Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal
19
La Fe, Encuentro con Dios Revelado
A los 50 años de la Dei Verbum (18/11/1965)
3° Domingo de Pascua
Hace ya
cincuenta años cuando la Iglesia vive el más importante acontecimiento renovador
del siglo XX, el Concilio Ecuménico Vaticano II (1962-1965). Los cambios fueron
significativos y se hicieron notar. A pesar de que, como lo reclama Juan Pablo
II, aún tenemos que interrogarnos sobre su acogida y su puesta en práctica (cf.
Novo millennio ineunte 57). Un movimiento
litúrgico ayuda a que el Concilio centre la liturgia en el misterio de Cristo y
promueva la mayor participación. Un movimiento teológico, bíblico y patrístico
ayuda a una autocomprensión de la Iglesia como sacramento (misterio) de
salvación, vivido en clave de comunión, sabiendo que la Trinidad es su fuente,
modelo y meta. Igualmente, los movimientos ecuménicos, sociales y pastorales
exigen un planteamiento de la Iglesia en relación con la humanidad actual. A
partir de este acontecimiento la Iglesia se reconoce humana, formada por seres
humanos y solidaria con la humanidad, con sus angustias y esperanzas. Así como
Cristo es el sacramento que revela al Padre, la Iglesia se descubre sacramento
que revela a Dios, Comunidad Divina de Amor, comunión trinitaria.
Pero, a
mi juicio, el cambio más profundo se produce con la nueva concepción de la
Revelación Divina y de la fe cristiana. A esto ayudan mucho los movimientos
teológicos, especialmente, el movimiento bíblico y sus novedosos estudios. Los
teólogos que han estudiado este tema, señalan que desde la edad antigua hasta
la media, la “Revelación” era considerada como “revelaciones” o experiencias
iluminadoras. Es la historia de la salvación interpretada como epifanía. Se entiende la Revelación como
acontecimiento, manifestación histórica de la misma salvación. Como lo enseña
san Pablo, “según la riqueza de su gracia derrochó en nosotros toda clase de
sabiduría y prudencia, dándonos a conocer su designo secreto, establecido de
antemano por decisión suya, que se había de realizar en Cristo al cumplirse el
tiempo” (Ef 1,7-10).
En la
edad media, surge una concepción de revelación que se centra en información doctrinal.
Se reduce en verdades reveladas. Ya en los siglos XIV y XV gana terreno la comprensión
de la Revelación como doctrina sobrenatural que provoca la reacción de la
modernidad. Es, pues, el Vaticano II, con su Constitución Dogmática Dei Verbum (DV), quien da el salto
renovador más significativo al presentar la revelación divina como
auto-revelación salvífica de Dios que se entrega, se da a conocer y realiza en
la historia su plan de salvación para la humanidad. Por eso, la Iglesia, el
hombre, la sociedad y toda realidad, es comprendida desde la fe cristiana como
fruto de la historia de la salvación. Surgen del amor del Padre y de la misión
del Hijo y del Espíritu Santo.
“La
Revelación Divina no aparece más como un cuerpo de verdades doctrinales comunicadas
por Dios, contenidas en la Escritura y enseñadas por la Iglesia. Sino que se
presenta más bien como auto-comunicación de Dios en la historia de la
salvación, de la cual Cristo constituye la cima” (S. Pié-Ninot, La Teología Fundamental, Salamanca 2009,
pág. 250). Ahora, echando manos de esta obra citada del auto catalán, podemos
señalar tres puntos de cómo Dios se revela en nuestra historia. Revelación como
Palabra, que atraviesa toda la Biblia. La Palabra crea el mundo y a la
humanidad: “Dijo Dios…” (cf. Gén 1,3.6.9.11.14.20.24); hasta la plenitud de la
historia, cuando la Palabra se hace carne y habita entre nosotros (Jn 1, 14).
Esta Palabra, el Hijo encarnado, es la plena revelación de Dios. Por eso, el
Vaticano II, comienza su Constitución sobre la Revelación enseñando que la
Iglesia es la oyente devota de la Palabra que proclama “para que todo el mundo,
con el anuncio de la salvación, oyendo crea, y creyendo espere, y esperando
ame” (DV 1).
La Revelación
se produce en un encuentro amoroso. Es un continuo encuentro interpersonal de
Dios con el ser humano. Podemos señalar los muchos encuentros testimoniados en
la Escritura Sagrada: con Abrahán, con Moisés, con los Profetas, con David,
hasta que se hace el Emmanuel, Dios-con-nosotros. Esta es la naturaleza y el
objeto de la Revelación, como lo enseña el Concilio: “Por Cristo, la Palabra
hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre
y participar de la naturaleza divina. En esta Revelación, Dios invisible,
movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para
invitarlos en su compañía” (DV 2). Dios que se hace adviento (Aquel que siempre viene) y nosotros éxodo (Aquellos que siempre salen en búsqueda del Absoluto que nos
llama y atrae).
Por otro
lado, la revelación es “presencia de Dios en medio de su pueblo”. Pero, será
con Jesús, Hijo encarnado, como la presencia de Dios se hace plena y humana:
“Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por
los profetas. Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo. Pues, envió
a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara
entre los hombres y les contara la intimidad de Dios. Jesucristo, Palabra hecha
carne, hombre enviado a los hombres, habla las palabras de Dios y realiza la
obra de la salvación que el Padre le encargó. Por eso, quien ve a Jesucristo,
ve al Padre; Él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras,
signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el
envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la Revelación y la
confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para
librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a
una vida eterna” (DV 4).
Esta Revelación
será encuentro y presencia que inspira en nosotros la fe para recibirla,
vivirla y comunicarla (cf. DV 5). La carta a los hebreos define la fe como “fundamento
de realidades que se esperan, prueba de realidades que no se ven” (Heb 11,1). Siguiendo
esta carta, la fe es la que permite el conocimiento del misterio que nos ha
sido re-velado por la Palabra que penetra en nuestros corazones y entendimientos.
“Velado”, porque sigue siendo realidad escondida que el mismo Dios, corriendo
el velo, nos permite gozar. Todo el capitulo once de esta carta a los hebreos
señala los efectos maravillosos de la fe. Especialmente, si Dios se da a conocer
entregándose a nosotros, revelándose amando, nosotros debemos existir en esta
entrega amorosa que nos conduce a Él, gozando por la fe de su comunión
trinitaria.
La fe
cristiana comienza con la escucha de la Palabra que cada ser humano debe
recibir e interiorizar hasta identificarse con ella. De ahí, que la Iglesia es
por esencia evangelizadora, con la misión de sembrar en cada interior humano la
Palabra de vida que suscita la fe. Más aún, la Palabra de Dios transforma
nuestra existencia abriéndola en relación de amor con Dios y con los demás. La
carta a los hebreos nos enseña,
recordando la experiencia del pueblo en el desierto, que “si hoy escucha su
voz, no endurezcas el corazón” (Heb 3,8), aconsejándonos a que ninguno tengamos
un corazón perverso e incrédulo, desertor del Dios vivo (cf. Heb 3,12).
La fe se
vive, pues, en el encuentro. Es que nuestro Dios es de confiar, Él no falta a
sus promesas y nos da seguridad. La fe, don gratuito del mismo amor de Dios,
nos pone en relación personal con Él. Tan profunda es esta relación que nos
hace confiar y abandonarnos a Él, tal como lo hizo Abrahán cuando le pide
abandonar su tierra para ir hacia una tierra que le entregará. Es el hombre,
según san Pablo, de fe ejemplar (cf. Rom 4,1-12; Gal 3,6-29). “La existencia
del creyente es una existencia en éxodo,
que renuncia a toda garantía humana en su marcha hacia el futuro escondido en
la promesa divina” (Juan Alfaro, “La fe cristiana en su realidad existencial”,
en Iglesia Pascual, 7-1973, pág.
115).
Quiero
concluir esta importantísima reflexión, tema pascual por excelencia, ya que es
en la cruz donde se ha revelado Dios que es amor que vence en la resurrección,
donde tiene su fundamento nuestra fe cristiana, señalando que el Concilio
Vaticano II ha provocado un movimiento de fe comprometido con los pueblos
latinoamericanos, expresado en la Conferencia de Medellín (1968). Dios revelado
como el liberador integral de la persona humana y de los pueblos. De ahí, que
la búsqueda cristiana de la paz y la justicia es una exigencia de la fe
cristiana que, con los nuevos acontecimientos eclesiales, supera toda vivencia
individualista del creyente, por un compromiso comunitario de construcción de
una nueva sociedad. Por su parte, la Conferencia de Puebla (1979) exige una fe
vivida desde el clamor por la justicia, porque “nuestra misión de llevar a Dios
a los hombres y los hombres a Dios implica también construir entre ellos una
sociedad más fraterna” (Puebla 635).
Por todo
esto, Jesús nos sigue cuestionando si cuando Él vuelva, ¿nos encontrará
viviendo así nuestra fe? (cf. Lc 18,8).
Maracaibo, 19 de abril de 2015
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