Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal
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XVII Domingo Ordinario
Algunos pensaron que la Iglesia era como una
barca en medio de un mar increpado manteniéndose imperturbable a cualquier
peligro. Mientras los fuertes vientos y las aguas inclementes destruían todo lo
que se encontraban, la barca (Iglesia) no sufría ningún daño. La realidad es
que la Iglesia es, en Cristo para el mundo, “un sacramento; es decir, signo e
instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género
humano” (Lumen gentium 1). Es la
barca de toda la humanidad cuyos vientos y aguas increpados arremeten también contra
ella porque lo hacen con la humanidad donde está encarnada. Pero con la
presencia de Jesús que vence con nosotros desde la cruz hasta el triunfo de la
vida.
Por tanto, la Iglesia no es ajena a la
humanidad con sus gozos y esperanzas, sus tristezas y angustias, sus aciertos y
errores, sus éxitos y fracasos. Porque “la comunidad cristiana (la Iglesia)
está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu
Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva
de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima
y realmente solidaria del género humano y de su historia” (Gaudium et spes 1). Más aún, la Iglesia es la sirvienta de la
humanidad (Pablo VI). En la historia ha aprendido de la humanidad y ha servido
a la humanidad. Más que experta en humanidad, como de hecho es, no hay duda, es
el lugar de encuentro de los humanos entre sí y con Dios. Es casa y escuela
donde todos estamos llamados a convivir como hermanos porque somos hijos de
Dios.
Así
pues, la Iglesia es servidora de la humanidad porque es el espacio donde los
seres humanos pueden convivir en dignidad, en respeto, en verdad, en justicia,
en paz y en amor. Donde todos son personas importantes, cada uno con sus
carismas, ministerios y misión. Donde todos somos miembros diversos, pero
unidos, del Pueblo que es de Dios. La Iglesia es signo que transparenta al
mundo la comunión interhumana y humano-divina. Pero, es instrumento que busca
hacer posible que la humanidad aprenda a convivir en el amor y la paz. De esta
manera se presenta como un taller donde se construye la humanidad en la paz. Jesús
es el arquitecto y el constructor de esta convivencia de amor y paz. Con Él,
todos somos constructores en el taller que es la Iglesia.
La paz
es la aspiración más sentida de la humanidad y su vocación esencial, sobre
todo, en los momentos donde la convivencia humana está en mayor riesgo de
perderse. En este sentido, la Iglesia como Madre y Maestra, nos ha regalado
extraordinarias enseñanzas con un Magisterio que ha servido para iluminar los
caminos del peregrino histórico y alimentar su corazón y entendimiento con
principios de reflexión, criterios de juicios y directrices de acción (cf. Sollicitudo rei socialis 41). Es la
revelación transmitida en la Sagrada Escritura como historia de salvación la
que nos revela la vocación de servicio de la Iglesia y la vocación de toda la
humanidad a una comunión de paz.
La paz se encuentra revelada en la Creación.
Existen dos textos del Magisterio que expresan claramente esta afirmación. El
primero es del Concilio Vaticano II: “La Biblia nos enseña que el hombre ha
sido creado a imagen de Dios, con
capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido
señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a
Dios… Pero Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gen 1,27). Esta
sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas
humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no
puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás. Dios,
pues, nos dice también la Biblia, miró
cuanto había hecho, y lo juzgó muy bueno (Gen 1,31)” (Gaudium et spes 12).
El segundo texto es de la III Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano: “Nos enseña la Sagrada Escritura que no
somos nosotros, los hombres, quienes hemos amado primero, Dios es quien primero
nos amó. Dios planeó y creó el mundo en Jesucristo, su propia imagen increada
(Col 1,15-17). Al hacer el mundo, Dios creó a los hombres para que
participáramos es esa comunidad divina de amor: el Padre con el Hijo Unigénito
en el Espíritu Santo (Ef 1,3-6). Este designio divino, que en bien de los
hombres y para la gloria de la inmensidad de su amor, concibió el Padre en su
Hijo antes de crear el mundo (Ef 1,9), nos lo ha revelado conforme al proyecto
misterioso que Él tenía de llevar la historia humana a su plenitud, realizando
por medio de Jesucristo la unidad del universo, tanto de lo terrestre como de
lo celeste (cf. Ef 1,10). El hombre eternamente ideado y eternamente elegido
(cf. Juan Pablo II, Discurso inaugural I, 9) en Jesucristo, debía realizarse
como imagen creada de Dios, reflejando el misterio divino de comunión en sí
mismo y en la convivencia con sus hermanos, a través de una acción
transformadora sobre el mundo. Sobre la tierra debía tener, así, el hogar de su
felicidad, no un campo de batalla donde reinasen la violencia, el odio, la
explotación y la servidumbre” (Puebla 182-184).
Conclusiones:
Dios que es amor, comunión de amor de tres personas distintas: Padre, Hijo y
Espíritu Santo, unidos en el amor.
Perfecto pluralismo y perfecta unidad en el amor, es la comunión de la Trinidad
Santa, nos ha creado un mundo para la humanidad. Un mundo bueno y bello, en un
perfecto orden armónico (un Paraíso-Jardín). Y ha creado al ser humano a su
imagen y semejanza. Es decir, en comunión de amor tal como es el mismo Creador.
El misterio de la humanidad es la comunión. La relación amorosa con Dios (revelado
plenamente por el Hijo como nuestro Padre) es de filiación, somos hijos en el
Hijo, Dios es nuestro Padre quien nos ama en su Hijo. Ahí radica la dignidad de
la persona humana: somos la imagen de Dios y, más aún, somos sus hijos. Y si
somos hijos, somos hermanos entre sí. La relación amorosa entre los seres
humanos, que tiene su fuente en el mismo Dios, es de fraternidad. Porque somos
hijos de Dios, somos también nosotros hermanos entre sí.
En este sentido, el Apóstol Juan en su
primera carta es enfático: “Quien no practica la justicia ni ama a su hermano
no procede de Dios… Quien odia a su hermano es homicida, y saben que ningún
homicida posee la vida eterna… El amor llagará en nosotros a su perfección si
somos en el mundo lo que Él fue y esperamos confiados el día del juicio. En el
amor no cabe el temor, antes bien, el amor desaloja el temor. Porque el temor
se refiere al castigo, y quien teme no ha alcanzado un amor perfecto. Nosotros
amamos porque Él nos amó antes. Si uno dice que ama a Dios mientras odia a su
hermano, miente; porque si no ama al hermano a quien ve, no puede amar a Dios a
quien no ve. Y el mandato que nos dio es que quien ama a Dios ame también a su
hermano” (1Jn 4,7-21).
Por otro lado, nuestra relación con las cosas
creadas, la naturaleza y lo que somos capaces de realizar con ella por medio
del trabajo, el arte o artesanía, con la razón y con la habilidad de nuestras
manos, es de señorío. No somos destructores del mundo creado ni tampoco somos
sus esclavos por las pasiones, ambiciones e idolatrías. El mundo creado está al
servicio de toda la humanidad con santidad y justicia. En esto, bien nos podría
ayudar el Mensaje de Benedicto XVI de la Jornada de Paz 2010: “¿Acaso no es
cierto que en el origen de lo que, en sentido cósmico, llamamos naturaleza, hay un designio de amor y de verdad? El mundo no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del
azar… Procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer participar a
las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad (Catecismo de la
Iglesia Católica 295). El Libro del
génesis nos remite en sus primeras páginas al proyecto sapiente del cosmos,
fruto del pensamiento de Dios, en cuya cima se sitúa el hombre y la mujer,
creados a imagen y semejanza del Creador para llenar la tierra y dominarla
como administradores de Dios mismo (cf.
Gen 1,28)”.
Aquí
está el misterio de la paz, su origen, su naturaleza y su ser. Vivir en la
armonía originaria de la creación, que es reflejo de Dios-Amor, es la paz a la
que todos estamos llamados a construir y que vino a restaurar el Hijo
encarnado. Porque “el hombre, ya desde el comienzo, rechazó el amor de su Dios.
No tuvo interés por la comunión con Él. Quiso construir un reino en este mundo
prescindiendo de Dios. En vez de adorar al Dios verdadero, adoró ídolos: las
obras de sus manos, las cosas del mundo; se adoró a sí mismo. Por eso, el
hombre se desgarró interiormente. Entraron en el mundo el mal, la muerte y la
violencia, el odio y el miedo. Se destruyó la convivencia fraterna. Roto así
por el pecado el eje primordial que sujeta al hombre al dominio amoroso del
Padre, brotaron todas las esclavitudes” (Puebla 185-186).
La paz, convivencia humana en el amor,
sacramento de Dios (Comunión perfecta en el Amor) es destruida por el pecado.
El orden de bondad y belleza, se transforma en desnudez y destierro, en odio y fratricida
(Caín asesina a Abel). Quien no reconoce a Dios por Padre porque no desea vivir
bajo su obediencia, no quiere vivir con el hermano ni le importa trabajar la
tierra. El hijo rebelde es el explotador y opresor de su hermano y esclavo del
mundo (del pecado). A mi juicio, donde mejor se entiende esta triste realidad
es en la parábola del hijo pródigo (Jn 15, 11-32). El destino del pecador es la
deshumanización total (ser un sirviente de los cerdos; es decir, de lo impuro)
o la conversión (volver a la casa del padre donde sí se vive la justicia, la
paz y el amor).
La
humanidad pecadora – el desorden, la discordia, el caos – se destruye: “La
tierra estaba corrompida ante Dios y llena de crímenes. Dios vio la tierra
corrompida, porque todos los vivientes de la tierra se habían corrompido en su
proceder” (Gen 6,11-12). Hace falta un hombre recto y honrado, para reconstruir
la armonía y Dios lo encontró en Noé y su familia. El acontecimiento conocido
como el diluvio universal, tras una alianza de Dios con Noé, arrasa con una
humanidad contraria al designio de Dios. Y, al manifestarse el fin de la
destrucción y muerte, por medio de lo que la historia identificará como el
símbolo de la paz (la paloma), nace la esperanza de una humanidad pacifica. La
alianza con Noé implica un compromiso para los seres humanos: no más violencia,
porque “yo pediré cuentas de la sangre y la vida de cada uno de ustedes, se las
pediré a cualquier animal. Pero, al hombre le pediré cuentas de la vida de su
hermano” (Gen 9, 5). La promesa de Dios es la paz: “El diluvio no volverá a
destruir la vida ni habrá otro diluvio que destruya la tierra” (Gen 9, 11).
Un signo
de la convivencia humana en paz y armonía es el lenguaje, la comunicación: “El
mundo entero hablaba la misma lengua con las mismas palabras” (Gen 11, 1). La
importancia de una comunicación sin obstáculos es indispensable para una
convivencia humana en el amor y la paz. A propósito, el Cardenal Carlos María
Martini hace una iluminadora interpretación del pasaje evangélico donde se
narra la curación del sordomudo (Mc 7, 31-37). Y, para poderlo explicar con la
mayor claridad, el Cardenal que es un Maestro en Sagrada Escritura, introduce
con una breve interpretación del sentido de la torre de Babel. Se interroga:
¿Es posible un encuentro en Babel? Realmente aquellos tiempos en el que todos
se entendían es un tiempo que se presenta ante nosotros más que para recordar o
añorar, para plantearnos el compromiso de construir una humanidad donde el
lenguaje no sea el del conflicto y de la guerra, sino del entendimiento mutuo
en un diálogo franco, abierto, en el respeto y la fraternidad.
Pero, la torre de Babel significa, aun para
nosotros, el empeño de construir un monumento gigante que supere al mismo
absoluto, para probar así lo que, sin Dios, lo somos capaces de hacer. Pero, lo
que se logró fue el desorden de la violencia, grandes monstruos dividieron a la
humanidad y se desataron las ambiciones de poder. Las lenguas se confundieron y
se rompieron las comunicaciones pacíficas y se desataron las guerras. Explica,
pues, el Cardenal: “Babel representa la imposibilidad de todos los humanos para
hablar entre ellos con un único lenguaje. Evoca señales que se sobreponen
mutuamente, se confunden y se destruyen unas a otras. Babel es el lugar de los
encuentros frustrados: las lenguas no se entienden, se multiplican los
equívocos y las personas no logran encontrarse. Más bien suceden choques,
enfados mutuos; cada cual se lamenta de que el otro no lo comprende” (effatá “Ábrete”, Bogotá 1993, págs.
9-10).
En respuesta a la situación humana
significada en Babel, Jesús se hace presente para acercarse a una humanidad que
es sorda porque no quiere escuchar con respeto al otro, y es muda porque no es
capaz de comunicarse con sinceridad. “Contemplemos a Jesús en el momento en que
está haciendo salir a un hombre de su incapacidad de comunicarse. Se trata de
la curación del sordomudo contada en Mc 7, 31-37” (id. p. 11). Por eso, sólo
los creyentes que, recibiendo al Espíritu Santo, fueron capaces de proclamar el
Evangelio de la paz y, sorprendidos sus interlocutores porque les entendían
cada uno en su propia lengua, exclamaban: “¿Acaso los que hablan no son todos
galileos? ¿Cómo es que cada uno los oímos en nuestra lengua nativa?... Todos
los oímos contar, en nuestras lenguas, las maravillas de Dios” (Hech 2, 5-11).
Pentecostés es la liberación de la confusión de las comunicaciones humanas y la
posibilidad de una nueva humanidad en convivencia de amor, justicia, verdad y
paz. A partir de este salvífico acontecimiento divino, la comunidad cristiana
se presenta como signo real, existencial, en medio de un mundo dividido, de
comunión fraterna: “Los creyentes estaban todos unidos y poseían todo en común.
Vendían bienes y posesiones y las repartían según la necesidades de cada uno”
(Hech 2, 44-45). Eran testimonio de una comunidad de amor, signo de la paz
cristiana. Ésta es la Iglesia, servidora de la paz.
Maracaibo, 26 de julio de 2015
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