Andrés Bravo
Profesor de la
UNICA
Reflexión Semanal 13
Segundo
domingo de cuaresma
Es el Hijo encarnado el que nos
revela a la persona humano como debe ser: “Cristo, el nuevo Adán, en la misma
revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre
al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Gaudium et spes 22). De ahí que, para poder
construir nuestra personalidad, debemos acercarnos a Jesús y contemplar su
vida, su obra y escuchar sus palabras: “Este es mi Hijo amado, escúchenlo” (Mc
9,7). De él aprendemos que sólo en el amor podemos hacer auténtica nuestra
existencia. Porque él es el Hijo amado a quien el Padre no se reserva, sino que
lo entrega hasta la muerte en cruz. En la donación del Hijo en la cruz se
revela Dios que es amor (cf. 1Jn 4,8.16).
Este
es el sentimiento de abandono que vive el Hijo crucificado: “Eli, Eli, lema sabactani (Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me abandonaste?)” (Mt 27,45-46; Mc 15,33-34). Es el misterio del
amor, Dios se hace don. Se vacía de sí entregando a su Hijo único, amado, para
realizar la salvación, para restablecer la comunión con nosotros, para
acercarnos a su Reino de amor. Es una entrega difícil de comprender, ¿quién
dona a su hijo? y, además, el único y amado. ¿Existe amor más grande?
San
Pablo lo ha dicho: “Conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, que
siendo rico, por ustedes se hizo pobre para enriquecerlos con su pobreza” (2Cor
8,9). Se despoja de sí y se abandona a este mundo descompuesto por el pecado.
Vive las calamidades de un niño que no tiene donde nacer, perseguido desde el
principio por los poderes del mundo. Vive sin tener ni donde recostar su
cabeza, caminando por su pueblo compartiendo la miseria humana, se acerca a los
enfermos para sanarles, come y comparte con los pecadores despreciados por la
sociedad, escoge a unos de los que encuentra por el camino para convertirlos en
apóstoles. Finalmente es perseguido, condenado y ejecutado en la cruz. Aún más,
“a quien no había conocido el pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros” (2Cor
5,21). Sufre lo que sufren los seres humanos en un mundo pecador.
Dios,
en su afán de llevar a término su plan de salvación, envía a su Hijo, lo dona.
Es la ofrenda que el Padre hace por nuestra salvación. Es, pues, dramático lo
que se vive en el calvario. Cristo es abandonado por el Padre porque lo ha
entregado en el sacrificio por amor. Eso que en el principio pide a Abraham de
ofrecerle a hijo en sacrificio, lo hace el mismo Padre eterno con su Hijo amado.
Juan Pablo II lo interpreta así desde Coliseo Romano el viernes santo de 1998:
“Nuestra mente, en este momento, recorre con la memoria todo lo que narra la
antigua historia sagrada, para encontrar en ella las profecías y los anuncios
de la muerte del Señor. ¿Cómo no recordar, por ejemplo, el camino de Abraham
hacía el monte Moria? Es justo recordar a este gran patriarca, que san Pablo
presenta como padre de todos los creyentes (cf. Rom 4,11-12). Él es el
depositario de las promesas divinas de la antigua alianza y sus vicisitudes
humanas prefiguran también momentos de la pasión de Jesús”.
Sigue
explicando el santo padre: “Al monte Moria (cf. Gen 22,2), que simboliza el
monte en el que el Hijo del hombre moría en cruz, Abraham subió con su hijo
Isaac, el hijo de la promesa para ofrecerlo como holocausto. Dios le había
pedido el sacrificio del hijo único que había esperado tanto tiempo y con una
esperanza siempre viva. Abraham, en el momento de inmolarlo es, en cierto modo,
obediente hasta la muerte: muerte del hijo y muerte espiritual del padre”.
Para
finalizar, Juan Pablo II propone esta excelente conclusión: “Ese gesto, aunque
sea sólo una prueba de obediencia y fidelidad ya que el ángel del Señor detuvo
la mano del patriarca y no permitió que Isaac fuera inmolado (cf. Gen
22,12-13), es un anuncio elocuente del sacrificio definitivo de Jesús. El ángel
no detuvo la mano de los verdugos al sacrificar al Hijo de Dios. Y sin embargo,
en el Getsemaní, el Hijo había orado para que, si era posible, pasara el cáliz
de la pasión, aunque expresando enseguida su plena disponibilidad a que se
cumpliera la voluntad del Padre (cf. Mt 26,39). Obediente por amor a nosotros,
el Hijo se ofreció, llevando a término la obra de la redención. Hoy todos somos
testigos de este misterio desconcertante”.
Por
eso, la muerte de Jesús es consecuencia de su propia manera de vivir su
historia. Vive entregándose, su muerte es su última entrega. El Padre que lo
dona lo recibe en su gloria. Sólo una existencia entregada se hace eterna (cf. Mt
16,25).
Maracaibo,
1 de marzo de 2015
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