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Allí
donde haya una sociedad, de cualquier índole que sea, hace falta una autoridad,
que encauce las energías y los esfuerzos de los miembros hacia el bien común,
que es un bien para todos. La falta de autoridad origina que los esfuerzos
individuales sean dispersos y caóticos,
cuando no opuestos entre sí. Y esto vale para una familia, una empresa
productora, un municipio, un país y una comunidad supranacional.
“La Iglesia
se ha confrontado con diversas concepciones de la autoridad, teniendo siempre
cuidado de defender y proponer un modelo fundado en la naturaleza social de las
personas” (PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZ. Compendio de la doctrina
social de la iglesia. N. 393).
La doctrina de que la autoridad es natural y necesaria para
cualquier sociedad responde a la enseñanza bimilenaria del cristianismo acerca
del orden social. « En efecto, como Dios ha creado a los hombres sociales por
naturaleza y ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a
todos y a cada uno con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común,
resulta necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija; una
autoridad que, como la misma sociedad, surge y deriva de la naturaleza, y, por
tanto, del mismo Dios, que es su autor ». (S. JUAN XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 269; cf. LEÓN XIII,
Carta enc. Inmortale Dei, 120).
En la sociedad política es evidente la necesidad de la
autoridad, en razón de las tareas que le corresponden, como elemento
insustituible de la convivencia civil (Cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA,
1897; S. JUAN XXIII, Carta enc. Pacem in
terris, 279).
Que la autoridad política sea siempre necesaria no legitima
el poder absoluto ni la tiranía. “La autoridad política debe garantizar la vida
ordenada y recta de la comunidad, sin suplantar la libre actividad de los
personas y de los grupos, sino disciplinándola y orientándola hacia la
realización del bien común, respetando y tutelando la independencia de los sujetos
individuales y sociales. La autoridad política es el instrumento de
coordinación y de dirección mediante el cual los particulares y los cuerpos
intermedios se deben orientar hacia un orden cuyas relaciones, instituciones y
procedimientos estén al servicio del crecimiento humano integral”. (PONTIFICIO
CONSEJO JUSTICIA Y PAZ. Compendio de la doctrina social de la
iglesia. N. 394).
Hay unas exigencias jurídicas y morales para el ejercicio de
la autoridad política, «en efecto, así
en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas, debe
realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar el bien
común, concebido dinámicamente, según el orden jurídico legítimamente
establecido o por establecer. Es entonces cuando los ciudadanos están obligados
en conciencia a obedecer » (CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, 74). Y si no se
respetan esas exigencias no hay ninguna obligación en conciencia de obedecer.
El pueblo tiene la facultad
soberana de elegir a sus gobernantes y de fiscalizar su gestión y “conserva
la facultad de ejercitarla en el control de las acciones de los gobernantes y
también en su sustitución, en caso de que no cumplan satisfactoriamente sus
funciones. Si bien esto es un derecho válido en todo Estado y en cualquier
régimen político, el sistema de la democracia, gracias a sus procedimientos de
control, permite y garantiza su mejor actuación” (PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y
PAZ. Compendio de la doctrina social de la iglesia. N. 395).
Son imperativos de justicia, no de mera popularidad. “El
solo consenso popular, sin embargo, no es suficiente para considerar justas las
modalidades del ejercicio de la autoridad política” (Cf. S. JUAN PABLO II,
Carta enc. Centesimus Annus, 46; S.
JUAN XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 271).
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