miércoles, 15 de marzo de 2017

AUTORIDAD CON FUNDAMENTO


Padre Rafael María de Balbín
rbalbin19@gmail.com



            Allí donde haya una sociedad, de cualquier índole que sea, hace falta una autoridad, que encauce las energías y los esfuerzos de los miembros hacia el bien común, que es un bien para todos. La falta de autoridad origina que los esfuerzos individuales sean  dispersos y caóticos, cuando no opuestos entre sí. Y esto vale para una familia, una empresa productora, un municipio, un país y una comunidad supranacional.

La Iglesia se ha confrontado con diversas concepciones de la autoridad, teniendo siempre cuidado de defender y proponer un modelo fundado en la naturaleza social de las personas” (PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZ. Compendio de la doctrina social de la iglesia. N. 393).

La doctrina de que la autoridad es natural y necesaria para cualquier sociedad responde a la enseñanza bimilenaria del cristianismo acerca del orden social. « En efecto, como Dios ha creado a los hombres sociales por naturaleza y ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a todos y a cada uno con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común, resulta necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija; una autoridad que, como la misma sociedad, surge y deriva de la naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es su autor ». (S. JUAN XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 269; cf. LEÓN XIII, Carta enc. Inmortale Dei, 120).

En la sociedad política es evidente la necesidad de la autoridad, en razón de las tareas que le corresponden, como elemento insustituible de la convivencia civil (Cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 1897; S. JUAN XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 279).

Que la autoridad política sea siempre necesaria no legitima el poder absoluto ni la tiranía. “La autoridad política debe garantizar la vida ordenada y recta de la comunidad, sin suplantar la libre actividad de los personas y de los grupos, sino disciplinándola y orientándola hacia la realización del bien común, respetando y tutelando la independencia de los sujetos individuales y sociales. La autoridad política es el instrumento de coordinación y de dirección mediante el cual los particulares y los cuerpos intermedios se deben orientar hacia un orden cuyas relaciones, instituciones y procedimientos estén al servicio del crecimiento humano integral”. (PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZ. Compendio de la doctrina social de la iglesia. N. 394).

Hay unas exigencias jurídicas y morales para el ejercicio de la autoridad política, «en efecto,  así en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar el bien común, concebido dinámicamente, según el orden jurídico legítimamente establecido o por establecer. Es entonces cuando los ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer » (CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 74). Y si no se respetan esas exigencias no hay ninguna obligación en conciencia de obedecer.

El pueblo tiene la facultad  soberana de elegir a sus gobernantes y de fiscalizar su gestión y “conserva la facultad de ejercitarla en el control de las acciones de los gobernantes y también en su sustitución, en caso de que no cumplan satisfactoriamente sus funciones. Si bien esto es un derecho válido en todo Estado y en cualquier régimen político, el sistema de la democracia, gracias a sus procedimientos de control, permite y garantiza su mejor actuación” (PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZ. Compendio de la doctrina social de la iglesia. N. 395).

Son imperativos de justicia, no de mera popularidad. “El solo consenso popular, sin embargo, no es suficiente para considerar justas las modalidades del ejercicio de la autoridad política” (Cf. S. JUAN PABLO II, Carta enc. Centesimus Annus, 46; S. JUAN XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 271).

domingo, 12 de marzo de 2017

Homilía de la Eucaristía Inaugural de la XI Semana de la Doctrina Social de la Iglesia

SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA 2017

HOMILIA

CAMINAR JUNTOS CON CRISTO HACIA LA PASCUA

Muy queridos hermanos y hermanas,

Hoy iniciamos una nueva etapa del camino cuaresmal. Este domingo contrasta con el domingo anterior.  El Evangelio del domingo pasado nos mostró la humanidad de Jesús sofocando las tres tentaciones que el demonio le presentó para impedir que llevara a cabo la misión que el Padre le ha encomendado. Hoy, en cambio, nos muestra el esplendor refulgente de su divinidad y oímos una vez más la voz de su Padre, como en el bautismo en el Jordán (Cf Mt 3,17), reconociéndolo como su Hijo muy amado e invitando a los tres discípulos, testigos de su transfiguración, a escucharlo y a tomar en serio el camino que él ha escogido para llevar a cabo su misión mesiánica. Es un camino escabroso que pasa por la ignominia de la cruz, pero el único que desemboca en la vida nueva de la Resurrección.

El evangelista Mateo reseña que allí, en lo alto de una montaña elevada, Jesús fue “transfigurado”. Entendemos por transfiguración la manifestación de su divinidad, de la cual, según un himno paulino, se había despojado para asumir la condición de una persona normal y corriente (Fil 2, 7-8). San Mateo la describe como un cambio que se produjo en el rostro y en los vestidos de Jesús. “Su rostro empezó a brillar como el sol y su ropa se hizo blanca como la luz”. El sol y la luz son elementos naturales de los que se valen los escritores bíblicos para describir de algún modo la presencia de lo divino en las realidades humanas, y por contraste asocian las tinieblas y l oscuridad a la ausencia de Dios.

Mateo se vale de estos símbolos para describir, con una cita del AT, el momento en que Jesús sale de su casa familiar en Nazaret para iniciar su ministerio público y su predicación en Galilea: “El pueblo que habitaba en las tinieblas vio una gran luz y a los que habitaban en una región de sombras mortales una luz les iluminó” (Mt 4,16). Zacarías y su esposa Isabel se sienten envueltos en esa misma irradiación con  el don de un hijo en la vejez, Juan Bautista, y así lo cantan: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará un sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte y guiar nuestros pasos por los caminos de la paz” (Lc. 1, 78-79). El profeta Malaquías utiliza la misma terminología para describir el efecto que produce la irrupción de Dios en la vida de un ser humano que vive según los mandatos de Dios: “Pero a los que respetan mi nombre los alumbrará el sol de justicia que trae la salvación en sus rayos” (Mal 3,20; Cf Jue 5,31).

Jesús se transfigura en presencia de tres de sus discípulos, que tendrán más adelante un papel decisivo en el inicio de la difusión del Evangelio del Reino dentro y fuera de Palestina. Al transfigurarse ante ellos, los transforma en testigos de su verdadera identidad, de la naturaleza salvadora de su misión y del camino escogido para llevarla a cabo. El es Hijo de Dios hecho hombre que el Padre, en su infinito amor y misericordia, ha enviado al mundo para sacar a los hombres de las tinieblas de la muerte y del pecado y llevarlos a vivir en su verdadera condición de hijos de Dios, de hermanos unos de otros y de coherederos del Reino de santidad y de gracia, de amor, de  justicia, de libertad y de paz.

Lo acontecido en lo alto de esta montaña, que la tradición identifica con el monte Tabor, quedará profundamente grabado en la mente y el corazón de Pedro. Años más tarde, en su segunda carta, dará testimonio de lo que allí ocurrió: oyó, desde la nube, la voz del Padre, pidiendole que siguiera a su Hijo. Allí aprendió que él y todos los discípulos del Señor debían de  guiarse en sus vidas por la Palabra divina “como lámpara que brilla en un lugar oscuro” (2 Pe 1, 16-21).  Cuando todo lo que allí vivió se confirmó en el Gólgota y en la mañana resplandeciente de la Resurrección, Pedro quedó con la firme convicción de que Dios lo llamaba a él, a sus compañeros y a todas las comunidades cristianas del futuro a esperar, según su promesa, “cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia” (2 Pe 3,13).

Desde hace ya once años este domingo de Cuaresma ha sido escogido para inaugurar la Semana de Doctrina Social de la Iglesia. Este evento lo realizamos conjuntamente con la diócesis de Cabimas. En nuestra arquidiócesis es el fruto de una acción mancomunada del Foro Eclesial de Laicos, fundado por el querido y recordado Dr. Jorge Porras, laico insigne y ejemplar, de la Universidad Católica Cecilio Acosta, del Centro de Estudios de Doctrina y Praxis Social de la Iglesia, y de la parroquia Claret.

La Semana de Doctrina Social de la Iglesia en Maracaibo obedece a un imperativo del Magisterio pontificio, recogidos en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, repercutido en Latinoamérica por todas las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano y del Caribe y concretamente en nuestro país por el Concilio Plenario de Venezuela. Mas concretamente hemos querido dar aplicación a las directrices pastorales contenidas en el documento conciliar venezolano “La contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad”. Allí se  considera el estudio, el conocimiento y la aplicación de los grandes principios y criterios de la DSI como una de las grandes herramientas para contribuir en la construcción de una Venezuela más justa, fraterna y solidaria.

En este documento se detectan las graves deficiencias de nuestro actual sistema político: el resurgimiento del militarismo, el predominio del Estado, el centralismo, la creación de mecanismos de aparente participación que en realidad son excluyentes, el peligro del mesianismo político, el paternalismo, el uso clientelar de las políticas sociales, el debilitamiento de las organizaciones de base, comunitarias y vecinales, la corrupción administrativa generalizada. Todo incide en el gravísimo empobrecimiento del país (Ibídem NN. 4-46). Estos males, diagnosticados hace ya más de 15 años, lejos de disminuir, se han ido agravando desmesuradamente.  A todos ellos hay que sumar la hambruna, la carencia de insumos y medicamentos, la inseguridad y la anarquía, males que están causando un lento genocidio de la población venezolana, particularmente de los más pobres, y la fuga masiva al extranjero de gente joven y talentosa.

Hoy con gran dolor debemos hacer nuestras las palabras bíblicas: somos un pueblo que camina en las tinieblas y en sombras de muerte y aún no vemos asomarse ese sol que nace de lo alto trayendo en sus rayos la justicia social, la convivencia y la paz. ¡Cómo quisiéramos que se produjera un cambio democrático, institucional, pacífico, rápido y profundo que nos permitiera  recuperar la patria que amamos así como sus valores perdidos. Pero hemos de ser conscientes de que la solución completa no está a la vuelta de la esquina porque la gran mayoría de nuestros dirigentes políticos, de un polo o de otro, siguen pensando en forma excluyente,  carecen de valores éticos y morales sólidos y bien fundamentados,  son presa fácil de los grandes intereses económicos y políticos internacionales, están dominados por el ansia de poder,  no vacilan en enriquecerse, a base de corrupción y rapiña, y no están dispuestos a dar su vida por el bien y el progreso de su pueblo, particularmente de los más pobres y abandonados.

No debemos cansarnos de denunciar estas iniquidades. Pero eso no basta. Debemos sobre todo dedicar todas nuestras fuerzas a sembrar esperanza y a preparar mujeres y hombres honestos y competentes que amen con pasión a su pueblo y se entreguen, con mística y tesón, al noble ejercicio de la Política, como ciencia y arte de asegurar en justicia y equidad el bien común, partiendo de los pequeños y de los pobres.

Tenemos que superar el rechazo y el miedo a trabajar en este campo y dejar de satanizar el desempeño del servicio público. Hemos dejado el nicho de la política vacío y lo han ocupado, gracias a Dios, con sus debidas y honrosas excepciones,  gente mal preparada y corrupta, enferma de populismo perverso, que han pervertido el sentido de la verdadera democracia, han dividido a los venezolanos, han destruido nuestro sentido de convivencia y fraternidad y han clavado en el corazón de la patria el morbo del odio y del resentimiento.

Los pastores y agentes pastorales hemos cometido una grave omisión al no haber promovido e impulsado, como en otros tiempos, la formación de hombres y mujeres de fe para meterse de lleno y con tesón en el campo de la política, capacitados para influir significativamente en las decisiones que afectan a la nación en los campos cultural, social, político y económico.

Es urgente que los católicos se formen para actuar en el campo socio-político: “Los obispos, sacerdotes y religiosos orientarán y apoyarán la formación socio-política de los venezolanos en la línea de la construcción de la paz y de la justicia. Insistirán en la participación política de los seglares (los laicos) como una opción de servicio y compromiso en la construcción de nuevos modelos de sociedad” (CIGNS 153). Lo que no sembremos hoy no lo cosecharemos mañana. Esta semana social dedicada al tema “La comunidad política y la Iglesia católica”, prestigiada por la presencia de pastores y especialistas de gran valía, quiere contribuir a la consecución de este propósito. Ojalá en nuestras parroquias, grupos, movimientos y comunidades cristianas surjan iniciativas similares.

El misterio pascual que nos preparamos a celebrar en este tiempo de Cuaresma es para nosotros una poderosa fuente de esperanza. Las lecturas de hoy nos ha traído la gran figura de Abraham, que a pesar de su edad y de grandes dificultades, fue elegido por Dios para iniciar la formación del pueblo de Israel y cumplió a cabalidad su misión. Como San Pablo nosotros podemos decir también que gracias a la presencia de Dios en nuestras vidas “estamos acosados pero no angustiados, desorientados pero no desesperados, perseguidos pero no abandonados, derribados pero no aniquilados” (2 Co 4,8).

Desde el Tabor que es esta eucaristía, sabemos que Dios que resucitó al Señor Jesús, también nos resucitará con Jesús; que “todo contribuye al bien de los que amamos a Dios” y que “en todo saldremos más que vencedores gracias a Dios que nos ha amado en Cristo”. Que ni muerte ni vida, ni ángeles ni principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes ni las alturas, ni las profundidades, ni cualquiera otra creatura podrá robar nuestra esperanza ni separarnos del amor de Dios manifestado en  Cristo Jesús, nuestro Señor (Cf Rom 8,28.37-39).

Hermanos y hermanas, fortalezcamos nuestra fe, guiémonos por la Palabra de Dios “como lámpara que ilumina nuestra oscuridad”, dejémonos inundar por la luz irradiante de Jesús, alimentémonos con el pan de vida que el mismo nos ofrece, caminemos firmes con nuestra Madre María de Chiquinquirá llenos de esperanza de que saldremos de las tinieblas y sombras de muerte y aparecerá en el horizonte de nuestro país el cielo nuevo y la tierra nueva en la que habite la justicia, el sol radiante que nos traerá en sus rayos el ansiado don de la reconciliación y la paz. Amén.

Maracaibo 12 de marzo de 2017



+Ubaldo R Santana Sequera FMI

Arzobispo de Maracaibo