Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 14
Tercer domingo de
cuaresma
Dios
nos creó con vocación de libertad y “para ser libres nos liberó el Señor” (Gal 5,1).
Esta gran verdad es revelada en la historia de la salvación, tal como nos lo
trasmite la Sagrada Escritura. Podemos comenzar en el momento cuando Dios se
deja conmover por la difícil situación que vive el pueblo de Israel. Este
pueblo que se refugia en Egipto a causa del hambre, sufre una inhumana
situación de esclavitud por parte del régimen absoluto del Faraón. Ante esta
realidad, Dios se presenta a Moisés para expresarle su descontento y su
decisión de liberar a Israel, porque ha escuchado sus gemidos (cf. Ex 3,1-6).
Es un Dios que irrumpe en la historia y se convierte en el samaritano de la
parábola evangélica. Es Dios que se acerca para liberar al pueblo, porque todo
ser humano ha sido creado para la libertad. Toda esclavitud es, por tanto,
causada por el pecado. De ahí que, la liberación debe incluir la conversión de
los habitantes del pueblo para aceptar la actuación Dios que se expresa por el
profeta elegido.
Este
Dios liberador es el que ha creado al humano a su imagen y semejanza,
haciéndole partícipe de su naturaleza divina, y la Iglesia nos enseña: “La
verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Pues, Dios
quiso dejar al hombre en manos de su propia decisión, de modo que busque sin
coacción a su Creador y, adhiriéndose a
Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección” (Gaudium et spes 17).
Aquí
es donde se enmarca la más significativa experiencia del encuentro de Dios con el pueblo, la Alianza sellada en el monte
Sinaí. Es cuando Dios se entrega como el Dios del pueblo y recibe a Israel como
su pueblo: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto, donde eras
esclavo” (Ex 20,2). Para que el ser humano pueda vivir su libertad, Dios lo
creó en comunión. Aquel que quiera caminar solo se pierde en el desierto, el
camino hacia libertad se hace como pueblo. Así es como, en este acto amoroso de
la Alianza, el Dios del pueblo le entrega unas leyes que escribe en el corazón
de cada ser humano para que le sirva de ayuda, de modo que viva la libertad en
la comunión (Ex 20,1-17).
De
esta manera podrá vivir en relación de hijo, amando a su Dios y obedeciendo sus
deseos amorosos. Y entre sí, en una relación fraterna. Y como señor de todo lo
creado: “La Sagrada Escritura enseña que el hombre ha sido creado a imagen de
Dios, capaz de conocer y amar a su Creador y que ha sido constituido por Él señor
de todas las criaturas terrenas para regirlas y servirse de ellas glorificando
a Dios” (Gaudium et spes 12). Esta
Alianza llega a su culmen con la entrega del Hijo amado en la cruz, ahí se
sella la nueva y definitiva Alianza. Este acontecimiento salvífico convierte a
toda la humanidad en el pueblo de Dios.
San
Pablo nos enseña que “Cristo nos dio la libertad para que seamos libres. Por
tanto, manténganse firmes en esa libertad y no se sometan otra vez al yugo de
la esclavitud” (Ga 5,1). Más adelante nos dice que tenemos vocación de
libertad. Sin embargo, esta libertad sólo se vive auténticamente en el amor
(cf. Gal 5,13). Es que la Alianza cristiana tiene su cumplimiento en la cruz,
máxima manifestación del amor. Por eso, a la única ley a la que debemos
someternos es a la del amor: “Porque toda la ley se resume en este solo
mandato: ama a tu prójimo como a ti mismo. …si ustedes se muerden y se comen
unos a otros, llegarán a destruirse” (Gal 5,14-15).
Siguiendo
esta verdad revelada, la Iglesia enseña que la libertad, así como todos los
valores humano-cristianos, se fundamenta en el acontecimiento del misterio
pascual de Cristo: la entrega de su vida y su recuperación en la resurrección.
De esta manera entiende la libertad como don y tarea. Se va construyendo en el
proceso histórico disponiéndonos a ir hacia la comunión y la participación,
hasta su meta definitiva: la fraternidad universal en la casa de comunión del
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Quiero
concluir esta breve reflexión con un texto maravilloso del documento de Puebla,
muy apropiado para este tiempo: “…la dignidad del hombre verdaderamente libre
que no se deje encerrar en los valores del mundo, particularmente en los bienes
materiales, sino que, como ser espiritual, se libere de cualquier esclavitud y
vaya más allá, hacia el plano superior de las relaciones personales, en donde
se encuentra consigo mismo y con los demás. La dignidad de los hombres se
realiza aquí en el amor fraterno, entendido con toda la amplitud que le ha dado
el Evangelio y que incluye el servicio mutuo, la aceptación y promoción
práctica de los otros, especialmente de los más necesitados” (Puebla 324).
Maracaibo, 8 de marzo de
2015
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