Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal
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XIV Domingo Ordinario
Mons. Ovidio Pérez Morales describe a la Iglesia
que se quiere construir desde el Concilio Plenario de Venezuela (CPV) con estas
notas renovadoras: Comunional, Solidaria, Profética, Santa, Misionera, Formadora,
Inculturada y Dialogante. Esto nos ayuda a enfocar nuestra pastoral, como lo
enseña el Cardenal Carlos María Martini (Para
vivir la Palabra, Madrid 2000), en tres puntos fundamentales: la primacía
de la Palabra, la centralidad de la Eucaristía y la urgente vivencia de la
Caridad. Pero la acción de la Iglesia no se fragmenta, la Iglesia comunión nace
del anuncio profético de la Palabra de Dios y se expresa sacramentalmente en la
Eucaristía que se vive en la Caridad. Toda la existencia cristiana es una
prolongación de la Eucaristía.
Así se
proyectan los documentos de nuestro Concilio Plenario, que Mons. Pérez Morales
los agrupa desde seis dimensiones: anuncio, catequesis, liturgia, comunidad,
nueva sociedad y diálogo. A mi parecer, los tres primeros documentos son
pilares que fundamentan la vida de la
Iglesia en Venezuela: una Iglesia Profética (La Proclamación Profética del Evangelio de Jesucristo en Venezuela –
PPEV), una Iglesia Comunión (La Comunión
en la Vida de la Iglesia en Venezuela – CVI) y una Iglesia
Servidora-Dialogante (La Contribución de
la Iglesia a la Gestación de una Nueva Sociedad – CIGNS). Una Iglesia así,
puede responder a su misión en la catequesis, la vida consagrada, la vida de
los ministros ordenados, la vida de los laicos, la liturgia, las diferentes
instancias de comunión y participación, al diálogo ecuménico; a las pastorales
vocacional, juvenil, de educación, de los medios de comunicación y de la
familia, y a la evangelización de la cultura.
Pero,
ante el pueblo venezolano, en el CPV, la Iglesia quiere ser profeta. Este es su
primer desafío: “A la Iglesia en Venezuela se le exige una proclamación
decidida y profética de la Buena Noticia de la Salvación que genere conversión
y vida coherente con el Evangelio, que renueve la vocación misionera de todo
bautizado y aliente su compromiso para transformar la realidad” (PPEV 103). Esta
no es una tarea fácil, en medio de un pueblo en plena crisis socio-política,
consecuencias de graves errores y pecados. La Iglesia denuncia, entre otras
cosas, que “la realidad social que se ha venido gestando y reforzando en esta
época, y en la que estamos inmersos, está lejos del ideal evangélico. De hecho,
se da un deterioro en todos los planos. Cada vez son más los excluidos de los
beneficios que el progreso está llamado a crear y multiplicar. La globalización
de la economía produce la globalización de la injusticia social. Son evidentes
las inmensas deficiencias y desigualdades en las oportunidades que tienen
personas e instituciones sociales en este ámbito. Así como hay una minoría de
personas que lleva una vida refinada y suntuosa, las grandes mayorías están
condenadas, aun antes de nacer, a quedar fuera del banquete de la vida” (PPEV
28).
Al tema
de la dimensión profética de la Iglesia va dirigida la presente reflexión,
apoyándome en este primer documento del CPV. Sabemos por la experiencia de los
profetas de la antigua Alianza y por la propia persona profética de Jesús, que
esta misión no es fácil, porta consigo una vida profundamente conflictiva.
Porque la reacción de quienes no aceptan el mensaje que interpela y llama a la
conversión, es muchas veces violenta. El mismo Jesús lamenta que los profetas
son rechazados incluso por su pueblo y su propia familia (cf. Lc 4,24; Mt
13,57; Mc 6,4).
El
profeta no es quien adivina el futuro. Sin embargo, es una persona con una
profunda capacidad de conocer la realidad de su pueblo y de interpretarla a la
luz del designio de Dios. Con una mirada limpia a los más grandes
acontecimientos de su pueblo, puede prevenir un futuro que es positivo si el
comportamiento de los protagonistas es coherente a la voluntad de Dios y fiel a
la Alianza, o negativo cuando se actúa en el pecado, en la maldad, en contra de
la dignidad de la persona humana, cuando se vive en la violencia y se responde
a otras voluntades, convirtiendo en dioses al poder, a las riquezas o a los
placeres
En este mismo sentido, el documento de Puebla
es iluminador: “En la fuerza de la consagración mesiánica del bautizado, el
pueblo de Dios es enviado a servir al crecimiento del Reino en los demás
pueblos. Se le envía como pueblo profético que anuncia el Evangelio o discierne
las voces del Señor en la historia. Anuncia dónde se manifiesta la presencia de
su Espíritu. Denuncia dónde opera el misterio de iniquidad, mediante hechos y
estructuras que impiden una participación más fraternal en la construcción de
la sociedad y en el goce de los bienes que Dios creó para todos” (Puebla 267).
Los
relatos vocacionales que los mismos profetas de la Antigua Alianza nos brindan
con sus escritos son los que nos indican las cualidades de un profeta. La
misión de profeta no se adquiere como profesión, por elección propia. Nadie
elige ser profeta, el profeta lo es por vocación divina. Es Dios quien elige a
sus profetas y es el mismo Señor quien le da las gracias que necesitan para
cumplir tan difícil misión. Este llamado es iniciativa de Dios, la respuesta
libre es una entrega de fe, confianza que transforma totalmente su vida y se
convierte en un enviado (misionero). Claro que la respuesta es libre, pero el
llamado es insistente, no acepta excusas. Por ejemplo, a la objeción de Jeremías
de que es apenas un muchacho y no sabe expresarse bien (cf. Jr 1,6), el Señor
le responde: “No digas que eres muy joven. Tú irás a donde yo te mande, y dirás
lo que yo te ordene” (Jr 1,7). Porque la tarea del profeta no es propia, es el
mensaje de Dios el que debe anunciar al pueblo. El profeta es quien habla en
nombre de Dios. Por él, el Señor vive en continua comunicación con su pueblo,
es su guía, es su compañero de camino, es su orientador y es quien lo corrige y
lo prueba.
El
profeta es un servidor público. Está entregado al servicio del pueblo. Por eso
tiene un profundo conocimiento de todo lo que es el pueblo, sus aspiraciones,
sus necesidades, sus ilusiones, sus aciertos y sus errores, su manera de
concebir la vida social, sus costumbres y tradiciones, sus creencias y sus
sueños más profundos. Nada de lo que es humano le es indiferente. La experiencia
de Dios y todo lo que Éste quiere para su pueblo debe proclamarlo con el
lenguaje del pueblo. El profeta, pues, se da al pueblo, aun cuando éste sea muy
hostil. A Ezequiel, por ejemplo, dice Dios: “Hijo del hombre, yo te envío a los
israelitas, a un pueblo rebelde, que se ha sublevado contra mí. Ellos y sus
padres me han traicionado hasta el día de hoy. También sus hijos son testarudos
y obstinados. A ellos te envío para que les comuniques mis palabras. Y ellos,
te escuchen o no, porque son una raza rebelde, sabrán que hay un profeta en
medio de ellos” (Ez 2,3-5).
El
profeta es un servidor de la Palabra de Dios. Por eso es un místico, una
persona profundamente espiritual, en contacto íntimo con Dios, es primeramente
un oyente de la Palabra comunicada por el Señor. Como Isaías, que todas las
mañana está atento para escuchar dócilmente al Señor que lo instruye (cf. Is
50,4-5). Muchas veces esa Palabra es dulce y consuela (cf. Is 51). Pero, otras
veces pega a la conciencia: “La Palabra de Dios tiene vida y poder. Es más cortante
que cualquier espada de doble filo, penetra hasta lo más profundo del alma y
del espíritu, hasta lo más íntimo de la persona; y somete a juicio los
pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreo 4,12). Como dice Isaías:
“Convirtió mi lengua es espada afilada, me escondió bajo el amparo de su mano,
me convirtió en una flecha aguda y me guardó en su aljaba” (Is 49,2).
Es que
cuando la Palabra de Dios se encuentra con la situación humana, el error y el
pecado quedan al descubierto y se produce el conflicto. Por eso, el profeta no
es querido, su presencia y su misión es incómoda, acusa la conciencia y provoca
el disgusto. Pero no es eso lo que busca el profeta, él quiere que el pueblo se
convierta y vuelva a Dios. Aquí la experiencia del profeta campesino Amós es
emblemático: “Amasía, sacerdote de Betel, mandó a decir a Jeroboam, rey de
Israel: ‘Amós anda entre la gente de Israel, conspirando contra Su Majestad. El
país ya no puede soportar que siga hablando…’. Luego, Amasía le ordenó a Amós: ‘¡Largo de aquí,
profeta! Si quieres ganarte la vida profetizando, vete a Judá; pero no
profetices más en Betel, porque es santuario del rey y templo principal del
reino’. Pero Amós le contestó: ‘Yo no soy profeta, ni pretendo serlo. Me gano
la vida cuidando ovejas y cosechando higos silvestres, pero el Señor me quitó
de andar cuidando ovejas, y me dijo: ‘Ve y habla en mi nombre a mi pueblo
Israel’. Por lo tanto, oye la Palabra del Señor” (Amós 7,10-16).
Amós,
como todos los profetas, habla fuerte, denuncia la situación inhumana porque es
contraria a la voluntad de Dios: “Oigan esto, ustedes que oprimen a los humildes
y arruinan a los pobres del país” (Amós 8,4). Por cierto, uno de las
tentaciones de un profeta es el miedo y la seducción del poder. Los poderosos
atacan, amenazan, pero, muchas veces seducen queriendo ganarse al profeta para
que se ponga a su servicio. Pero, un verdadero profeta obedece y confía en el
Dios verdadero. Esta fue, por ejemplo, la experiencia de Amós. La Iglesia
venezolana, por su parte, confiesa “que, en no pocos casos, hemos perdido la
mordiente profética de nuestra fe. Hemos perdido empuje y no nos dejamos llevar
suficientemente por la fuerza transformadora y vigorosa del Evangelio. Muchas
veces Cristo no ha sido el centro de la predicación. No siempre hemos hablado
debidamente. No siempre hemos dado testimonio, con la vida de cada día, de lo
que predicamos. Más bien hay signo de que, a veces, nos hemos plegado al
materialismo y al consumo dominante. Hay ruptura entre fe y vida” (PPEV 27).
También, a veces, hay quienes, por miedo o conveniencia, prefieren convertirse
en defensores del régimen de turno.
Jesús es
el Profeta. Él es el ungido por el Espíritu Santo y el enviado por el Padre, el
Evangelio de Dios para los pobres. Proclama la liberación a los oprimidos y
centra su predicación en el Reino de Dios. Aún más, Él es la Profecía. Aquél de
quien profetizaban los profetas (cf. Lc 4,16-22). El Profeta que tenía que
venir, a quien el Bautista anunció ya presente en medio de los hombres. Como lo
afirma la Iglesia, “a las palabras Jesús unió los hechos: acciones maravillosas
y actitudes sorprendentes que muestran que el Reino anunciado ya está presente,
que Él es el signo eficaz de la nueva presencia de Dios en la historia, que es
el portador del poder transformante de Dios, que su presencia desenmascara al
maligno, que el amor de Dios redime al mundo y alborea ya un hombre nuevo en un
mundo nuevo” (Puebla 191).
Debemos
tener mucho cuidado al tratar de identificar a Jesús como un profeta como los
demás. De hecho, algunos creían que era Juan el Bautista, Elías, Jeremías a
algún otro profeta (cf. 16,14). Pero Jesús, como lo confiesa Pedro, es el
Mesías, el Hijo de Dios vivo (cf. Mt 16,16). Sin embargo, Jesús se presenta con
un mensaje específico, el Reino de Dios, con un llamado a la conversión, con
una pastoral de salida, peregrino constante, testimoniando la verdad que
predica, con un programa existencial concreto y apasionante. Jesús es un
Profeta de excepción, que llama a construir comunidad y a seguir sus pasos. Ese
talante de Profeta es vivido hasta las últimas consecuencias, hasta dar la vida
en la cruz y realizar ahí la esperanza liberadora del pueblo.
Jesús es el Hijo que revela al Padre, el
Mesías liberador que colma la esperanza del pueblo, el Profeta que realiza la
promesa anunciada por los profetas, el Mártir que habla de vida desde la cruz y
triunfa en la resurrección. La existencia de Jesús es definida en el Amor y así
también quiere que nos identifiquemos sus seguidores. Es un servidor entregado,
no se reserva nada, muere amando hasta a sus mismos verdugos. La reconciliación
que vino a realizar la hizo desde la ofrenda de su vida, por eso muere
perdonando. Es el Profeta que da vida (en abundancia) dando la suya. La
resurrección es la respuesta definitiva, la manifestación de su Reino.
Para la Iglesia Latinoamericana, en la IV
Conferencia en Santo Domingo, Jesucristo es el Evangelio del Padre, “el centro
del designio amoroso de Dios” (Santo Domingo 3). Además, Jesucristo es el
evangelizador viviente en su Iglesia: “Toda evangelización parte del mandato de
Cristo a sus apóstoles y sucesores, se desarrolla en la comunidad de los
bautizados, en el seno de comunidades vivas que comparten su fe, y se orientan
a fortalecer la vida de adopción filial en Cristo, que se expresa
principalmente en el amor fraterno” (Santo Domingo 23). Aún más, Jesucristo es
la misma vida y esperanza de nuestros pueblos, “Él nos da la vida que deseamos
comunicar plenamente a nuestros pueblos para que tengan todos un espíritu de
solidaridad, reconciliación y esperanza” (Santo Domingo 288). Así entiende la
Iglesia su misión profética.
El CPV busca renovar su misión de
evangelizadora y profética en esta Venezuela del siglo XXI. En su primer
documento concentra se atención en cuatros puntos esenciales. Primero, el
principio fundamental es que Jesucristo es la respuesta a las interrogantes y
aspiraciones de los seres humanos. Es una misión al servicio de la salvación de
las personas humanas. A ellas es anunciado Cristo como modelo de vida
auténtica. La Iglesia desea que la humanidad acepte y viva el proyecto del
Evangelio.
Como segundo punto, la fe encarnada en las
culturas. Ciertamente, desde el Concilio Vaticano II, con un impulso extraordinario
de Pablo VI y su Evangelii nuntiandi,
asumida por las Conferencias de la Iglesia Latinoamericana, la evangelización
de las culturas forman parte principal de la misión. Para nuestro concilio
venezolano, “incultura es insertar la fe cristiana en el alma de una cultura
para que sea asimilada y re-expresada por esas culturas de modo propio y
original y se convierta en una dimensión fundamental de su vida y de su
pensamiento. La evangelización busca que la fe cristiana sea fermento que ponga
en crisis, dinamice y oriente las culturas a las que se anuncia el Evangelio” (PPEV
97).
Un tercer punto, la religiosidad popular a la
que hay que enriquecer más con el mensaje del Evangelio. Y, por último, la
vocación misionera de la Universidad, con los criterios indicadores de Juan
Pablo II en la Ex corde ecclesiae.
Maracaibo, 5 de julio de 2015
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