Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 5
Primer
domingo de Navidad
El 25 de diciembre es el día solemne
de la Navidad del Señor. La Virgen ha dado a luz a Jesús, el Hijo de Dios. Este
acontecimiento histórico es central en la fe cristiana. El nombre hebreo
“Jesús”, aunque común en su cultura, en Él guarda un gran misterio. Este nombre
significa “Dios salva”. Ciertamente, la persona de Jesús es la presencia de
Dios que salva a la humanidad del pecado y sus consecuencias. También le dan el
nombre de “Emmanuel” (cf. Mt 1,23; Is 7,14), que quiere decir
“Dios-con-nosotros”. Este es el misterio revelado en la persona de Jesucristo, “la
imagen del Dios invisible” (Col 1,15). Quien ve y ama al Hijo, ve y ama al
Padre eterno que, con el Espíritu Santo, es una Comunidad de Amor. Tres
personas íntimamente relacionadas en el amor perfecto, que es un solo Dios. Por
eso, Dios no es soledad, es familia (Juan Pablo II, citado por Puebla 582),
comunión de amor.
El domingo siguiente a la Navidad,
celebramos la grandeza humana y divina de la familia ante la bella imagen de la
Sagrada Familia de Nazaret, la familia de Jesús, con su padre José y su madre
María. Una excelente manera de contemplar cómo Dios, por y en el Hijo humanado,
asume, bendice y dignifica tan grande realidad y la llena de un significado
espiritual trascendente. Esta fiesta nos motiva a reflexionar sobre la visión
cristiana de la familia, uno de los dones fundamentales que nos ha dado nuestro
Creador. Porque Dios-Amor, es autor y modelo de la familia: Él “no creó al
hombre solo: en efecto, desde el principio los
creó hombre y mujer (Gén 1,27). Esta asociación constituye la primera forma
de comunión entre personas. Pues, el hombre es, por su íntima naturaleza, un
ser social y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con
los demás” (Gaudium et spes 12). Y la
familia es su más excelsa expresión.
La Iglesia latinoamericana, en el
documento de Puebla, nos ofrece una síntesis maravillosa que nos sirve de
referencia para esta reflexión. Ciertamente, también debemos buscar en el
misterio de Dios la naturaleza de la familia. Porque “la familia cristiana
cultiva el espíritu de amor y de servicio. Cuatro relaciones fundamentales de
la persona encuentran su pleno desarrollo en la vida de la familia: paternidad,
filiación, hermandad, nupcialidad. Estas mismas relaciones componen la vida de
la Iglesia: experiencia de Dios como Padre, experiencia de Cristo como hermano,
experiencia de hijos en, con y por el Hijo, experiencia de Cristo como esposo
de la Iglesia. La vida en la familia reproduce estas cuatro experiencias
fundamentales y las participa en pequeño; son cuatro rostros del amor humano”
(Puebla 583).
Ahora bien, estos cuatro rostros humanos
del amor son signos sacramentales de Dios: El amor del papá y la mamá actualiza
misteriosamente el amor del Padre eterno. De manera que, al ver a un papá y a
una mamá amando a sus hijos, vemos al Padre eterno con su divino amor.
Igualmente, cuando vemos a los esposos amándose mutuamente, vemos cómo Cristo
ama a su Iglesia y cómo la Iglesia ama a Cristo, que es el misterio sacramental
del matrimonio al que se refiere san Pablo (cf. Ef 5,21-33).
De
la misma manera vemos el amor del Hijo de Dios, por el Espíritu de amor, amando
al Padre, cuando los hijos aman a sus padres. También aquí conviene recomendar
los mismos deberes familiares que san Pablo da a los efesios, aunque en un
contexto diferente al nuestro: “Hijos, obedezcan a sus padres como agrada al
Señor. Porque esto es justo… y ustedes, padres no maltraten a sus hijos, sino
más bien edúquenlos con la disciplina y la instrucción que quiere el Señor” (Ef
6,1-4). Y, no hay manifestación más clara del Reino de Dios, que el amor mutuo
entre los hermanos. La experiencia nos dice que la felicidad más grande de los
padres consiste en observar que sus hijos se aman entre sí.
Los
venezolanos estamos acostumbrados a reconciliarnos en el interior de la familia
en estos tiempos de navidad, para que, cuando el reloj marque el primer segundo
del nuevo año, podamos abrazarnos sin reservas, con libertad y sinceridad, con
cariño y amor, con el deseo de que reine la felicidad para todos. Feliz años,
atrás se queda los harapos del pecado y de los errores, de las ofensas y
equivocaciones, de los resentimientos y odios; para revestirnos de personas
nuevas y comenzar un renovado estilo de vida en familia, siguiendo los
criterios del Evangelio de Jesús. La verdad más grande es el amor revelado por
el Hijo de Dios quien, al nacer en la familia de María y José, nos abraza y nos
hace participes de su Sagrada Familia.
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