa es la palabra que musita constantemente el sacerdote de Jesús cuando va atendiendo a su pueblo fiel: «Tomad y comed, tomad y bebed...». Y así nuestra vida sacerdotal se va entregando en el servicio, en la cercanía al pueblo fiel de Dios... que siempre cansa.

Quisiera ahora compartir con vosotros algunos cansancios en los que he meditado.

Está el que podemos llamar «el cansancio de la gente, de las multitudes»: para el Señor, como para nosotros, era agotador —lo dice el evangelio—, pero es cansancio del bueno, cansancio lleno de frutos y de alegría. La gente que lo seguía, las familias que le traían sus niños para que los bendijera, los que habían sido curados, que venían con sus amigos, los jóvenes que se entusiasmaban con el Rabí..., no le dejaban tiempo ni para comer. Pero el Señor no se hastiaba de estar con la gente. Al contrario, parecía que se renovaba (cf. Evangelii gaudium, 11). Este cansancio en medio de nuestra actividad suele ser una gracia que está al alcance de la mano de todos nosotros, sacerdotes (cf. ibíd., 279). ¡Qué bueno es esto: la gente ama, quiere y necesita a sus pastores! El pueblo fiel no nos deja sin tarea directa, salvo que uno se esconda en una oficina o ande por la ciudad en un auto con vidrios polarizados. Y este cansancio es bueno, es sano. Es el cansancio del sacerdote con olor a oveja..., pero con sonrisa de papá que contempla a sus hijos o a sus nietos pequeños. Nada que ver con esos que huelen a perfume caro y te miran de lejos y desde arriba (cf. ibíd., 97). Somos los amigos del Novio, esa es nuestra alegría. Si Jesús está pastoreando en medio de nosotros, no podemos ser pastores con cara de vinagre, quejosos ni, lo que es peor, pastores aburridos. Olor a oveja y sonrisa de padres... Sí, bien cansados, pero con la alegría de los que escuchan a su Señor decir: «Venid a mí, benditos de mi Padre» (Mt 25,34).

También se da lo que podemos llamar «el cansancio de los enemigos». El demonio y sus secuaces no duermen y, como sus oídos no soportan la Palabra, trabajan incansablemente para acallada o tergiversarla. Aquí el cansancio de enfrentarlos es más arduo. No sólo se trata de hacer el bien, con toda la fatiga que conlleva, sino que hay que defender al rebaño y defenderse uno mismo contra el mal (cf. Evangelii gaudium, 83). El maligno es más astuto que nosotros y es capaz de tirar abajo en un momento lo que construimos con paciencia durante largo tiempo. Aquí necesitamos pedir la gracia de aprender a neutralizar: neutralizar el mal, no arrancar la cizaña, no pretender defender como superhombres lo que sólo el Señor tiene que defender. Todo esto ayuda a no bajar los brazos ante la espesura de la iniquidad, ante la burla de los malvados. La palabra del Señor para estas situaciones de cansancio es: «No temáis, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).

Y por último —para que esta homilia no os canse— está también «el cansancio de uno mismo» (cf. Evangelii gaudium, 277). Es quizás el más peligroso. Porque los otros dos provienen de estar expuestos, de salir de nosotros mismos a ungir y a pelear (somos los que cuidamos). Este cansancio, en cambio, es más auto-referencial; es la desilusión de uno mismo pero no mirada de frente, con la serena alegría del que se descubre pecador y necesitado de perdón: este pide ayuda y va adelante. Se trata del cansancio que da el «querer y no querer», el haberse jugado todo y después añorar los ajos y las cebollas de Egipto, el jugar con la ilusión de ser otra cosa. A este cansancio, me gusta llamarlo «coquetear con la mundanidad espiritual». Y, cuando uno se queda solo, se da cuenta de que grandes sectores de la vida quedaron impregnados por esta mundanidad y hasta nos da la impresión de que ningún baño la puede limpiar. Aquí sí puede haber cansancio malo. La palabra del Apocalipsis nos indica la causa de este cansancio: «Has sufrido, has sido perseverante, has trabajado arduamente por amor de mi nombre y no has desmayado. Pero tengo contra ti que has dejado tu primer amor» (2,3-4). Sólo el amor descansa. Lo que no se ama cansa y, a la larga, cansa mal.

La imagen más honda y misteriosa de cómo trata el Señor nuestro cansancio pastoral es aquella del que «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1): la escena del lavatorio de los pies. Me gusta contemplarla como el lavatorio del seguimiento. El Señor purifica el seguimiento mismo, él se «involucra» con nosotros (cf. Evangelii gaudium, 24), se encarga en persona de limpiar toda mancha, ese mundano smog untuoso que se nos pegó en el camino que hemos hecho en su nombre.

Sabemos que en los pies se puede ver cómo anda todo nuestro cuerpo. En el modo de seguir al Señor se expresa cómo anda nuestro corazón. Las llagas de los pies, las torceduras y el cansancio son signo de cómo lo hemos seguido, por qué caminos nos metimos buscando a sus ovejas perdidas, tratando de llevar el rebaño a las verdes praderas y a las fuentes tranquilas (cf. ibíd. 270). El Señor nos lava y purifica de todo lo que se ha acumulado en nuestros pies por seguirlo. Eso es sagrado. No permite que quede manchado. Así como las heridas de guerra él las besa, la suciedad del trabajo él la lava.

El seguimiento de Jesús es lavado por el mismo Señor para que nos sintamos con derecho a estar «alegres», «plenos», «sin temores ni culpas» y nos animemos así a salir e ir «hasta los confines del mundo, a todas las periferias», a llevar esta buena noticia a los más abandonados, sabiendo que él está con nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,21). Y sepamos aprender a estar cansados, pero ibien cansados!

 





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