Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Pronto a celebrar la esperada fiesta de Navidad, la
liturgia del cuarto domingo de Adviento
nos invita a contemplar el acontecimiento que hizo pleno el tiempo, la
encarnación del Hijo de Dios en el seno de María. Así se da cumplimiento al
designio eterno de Dios (Rom 16,25-27). La mayor significación de este misterio
está en el hecho de que “en Cristo y por Cristo, Dios Padre se une a los
hombres. El Hijo de Dios asume lo humano y lo creado restablece la comunión
entre su Padre y los hombres. El hombre adquiere una altísima dignidad y Dios
irrumpe en la historia humana, vale decir, en el peregrinar de los hombres
hacia la libertad y la fraternidad, que aparecen ahora como un camino hacia la
plenitud del encuentro con Él” (Puebla 188).
El acontecimiento se realiza en una mística visita del
mensajero de Dios a una sencilla joven de un pequeño pueblo de Galilea, llamado
Nazaret. Aunque el buen rey David quiere construir un monumental Templo como
habitación de Dios, Éste prefiere habitar entre nosotros en el seno limpio y
puro de una muchacha que, declarándose sierva del Señor, se convierte, por la
gracia del Espíritu Santo, en la humilde Madre del Salvador. Sin embargo,
siendo pobre la familia de María, goza de la estirpe mesiánica, la del rey
David que se comunica por su prometido, el carpintero José. Por eso, a Jesús
suelen llamarlo Hijo de David, porque hace realidad aquella promesa hecha al
propio David de que su reino será eterno (2Sam 7,16).
Este encuentro del Ángel y María, tan simple a los ojos
del mundo, es un acto de grandeza humana. Si como imagen del Creador, la
persona humana adquiere una alta dignidad por la participación divina; esta
dignidad aumenta aún más cuando el Hijo del eterno Padre participa de nuestra
naturaleza humana. Es un maravilloso intercambio de dones, Dios ofrece a su
Hijo para que nosotros nos ofrezcamos al Padre y restablezcamos la comunión que
habíamos perdido por el pecado. En el Hijo encarnado, se realiza la comunión de
la divino con lo humano. La reconciliación de la Persona divina con las personas
humanas.
Para el Apóstol, la encarnación de Cristo, haciendo
crecer la dignidad humana, es un gesto de humillación y entrega que se concreta
en la total ofrenda de amor en la cruz: “…A pesar de su condición divina, no
hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y
tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como
un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una
muerte de cruz” (Flp 2,6-8). Es la revelación plena del amor del Padre que no
quiere que ningún hijo se pierda, sino que viva eternamente. Este misterio
explica por qué Jesús vive la entrega contante de su existencia que lo conduce
al amor mayor, el sacrificio de la cruz, que le gana la victoria al pecado por
el triunfo de la vida.
¿Cómo
responder nosotros a tan grande amor? He aquí la cuestión fundamental de
nuestra fe en el Hijo encarnado. La respuesta de fe es el acercamiento cada vez
más sincero a Jesús. Recibirlo en nosotros para que, en y por nosotros, Él siga
revelando a la humanidad su amor. Debemos dejar que actúe por nuestras obras.
Así como lo hizo en su encarnación, siga sanando a los enfermos, sirviendo a
los más pobres, bendiciendo a los niños, dignificando a las mujeres, acogiendo
al que no tiene donde vivir, compartiendo con generosidad para que no sufran
los necesitados, practicando la justicia, educando para la paz, valorando a las
familias. En fin, que, por nuestras acciones y testimonio, Jesús siga actuando
su salvación, encarnado en el mundo concreto en el que vivimos.
La
Iglesia, sacramento de salvación, es la presencia encarnada del Hijo. Por eso,
“solidarios con los sufrimientos y aspiraciones de nuestro pueblo, sentimos la
urgencia de darle lo que es específico nuestro: el misterio de Jesús de
Nazaret, Hijo de Dios. Sentimos que esta es la
fuerza de Dios (Rom 1,16) capaz de transformar nuestra realidad personal y
social, y de encaminarla hacia la libertad y la fraternidad, hacia la plena
manifestación del Reino de Dios” (Puebla 181).
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