viernes, 27 de marzo de 2015

El Crucificado ha Resucitado

Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 18
Domingo de Resurrección
            Ciertamente, la experiencia de fracaso es humanamente dura, causa la peor de las penas, la decepción, la pérdida de la fe y la esperanza, la vida se derrumba. Esto es lo que sienten los discípulos ante la crucifixión del Maestro. Todos vuelven a Galilea, el sitio donde comenzaron, sin frutos que brindar ni sentido para vivir. Pero, ante la resurrección del Señor, la alegría es aún más grande, el compromiso se renueva y, con mayor fe y esperanza, regresan a Jerusalén a seguir el camino de la salvación con el Espíritu del Resucitado. Dispuestos a dar la vida porque ya saben que Cristo venció el mal.
El Crucificado ha resucitado. Así lo anuncia Pedro en alta voz, sin miedo, plenamente convencido: el Crucificado está vivo, ha resucitado, nosotros somos testigos de esta buena noticia (cf. Hch 10,37-43). La muerte no era el fracaso como pensaban, sino que culminaría en el triunfo de la vida. Con la resurrección se revela Dios amor, la nueva Alianza se cumple y la causa de Jesús sigue en pie. La historia adquiere un sentido pleno y trascendente. El Reino de Dios deja de ser una vana ilusión y se convierte en una realidad posible. La fe se renueva y la Iglesia nace como misterio de comunión y misión.
Una vez más es el Magisterio latinoamericano quien lo expresa mejor (cf. Puebla 195-197): con la resurrección Jesús es constituido Señor del mundo y de la historia, se convierte en signo y prenda de la resurrección a la que todos estamos llamados y de la transformación final del universo. El mundo es recreado, nace nuevo con personas nuevas. Es el triunfo de la justicia y la derrota de la maldad, de las injusticias y esclavitudes. Los pueblos latinoamericanos son impulsados a la lucha liberadora con la fuerza del Espíritu del Resucitado. Amarnos en fraternidad adquiere su valor más grande. Pues, amando hasta entregar la vida es como Jesús gana la vida y es glorificado por el Padre que donándolo lo recibe de nuevo en su gloria.
El acontecimiento más importante de la historia es la Resurrección del Señor y la clave esencial de la fe cristiana. Es decir, si Cristo no resucitó no puede haber fe ni existir la Iglesia: “Si Cristo no ha resucitado, es vana nuestra proclamación, es vana nuestra fe” (1Cor 15,14). San Pablo, que conoció al Señor como experiencia pascual, hace una extraordinaria profesión de fe en la primera carta que escribe a la conflictiva comunidad cristiana de Corinto (cf. 1Cor 15). Es el Evangelio que predica: Cristo murió por nuestros pecados y resucitó al tercer día. Con este hecho histórico se da cumplimiento a las promesas de Dios que transmiten las Escrituras Sagradas. Lo confirma su presencia viva ante los Apóstoles y, por último, el mismo Pablo lo siente presente, vivo, interpelándolo porque lo estaba persiguiendo: “…se me apareció a mí, que soy como un aborto… Gracias a Dios soy lo que soy, y su gracia en mí no ha resultado vana, ya que he trabajado más que todos ellos; no yo, sino la gracia de Dios en mí” (1Cor 15,8-10).
Me es significativa la prédica de los Apóstoles porque su testimonio va acompañado por una existencia entregada. Nuestra cuestión fundamental es cómo podemos anunciar al mundo de hoy que Cristo es el Señor, que ha resucitado y sigue actuando entre nosotros. No podemos seguir probándolo diciendo que el sepulcro está vacío o que algunos lo vieron. El mundo creyó el mensaje de los Apóstoles porque vieron cómo se amaban entre ellos y como sufrían persecuciones por la fe. De la misma manera, como Iglesia, debemos hacer notar la presencia de Cristo resucitado con el amor. Me gusta un título de un libro teológico que dice: “Sólo el amor es digno de fe”. Es verdad, “la capacidad de compartir, será signo de la profundidad de la comunión interior y de su credibilidad hacia fuera” (Puebla 243). Decir compartir incluye la solidaridad y el amor.
Maracaibo, 5 de abril de 2015

martes, 24 de marzo de 2015

La Muerte de Jesús


Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 17
La Muerte de Jesús
Domingo de Ramos

 
            Jesús de Nazaret camina por nuestra historia predicando un nuevo estilo de existencia, anunciando un proyecto que identifica con su propia persona, porque cuando afirma que el reino de Dios está cerca, es porque su misma presencia en el mundo lo testifica: Él es el Dios que reina, aunque no como reinan los monarcas de aquí, sino más bien como un pastor bueno que entrega su vida. Reina amando hasta el extremo. Así lo confesamos sus seguidores. Pues, con su presencia, sus palabras, signos, especialmente con su entrega, realiza la obra salvadora del Padre eterno.
Su programa es hacer realidad la promesa de salvación del Padre, anunciada por los profetas. Concretamente, dar la buena noticia a los pobres, la libertad a los prisioneros, la luz a los ciegos, la liberación a los oprimidos y anunciar que el año de gracia del Señor, año de reconciliación y paz, comienza a realizarse con su presencia (cf. Lc 4,16-30; Is 61,1-2). Esto que para los pobres significa una buena noticia, no lo es para lo que ven amenazados sus privilegios, los que se obstinan en permanecer en el pecado. Por eso, Jesús es siempre una bandera discutida, como lo profetizó el viejo Simeón (cf. Lc 2,33-35).
El conflicto es causado cuando el Evangelio de Jesús se encuentra juzgando una realidad pecadora, de egoísmos, envidias, violencias, odios, desprecios, injusticias, indiferencias, entre muchos otros males que producen miserias y sufrimientos a los seres humanos. Cuando el bien se hace presente, el mal desata su furia y causa el conflicto que lleva a Jesús al calvario.
A Jesús lo condenan y crucifican por dos causas de intereses  humanos: por una parte, el poder religioso de su pueblo lo acusa y condena por blasfemo, ya que, según su juicio, se hace llamar hijo de Dios (cf. Mt, 26,57-68). Y por otra parte, el poder político lo acusa y condena por rebelde, por hacerse llamar rey (cf. 27,11-14). Sin embargo, la causa de Jesús es otra. Él se entrega para, como lo anuncia el día anterior en la cena pascual (última cena), nuestra salvación: “Esto es mi cuerpo, entregado a muerte a favor de ustedes… esta es mi sangre derramada por el perdón de los pecados de todos ustedes” (cf. 1Cor 11, 23-26).
En este sentido nos ayudan las enseñanzas que sobre Jesús nos ofrece la Iglesia latinoamericana en el documento de Puebla (1979). Específicamente en la parte que dedica a “la verdad sobre Jesucristo: el salvador que anunciamos” (Puebla 170-219). Aquí observamos que su existencia ilumina el misterio de su muerte que da sentido a nuestra vida. Aunque suene paradójico, su morir nos revela el valor de vivir nuestra historia trascendiendo este mundo: “Si alguno quiere ser discípulo mío, entréguese de sí mismo, cargue con su cruz y sígame. Porque el que quiera ganar su vida, la perderá; pero el que la entregue por mi causa, la salva para la vida eterna” (cf. Mc 8,34-35; Mt 16,24-25; Lc 9,23-24).
Jesucristo es el enviado que nos trae la liberación integral (cf. Puebla 166), ésta es la respuesta de la Iglesia latinoamericana a la fundamental cuestión del cristianismo: “¿Y ustedes quién dicen que soy yo?” (Mt 16,15). De ahí nuestra misión de “presentar a Jesús de Nazaret compartiendo la vida, las esperanzas y las angustias de su pueblo y mostrar que Él es el Cristo creído, proclamado y celebrado por la Iglesia” (Puebla 176). Además, es el que, con su entrega, se hace solidario con los sufrimientos y aspiraciones de nuestro pueblo, “capaz de transformar nuestra realidad personal y social y de encaminarla hacia la libertad y la fraternidad, hacia la plena manifestación del Reino de Dios” (Puebla 181).
El Dios revelado por Jesucristo no abandona al ser humano, a pesar de que éste rechaza su designio amoroso y no se interesa por la vida de comunión, donde debería ejercer su libertad en compromiso fraterno. Rechazó a Dios y rompe, “por el pecado el eje primordial que sujeta al hombre al dominio amoroso del Padre, brotando todas las esclavitudes. La realidad latinoamericana nos hace experimentar amargamente, hasta límites extremos, esta fuerza del pecado, flagrante contradicción del plan divino” (Puebla 186).
Jesucristo hace presente a Dios en la historia. Esta nueva presencia divina vence al mal y redime al mundo con su muerte, dando como fruto a “un hombre nuevo en un mundo nuevo” (cf. Puebla 191). Ante la fuerza del mal que se manifiesta en el rechazo a la acción amorosa de Jesús, a su mensaje que dignifica al ser humano, a su manera de denunciar la falsa religiosidad y de anunciar la auténtica relación con Dios que pasa necesariamente por al amor y respeto a los demás, preferencialmente a los pobres, se presenta Jesús como el Siervo Sufriente de Yavé, quien con un amor extremo, emprende su camino de donación abnegada, rechazando toda tentación de poder, pues, Él ha venido a servir y dar la vida (cf. Puebla 192).
Podemos concluir con el mismo documento de Puebla que, sintetiza toda nuestra reflexión: “Cumpliendo el mandato recibido de su Padre, Jesús se entregó libremente a la muerte en la cruz, meta del camino de su existencia. El portador de la libertad y del gozo del Reino de Dios quiso ser la víctima decisiva de la injusticia y del mal de este mundo. El dolor de la creación es asumido por el Crucificado que ofrece su vida en sacrificio por todos: Sumo Sacerdote que puede compartir nuestras debilidades: Víctima Pascual que nos redime de nuestros pecados; Hijo obediente que encarna ante la justicia salvadora de su Padre el clamor de liberación y redención de todos los hombres” (Puebla 194).
Todavía puedo hacer algunas aclaratorias: La existencia de Jesús es fundamentalmente entrega amorosa, por eso le conduce a la muerte, ofrenda final. Pero, la muerte no es sino camino hacia el triunfo de la vida, su verdadera meta. Por eso, en definitiva, es “la justicia de Dios (la que) ha triunfado sobre la injusticia de los hombres” (Puebla 197).
Maracaibo, 29 de marzo de 2015

lunes, 16 de marzo de 2015

La Alianza Cristiana

Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 16
Quinto domingo de cuaresma
            Los cristianos entendemos la Alianza como algo más que un simple pacto jurídico. Éste último es un contrato entre dos partes que comprometen sólo un servicio particular o un bien material, como, por ejemplo, una compra-venta, o un acuerdo comercial entre Estados. La Alianza, desde la visión de nuestra fe, va más allá, es un acontecimiento de mutua entrega que compromete toda nuestra existencia. El ejemplo existencial más claro es el sacramento del matrimonio, donde dos personas humanas, desprendiéndose cada una de su familia original, se entregan mutuamente para ser “una sola carne”. Es, pues, el sentido sacramental del matrimonio, que revela el misterio de la unión de Cristo con su Iglesia (cf. Ef 5,22-33), sellada en la nueva y definitiva Alianza.
El Cardenal Carlos María Martini (1927-2012) enseña que “la Alianza es el procedimiento por el cual personas que no son consanguíneas llegan a serlo… Al establecer este parentesco, Dios dice al hombre: tú eres mi carne y mi sangre, y el hombre puede decir a Dios: tú eres mi carne y mi sangre. Somos el uno para el otro, de forma indisoluble, debemos solidarizarnos en todo y ni tú me abandonarás ni yo podré nunca abandonarte” (Para vivir la Palabra, Madrid 2000, pág. 13).
La Alianza, por tanto, es el eje fundamental de la historia de la salvación, la relación de Dios con su pueblo. La Lumen gentium (LG) hace referencia a la Alianza antigua como prefigura de nuestra Alianza cristiana que es el acontecimiento salvífico donde Cristo, convocando a un pueblo de judíos y gentiles (a toda la humanidad), que se unifica no según la carne sino en el Espíritu, lo transforma en el nuevo Pueblo de Dios (cf. LG 9). En definitiva, es el Espíritu Santo el que nos hace ser un solo pueblo con Dios.
Nos interesa destacar de la antigua Alianza el acercamiento de Dios a un pueblo necesitado de su presencia activa, la elección del pueblo de Israel al escuchar sus gemidos, y la revelación de su nombre Yavé. Es decir, “la cercanía gratuita de Dios – a la que alude su mismo Nombre, que Él revela a Moisés, Yo soy el que soy (Ex 3,14) –, se manifiesta en la liberación de la esclavitud y en la promesa, que se convierte en acción histórica, de la que se origina el proceso de identificación colectiva del pueblo del Señor, a través de la conquista de la libertad y de la tierra que Dios le dona” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia 21). Se trata de un encuentro de amor que se sella con la acción liberadora de Dios celebrada en el Sinaí. A partir de ahí, Israel es y vive como pueblo de Dios. Para esto es el Decálogo o, como refiere el término, las “diez palabras” que hacen libres al pueblo: libertad en comunión con Dios y entre los seres humanos en fraternidad.
Jesucristo es la promesa de la nueva Alianza anunciada por los profetas como restauración de la libertad perdida por el pecado. Podemos referirnos a Jeremías: “El Señor afirma: Vendrá un día en que haré una nueva Alianza con Israel y con Judá. Esta Alianza no será como la que hice con sus antepasados, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto; porque ellos quebrantaron mi Alianza, a pesar de que yo era su dueño. Yo, el Señor, lo afirmo. Esta será la Alianza que haré con Israel en aquel tiempo. Pondré mi ley en su corazón y la escribiré en su mente. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Je 31,31-33).
Por eso, para los que seguimos a Jesús, el misterio pascual de su pasión, muerte y resurrección, es el centro de nuestra propia historia de salvación. Jesucristo es como Yavé, el que se hace presente en su pueblo para liberarlo de nuevo y definitivamente del pecado y sus consecuencias, el Hijo que con un nombre igualmente significativo, Emmanuel (Dios-con-nosotros), se hace carne y habita entre nosotros. El sentido de su muerte, el cordero degollado, el siervo sufriente, se expresa en la celebración pascual de la última cena que apunta a la celebración de la nueva Alianza, actualizando aquella noche sagrada del Éxodo (cf. Ex 12,6-14.29ss): “El Señor, la noche que era entregado, tomó pan, dando gracias lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía. Lo mismo, después de cenar, tomó la copa y dijo: Esta copa es la nueva Alianza sellada con mi sangre. Hagan esto cada vez que la beban en memoria mía” (1Cor 11,23-25).
Esta nueva Alianza nos libera del pecado y también de la ley. Porque “la ley se promulgó por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad se nos da en Jesucristo” (Jn 1,17). Esta Alianza Cristiana exige una respuesta humana de fe expresada en la caridad, mandamiento nuevo que nos identifica como discípulos de Jesucristo. Única ley que libera para actuar como hijos de Dios (cf. Rom 8,21: la libertad de los hijos de Dios). Pues, lo replica el Apóstol, “la ley entera se cumple con un precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Ga 5,14). Pero, ya no estamos sometidos al yugo legalista, sino movidos por el Espíritu Santo: “Si vivimos por el Espíritu, sigamos al Espíritu” (Ga 5,25).
Nos iluminará estas enseñanzas del Magisterio Latinoamericano: “La Alianza nueva que Cristo pactó con su Padre se interioriza por el Espíritu Santo que nos da la ley de gracia y de libertad que Él mismo ha escrito en nuestros corazones. Por eso, la renovación de los hombres y consiguientemente de la sociedad dependerá, en primer lugar, de la acción del Espíritu Santo. Las leyes y estructuras deberán ser animadas por el Espíritu que vivifica a los hombres y hace que el Evangelio se encarne en la historia” (Puebla 199).
Maracaibo, 22 de marzo de 2015

martes, 10 de marzo de 2015

FE Y ALEGÍA: UNA VISIÓN HOLÍSTICA DE LA EDUCACION


Dr. Emilio Fereira
Profesor Emérito de LUZ
Con este escrito quiero unirme a la celebración de los 60 Años de Fe y Alegría, Institución fruto de la mente inspirada del Padre José María Vélaz, jesuita de origen chileno, formado en España,  de memoria inolvidable para Venezuela, a donde lo trajo la Divina Providencia, en 1946, para hacer su magisterio en el colegio San Ignacio de Caracas. Ordenado sacerdote en España, regresó a Venezuela  y fue Rector del prestigioso colegio San José de Mérida.

Cuando terminó su período rectoral ideó una red de escuelas campesinas para los llanos de Barinas que se descaminó en 1954, cuando sus superiores le enviaron a la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas.  Allí, hace sesenta años, fundó Fe y Alegría para vivir a plenitud su vocación de Misionero. Su Proyecto, sin la menor duda, ha sido el movimiento de Educación Popular Integral más transcendental del país.

En estas dos palabras, «Popular e Integral», preñadas de discernimiento, se compendia la esencia de la propuesta educativa del P. Vélaz quien esbozó su misión y visión en principios como: “Fe y Alegría comienza donde termina el asfalto, donde no gotea el agua potable, donde la ciudad pierde su nombre”. En Fe y Alegría “Nos hemos atrevido a levantar una bandera cuando tantos arrían y desdeñan las banderas. Nuestra bandera ha sido la Educación Integral de los más Pobres, es decir, de los más menospreciados e ignorantes, y como estos son muchos millones, nos hemos atrevido a la Educación de Millones. O lo que es lo mismo: a la liberación de millones”.  Hoy más de 300.000 venezolanos se forman en Fe y Alegría.[1]

A mí no me queda duda. Como vengo repitiendo desde hace más veinte años, la educación es lo primero. Sin educación no hay futuro de la nación. De ahí su importancia como proceso de ayuda para que los niños se desarrollen y perfeccionen en los diversos aspectos (materiales y espirituales, individuales y sociales) de su ser, de tal modo  que puedan alcanzar su plenitud humana y cumplir su vocación de servicio a sus semejantes.

A través de la educación, en efecto, el ser humano cultiva sus tres aptitudes fundamentales:

·         Lingüística. Favorece el desarrollo y uso del pensamiento simbólico y de la comunicación interpersonal.

·         Técnica.  Le permite servirse de la naturaleza a fin de generar instrumentos que mejoren su capacidad de trabajo y su tarea de transformación de la realidad para, de es modo, mejorar su calidad de vida.

·         Ética. Propicia la capacidad para distinguir, en el orden objetivo, el deber ser y el  ser de hecho.

Por consiguiente, educar implica tanto la formación de la mente como el desarrollo de la moral; la educación se entiende, por un lado, como instrucción, por otro,  como formación del carácter.  Educar es un proceso de preparar a las personas para lo que les espera.  Cuando las personas no reciben una educación de calidad, en estos dos sentidos, se enfrentan a fuertes limitaciones para acceder al mundo laboral y se les restringen sus oportunidades de superación personal y de ejercicio pleno de su ciudadanía. 

La educación es un servicio que presta la sociedad, como «supletoria» de la familia, a fin de que los ciudadanos se desarrollen y perfeccionen en los diversos aspectos (materiales y espirituales, individuales y sociales) de su ser, dirigiéndose así hacia su fin propio. La educación es un  proceso de preparar a los educandos para un futuro que han de construir con su esfuerzo de adultos, moralmente responsables ante ellos mismos y ante la comunidad. En más de cincuenta años de servicio como docente, jamás he admitido la Tesis del Estado Docente.

Así, La participación de los padres en la educación de los hijos debe ser considerada esencial y fundamental, pues ellos constituyen las columnas centrales de esa importante estructura que marcará el futuro de cada ser humano. La familia es la célula original de la vida social. Es la sociedad natural en que el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. La familia es la comunidad en la que, desde la infancia, se pueden aprender los valores morales, se comienza a honrar a Dios y a usar bien de la libertad. La vida de familia es iniciación a la vida en sociedad.

Como afirmara San Juan Pablo II (1994),[2] “la familia se encuentra en el centro de la gran lucha entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre el amor y cuanto se opone al amor. A la familia está confiado el cometido de luchar ante todo para liberar las fuerzas del bien.

          En la sociedad actual, señala se plantea el deber de una reflexión y un compromiso profundos, para que se reconozcan los verdaderos valores, se defiendan los derechos del hombre y de la mujer y se promueva la justicia en las estructuras mismas de la sociedad. De este modo el «nuevo humanismo» no apartará a los hombres de su relación con Dios, sino que los conducirá a ella de manera más plena. “Se hace necesario recuperar por parte de todos la conciencia de la primacía de los valores morales, que son los valores de la persona humana en cuanto tal”.[3]

De ahí que se necesitan canales de comunicación y una acción coordinada para que, en estos dos ámbitos vitales, los niños se desarrollen intelectual, emocional y socialmente en las mejores condiciones. Por ello, la suma del esfuerzo de los dos baluartes de ese proceso, la familia y la escuela, es, según los expertos, el camino a seguir para que el ser humano alcance el éxito en su vida

Creo que la familia, como fuente primaria de principios y valores, del lenguaje y conocimientos básicos, tiene el derecho y la obligación de seleccionar la escuela donde quiere que sus hijos cursen sus estudios, de discutir y aprobar los programas curriculares, de procurar una educación de calidad, una educación integral que forme a la persona en su totalidad. Como bien expresase el P. Vélaz: “Si la educación es un instrumento de liberación y de humanización, si por medio de ella contribuimos a continuar el plan salvífico de Dios que quiere el desarrollo pleno de cada hombre, no bastará educar a todos los hombres, sino que habrá que educar a TODO el hombre.


[1] Luis Ugalde SJ.  2014 Jesuitas en Venezuela: fantasmas o realidades. http://www.el-nacional.com/sj-_luis_ugalde/Jesuitas-Venezuela-fantasmas-realidades_0_472152935.html 06/03/2015.

lunes, 9 de marzo de 2015

El Compartir Cristiano

Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 15
Cuarto domingo de cuaresma
            Una de las cuestiones sociales más importante iluminada por la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), es la vida económica. Esto nos hace comprender la naturaleza cristiana de la noble acción de compartir. Esta reflexión es motivada por la “Campaña Compartir” que realiza la Iglesia venezolana en el tiempo de cuaresma. El amor es su raíz y fundamento (cf. Ef 3,14-21). Porque, “aunque reparta todos mis bienes y entregue mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve” (1Cor 13,3). Su principio es la dignidad de la persona humana de donde parten los demás principios que dan sentido al compartir: los derechos humanos, la relación persona-sociedad, el bien común, la solidaridad y la subsidiariedad.
La vida económica se comprende necesariamente integrada a toda la persona humana. A la familia como protagonista de la vida social, escuela de solidaridad donde aprendemos a compartir un mismo hogar. Cada familia, basada en el amor, no se encierra en sí misma, sino que se convierte en parte de la gran familia humana. Ella “debe ser considerada protagonista esencial de la vida económica, orientada no por la lógica del mercado, sino según la lógica del compartir y de la solidaridad entre las generaciones” (Compendio de la DSI 248). También integra la dignidad del trabajo como identidad del hombre creado a imagen y semejanza de Dios. La Iglesia exhorta a la solidaridad traducida en el compartir fraterno entre los trabajadores.
De ahí que, que la riqueza existe para ser compartida (cf. Compendio de la DSI 328-329). Esta es una enseñanza que la humanidad recibe desde los grandes padres de la Iglesia. El principio cristiano es que “los bienes, aun cuando son poseídos legítimamente, conservan siempre un destino universal. Toda forma de acumulación indebida es inmoral, porque se halla en abierta contradicción con el destino universal que Dios creador asignó a todos los bienes” (Compendio de la DSI 328). Como lo afirma claramente Juan Pablo II en Puebla (1979), toda propiedad privada porta en sí una hipoteca social. Esto responde a lo que leemos en el Pastor de Hermas (siglo II) sobre que las riquezas realizan su función de servicio al hombre cuando son destinadas a producir beneficios para los demás y para la sociedad.
            Nuestra Iglesia peregrina en Venezuela traduce en obras sociales esta extraordinaria doctrina social, por medio de su pastoral o acción apostólica para el bien de los más necesitados. De esta manera nos invita a compartir con la pastoral de salud, con los ambulatorios que se sostienen gracias al trabajo de muchas parroquias y congregaciones religiosas. La solidaria acción del compartir edifica una nueva sociedad que tiene por fundamento la espiritualidad de comunión con la misión de transformarnos en una comunidad universal fraterna.
El propósito no es el de obtener poder, ni el de hacer proselitismo; no se trata de seguir una ideología política, sino del seguimiento de Cristo. Estas palabras de San Alberto Hurtado, patrono de la UNICA, pronunciadas en enero 1950 a dirigentes del apostolado económico-social de Bolivia, nos ayudan a comprender la profundidad espiritual del compartir: “Cristo se ha hecho nuestro prójimo, o mejor, nuestro prójimo es Cristo que se presenta a nosotros bajo una u otra forma: preso en los encarcelados; herido en un hospital; mendigo en la calle; durmiendo, con la forma de un pobre, bajo los puentes de un río. Por la fe debemos ver en los pobres a Cristo, y si no lo vemos es porque nuestra fe es tibia y nuestro amor imperfecto. Por esto San Juan nos dice: Si no amamos al prójimo a quien vemos, ¿cómo podremos amar a Dios a quien no vemos? (cf. 1Jn 4,20). Si no amamos a Dios en su forma visible ¿cómo podremos amarlo en sí mismo?”.
Maracaibo, 15 de marzo de 2015


 

lunes, 2 de marzo de 2015

Vocación de Libertad

Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
 
Reflexión Semanal 14
Tercer domingo de cuaresma
            Dios nos creó con vocación de libertad y “para ser libres nos liberó el Señor” (Gal 5,1). Esta gran verdad es revelada en la historia de la salvación, tal como nos lo trasmite la Sagrada Escritura. Podemos comenzar en el momento cuando Dios se deja conmover por la difícil situación que vive el pueblo de Israel. Este pueblo que se refugia en Egipto a causa del hambre, sufre una inhumana situación de esclavitud por parte del régimen absoluto del Faraón. Ante esta realidad, Dios se presenta a Moisés para expresarle su descontento y su decisión de liberar a Israel, porque ha escuchado sus gemidos (cf. Ex 3,1-6). Es un Dios que irrumpe en la historia y se convierte en el samaritano de la parábola evangélica. Es Dios que se acerca para liberar al pueblo, porque todo ser humano ha sido creado para la libertad. Toda esclavitud es, por tanto, causada por el pecado. De ahí que, la liberación debe incluir la conversión de los habitantes del pueblo para aceptar la actuación Dios que se expresa por el profeta elegido.
            Este Dios liberador es el que ha creado al humano a su imagen y semejanza, haciéndole partícipe de su naturaleza divina, y la Iglesia nos enseña: “La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Pues, Dios quiso dejar al hombre en manos de su propia decisión, de modo que busque sin coacción a su  Creador y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección” (Gaudium et spes 17).
            Aquí es donde se enmarca la más significativa experiencia del encuentro de Dios con  el pueblo, la Alianza sellada en el monte Sinaí. Es cuando Dios se entrega como el Dios del pueblo y recibe a Israel como su pueblo: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto, donde eras esclavo” (Ex 20,2). Para que el ser humano pueda vivir su libertad, Dios lo creó en comunión. Aquel que quiera caminar solo se pierde en el desierto, el camino hacia libertad se hace como pueblo. Así es como, en este acto amoroso de la Alianza, el Dios del pueblo le entrega unas leyes que escribe en el corazón de cada ser humano para que le sirva de ayuda, de modo que viva la libertad en la comunión (Ex 20,1-17).
            De esta manera podrá vivir en relación de hijo, amando a su Dios y obedeciendo sus deseos amorosos. Y entre sí, en una relación fraterna. Y como señor de todo lo creado: “La Sagrada Escritura enseña que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, capaz de conocer y amar a su Creador y que ha sido constituido por Él señor de todas las criaturas terrenas para regirlas y servirse de ellas glorificando a Dios” (Gaudium et spes 12). Esta Alianza llega a su culmen con la entrega del Hijo amado en la cruz, ahí se sella la nueva y definitiva Alianza. Este acontecimiento salvífico convierte a toda la humanidad en el pueblo de Dios.
            San Pablo nos enseña que “Cristo nos dio la libertad para que seamos libres. Por tanto, manténganse firmes en esa libertad y no se sometan otra vez al yugo de la esclavitud” (Ga 5,1). Más adelante nos dice que tenemos vocación de libertad. Sin embargo, esta libertad sólo se vive auténticamente en el amor (cf. Gal 5,13). Es que la Alianza cristiana tiene su cumplimiento en la cruz, máxima manifestación del amor. Por eso, a la única ley a la que debemos someternos es a la del amor: “Porque toda la ley se resume en este solo mandato: ama a tu prójimo como a ti mismo. …si ustedes se muerden y se comen unos a otros, llegarán a destruirse” (Gal 5,14-15).
            Siguiendo esta verdad revelada, la Iglesia enseña que la libertad, así como todos los valores humano-cristianos, se fundamenta en el acontecimiento del misterio pascual de Cristo: la entrega de su vida y su recuperación en la resurrección. De esta manera entiende la libertad como don y tarea. Se va construyendo en el proceso histórico disponiéndonos a ir hacia la comunión y la participación, hasta su meta definitiva: la fraternidad universal en la casa de comunión del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
            Quiero concluir esta breve reflexión con un texto maravilloso del documento de Puebla, muy apropiado para este tiempo: “…la dignidad del hombre verdaderamente libre que no se deje encerrar en los valores del mundo, particularmente en los bienes materiales, sino que, como ser espiritual, se libere de cualquier esclavitud y vaya más allá, hacia el plano superior de las relaciones personales, en donde se encuentra consigo mismo y con los demás. La dignidad de los hombres se realiza aquí en el amor fraterno, entendido con toda la amplitud que le ha dado el Evangelio y que incluye el servicio mutuo, la aceptación y promoción práctica de los otros, especialmente de los más necesitados” (Puebla 324).
Maracaibo, 8 de marzo de 2015