Andrés Bravo
Profesor de la
UNICA
Reflexión Semanal 7
Segundo
domingo de Navidad
Hasta el mismo
Juan el Bautista se sorprende de que Jesús se haya acercado a él para pedirle
que lo bautice. ¿Qué pretende Jesús con eso?, cuestionaría el precursor cuando
le dijo: “Yo debería ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?” (Mt 3,14). Ciertamente,
el mismo Bautista había aclarado la diferencia de su bautizo con respecto al
bautizo que esperamos recibir del Señor que ha venido a reconciliarnos: “Yo, en
verdad, los bautizo con agua para invitarlos a que se vuelvan a Dios, pero el
que viene después de mí los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego” (Mt
3,11). La predicación de Juan se centra en la conversión y en la
reconciliación, para disponernos a recibir al Señor. Para acompañar y
fortalecer su llamado, utilizó un rito sencillo, bañarse en el Jordán (según el
significado etimológico del verbo bápto.
Bautizo es inmersión, baño). Es el bautizo de purificación, de lavarse de la
suciedad del pecado.
La
purificación o el baño de regeneración al que invita Juan se convierte también
en una puerta de entrada al grupo de los que esperan la liberación que nos trae
el Mesías, tal como lo profetiza Isaías: “Verdaderamente traerá la justicia. No
descansará ni su ánimo se quebrará, hasta que establezca la justicia en la
tierra” (Is 42,3-4). Y lo testimonia después el apóstol Pedro: “Dios envió su palabra
a los hijos de Israel, para anunciarles la paz por medio de Jesucristo, Señor
de todos”. Y, refiriéndose a que también Jesús se alista en el grupo de los que
participan de la esperanza liberadora del pueblo, dice Pedro: “Ustedes bien
saben lo que pasó en toda la tierra de los judíos, comenzando en Galilea,
después que Juan proclamó que era necesario bautizarse. Saben que Dios llenó de
poder y del Espíritu Santo a Jesús de Nazaret, y que Jesús anduvo haciendo bien
y sanando a todos los que sufrían bajo el imperio del mal” (Hechos 10, 37-38).
Pero, el acto bautismal de Jesús se transforma
en la presentación del Mesías que nos salva. Se produce una revelación del amor
de Dios que es Trinidad, comunidad divina de amor. Se abre el cielo y el Padre
amante presenta al Hijo amado y donado: “Tú eres mi Hijo amado, a quien he
elegido” (Mc 1,11). Luego, Juan asegura que “en cuanto Jesús fue bautizado y salió
del agua, el cielo se abrió y vio que el Espíritu de Dios bajaba sobre él como
una paloma” (Mt 3,16). Jesús es el Cristo (el ungido, el Mesías). Por eso, al
presentarse con su programa misionero en la sinagoga de Nazaret, él se sabe el
profetizado por Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha
consagrado para llevar la buena noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar
la libertad a los presos y dar vista a los ciegos; a liberar a los oprimidos; a
anunciar el año favorable del Señor” (Lc 4,18-19; cf. Is 61,1-2). En fin,
Jesucristo es el Hijo del Padre y el crismado (el Cristo) con el Espíritu
Santo. Y, por eso, Jesús nos bautiza con el Espíritu Santo.
Este misterio nos hace entender que
el bautismo cristiano es un acontecimiento trinitario: somos bautizados en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Mt 28,19). En efecto, inmerso
Cristo en el mundo humano, la humanidad es inmersa, por nuestro bautismo, en la
comunión divina de Dios. Somos, lo dice san Pablo, incorporados a Cristo (cf.
Rom 6,1-14). De esta manera comenzamos a ser, por él, hijos de Dios. Y,
consagrado por el Espíritu Santo que habita en nosotros, participamos de su
misterio pascual, de su plan de salvación, de su entrega amorosa en la cruz y
de su triunfo glorioso de la vida eterna.
Quisiera concluir esta reflexión
indicando los puntos fundamentales de la dignidad bautismal, siguiendo las
observaciones previas del ritual (Praenotanda)
promulgadas el quince de mayo de 1969. Ante todo, el bautismo es un sacramento
de fe que nos permite, movidos por el Espíritu Santo, responder a nuestra
vocación cristiana o, como lo dice este documento, responder al Evangelio de
Jesús. Desde las gracias recibidas por Cristo, en el Espíritu Santo, el Padre
nos adopta como hijos para comenzar a vivir en comunión con la Iglesia. Además,
el baño del agua en la Palabra de vida, nos hace también participar de la
comunión divina de amor: “La invocación de la Santísima Trinidad sobre los
bautizados hace que los que son marcados con su nombre le sean consagrados y
entren en la comunión con el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo”. Así, pues,
por el bautismo somos hijo de Dios-Padre, hermano de Dios-Hijo y templo de
Espíritu Santo que nos une a los bautizados en una sola familia, la Iglesia.
Maracaibo, 11 de enero de 2015
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