SOLEMNE EUCARISTIA
CON OCASIÓN DE LA BAJADA DE N. SRA. DE CHIQUINQUIRÁ.
26 DE OCTUBRE DEL AÑO 2013.
MARACAIBO
La hermosa
celebración de la “bajada” de la venerada imagen de Nuestra Señora de
Chiquinquirá, es una oportuna ocasión para reafirmar nuestra fe en el fruto
bendito de su vientre, Jesús el Hijo de Dios y Salvador de la humanidad. El es
la luz que nos ilumina en nuestro caminar y en el cumplimiento de la misión de
la Iglesia, que es anunciar su Evangelio de Vida y Libertad. En el marco del
Año de la Fe y en vísperas del Congreso Misionero de América, esta celebración
adquiere un especial resplandor: sus destellos nos permitirán, ciertamente,
profundizar en algunos aspectos de nuestra vida como creyentes y permitirá
seguir afinando nuestro compromiso como discípulos de Jesús y misioneros de su
Evangelio.
La riqueza de la
Palabra de Dios, recién proclamada, nos ofrece, entre muchos, tres elementos
que nos permiten reafirmar nuestro ser de creyentes. En primer lugar, tenemos
la oportunidad de volver a sentir que somos miembros de una Iglesia que se ha
comprometido con la obra de salvación de la humanidad. Para ello, el texto del
libro del Apocalipsis nos invita a contemplar a la Iglesia como el pueblo nuevo
que se ha elegido Dios, mediante el cual el Señor sigue haciendo nuevas todas
las cosas. No es sino el efecto de la misión evangelizadora. Para que esto se
pueda dar, contamos con el “Sí” de una mujer sencilla, quien recibió la fuerza
del Espíritu Santo para convertirse en la Madre del Altísimo. Este es,
precisamente, quien, con su entrega, inauguró la nueva creación, y le entregó a
la Iglesia la tarea y la responsabilidad de hacerla permanente en la historia
de la humanidad. Ello requiere, por otra parte, una actitud de apertura y de
continua conversión, lo cual es tipificado como “sabiduría”. Es la sabiduría de
Dios, presente y actuante en cada uno de los creyentes, la que permitirá que se
siga haciendo los cielos nuevos y la nueva tierra de la que nos hace mención la
Escritura Santa.
María es ejemplo de
sabiduría. El relato evangélico de la Anunciación así nos lo demuestra. Al
recibir el anuncio del Ángel, y mostrarle la aparente dificultad que poseía, no
cerró su espíritu y culminó diciendo “Aquí está la esclava del Señor, hágase en
mí según tu palabra”. Sólo una persona llena de la sabiduría de Dios es
capaz de no asustarse y de responder como lo hizo María. La sabiduría es fruto
de la sintonía que existe entre la persona y Dios. Por eso, “llena de
gracia”, María se arriesgó y se lanzó en la aventura de la fe, para así
convertirse en la Madre de Dios.
Es la “sabiduría”
de María la que le llevará a dar su “Sí” a Dios manifestado en la
aparición del Ángel. Durante toda su vida, María se va a caracterizar por ser
la “mujer sabia” por excelencia: irá guardando lo que va descubriendo de
su Hijo en el corazón amoroso de Madre, lo presentará como Aquel a quien hay
que hacer lo que indique, será puesta como modelo de cumplimiento de la
voluntad del Padre, y en El Calvario, no dudará en acompañar al Hijo y asumir
en su dolor la tarea de ser Madre de la humanidad. Finalmente durante la
experiencia de Pentecostés, supo transmitir a los discípulos de Jesús la
experiencia de vida que había tenido con Él. Desde esta perspectiva, podemos descubrir
continuamente que es la evangelizadora por excelencia. Mujer sabia que supo
estar en comunión con su Hijo y asumir la tarea de presentarlo como el Salvador
de la humanidad. Así ha sido en el correr de los siglos, cuando la Iglesia se
ha nutrido de su maternal intercesión por medio de las diversas advocaciones
que adornan su figura.
María es modelo de lo
que debe ser la Iglesia. Esta es el pueblo de Dios que peregrina a lo largo de
los tiempos junto con la humanidad. En ese peregrinaje anuncia el Evangelio y
construye el Reino de Dios. Para ello recibe la fuerza del Espíritu, como María
la recibió de manera particular. Con dicha fuerza, la Iglesia se convierte en
cooperadora de Jesús en la obra de salvación. Por eso, como lo enseña el
Concilio Vaticano II, se convierte en sacramento universal de salvación. Con
esta cualidad especialísima, la Iglesia hace presente en el mundo de hoy la
nueva creación. Es la potestad de renovar todo para hacer que Jesús sea cabeza
de la misma Iglesia y de la humanidad. Es lo que Pablo denomina “recapitular
todo en Cristo”.
La Iglesia hace
posible en la historia lo que profetiza el Apocalipsis: “Ésta es la
morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos”. Así se reitera
el milagroso prodigio de la encarnación, por medio del cual la Palabra se
encarnó y acampó en medio de la misma humanidad. Es lo que debe hacer la
Iglesia: prestar su ser de pueblo de Dios para que, al igual que María con su
Hijo, Jesús se siga haciendo presente en medio de la sociedad de cada nación y
cultura con su fuerza liberadora. Esta fuerza liberadora apunta a que todo ser
humano se convierta en un hombre nuevo, a imagen del Señor Jesús. Al cumplir
con esta tarea, la misma Iglesia está poniendo en práctica lo que le ordenó el
Señor a los discípulos antes de la Ascensión: Salir al encuentro de todos para
convertirlos en discípulos, bautizarlos, es decir transformarlos en hijos de
Dios, educarlos en la fe y conducirlos al encuentro definitivo con Dios Padre.
Es el mandato evangelizador.
Con este mandato de evangelizar, la Iglesia no se
escapa del mundo. Sin ser del mundo, sin embargo, en él hace realidad la nueva
creación con la que se pueden ir adelantando los cielos nuevos y la nueva
tierra. Esto implica el compromiso integral de la Iglesia por hacer de la
sociedad un ámbito donde predomine el amor de Dios, con sus consecuencias de
justicia, libertad, paz, fraternidad y solidaridad. De allí que la misión de la
Iglesia no se reduzca sólo a cosas simplemente religiosas o de carácter
espiritualista: su preocupación, como nos enseña el Concilio Vaticano II es
hacia todo el hombre y hacia todos los hombres, sin discriminación. Al apuntar
sus acciones para que ellos se conviertan en hombres nuevos, no sólo les está
brindando los elementos necesarios para su salvación (novedad de vida,
según Pablo, Rom. 6,4), sino que también estará haciendo patente y real el
cumplimiento de la voluntad del Padre Dios.
Todo esto exige de la
Iglesia y de cada uno de sus miembros asumir la misma actitud de María: “Hágase
en mí según tu Palabra”. Es decir, aceptar la misión que se le ha
entregado para el bien de la humanidad y para manifestar la auténtica gloria de
Dios. Con el “sí” continuo de la Iglesia, Jesús se sigue dando a conocer
como la Palabra de Vida; Jesús se presenta como el verdadero dador de gracia y
sanación espiritual; Jesús se sigue manifestando como el Dios de la
misericordia que todo lo perdona; Jesús se presenta como el alimento de
salvación para los seres humanos; Jesús se sigue mostrando como el Pastor Bueno
que quiere la unidad de todos en un solo rebaño bajo el único cayado de su
amor; Jesús se presenta como Aquel que es el mismo ayer hoy y siempre.
Así pues, esta fiesta
de María, en su advocación de Chiquinquirá, con el cariñoso apelativo de “Chinita”,
llega a ser un momento oportuno, “kairós”, para que volvamos a
repensarnos como herederos suyos en el sabio cumplimiento de la Palabra de
Dios, a fin de reafirmar nuestra vocación de Iglesia evangelizadora y para que,
en el hoy de nuestra historia, seamos cooperadores en la obra de la nueva
creación-salvación iniciada por Jesús y que día a día debe ir alcanzando su
perfeccionamiento.
Desde esta
perspectiva, en el marco del año de la fe que hemos venido celebrando y en
vísperas del Cam-Comla ¿Qué nos dice el Espíritu? ¿Qué nos dice el ejemplo de
María? ¿Qué hemos de hacer? Se trata de buscar luces para nuestra identidad
cristiana y nuestro quehacer como discípulos misioneros del Señor Jesús.
El momento actual de
nuestra vida como creyentes y miembros de la Iglesia está bien signado por la
contradicción. Hay violencia de todo tipo alrededor del mundo. No escapamos a
ello en nuestras comunidades. Violencia que tiene su origen en el egoísmo y en
el materialismo, frutos del individualismo y del relativismo ético. La
violencia no es sólo la de las armas o la de los delincuentes. Es todo tipo de
acción negativa que atenta contra la dignidad de la persona humana: así,
entonces es violencia el desprecio del inmigrante, el mal trato a los
demás, el engaño al cónyuge, el descuido de la educación de los hijos, el
valerse de las posiciones sociales para profundizar las brechas existentes en
la sociedad… A esto se añaden la violencia de la pornografía, de la
prostitución, del narcotráfico, de la trata de personas, del sicariato, del
secuestro, de la extorsión venga de donde venga…Y de todo tipo de violencia
surgen los antivalores que van minando la conciencia de no pocos o se pretenden
imponer como nuevos y aceptables estilos de vida: la falta de solidaridad, el pensar
que todo vale o está permitido, la mediocridad y el rechazo a compromisos
serios y permanentes. En el fondo, la violencia es fruto de la necedad, que se
aleja del temor de Dios: y el violento, aunque aparezca como “inteligente, vivo
y capaz de muchas cosas” es un insensato, un necio y, por tanto no es quien
tiene sabiduría.
Con María, nos
tenemos que dar cuenta que el momento actual exige de nosotros los creyentes
una decidida actitud de sabiduría. El Papa Francisco nos lo está recordando de
manera continua en sus variadas intervenciones: desde la sencillez y apertura
de corazón, la sabiduría es orientar la vida y las actuaciones de cada creyente
según los mismos sentimientos de Cristo y los criterios del Evangelio. Es con
la sabiduría, como los creyentes podrán cumplir su misión en el mundo de hoy.
Una sabiduría, que por venir de Dios, se orienta hacia el bien propio de cada
creyente y el de los demás hermanos, sean o no seguidores de Jesús. Es una sabiduría
que se trasluce en testimonio de vida. El testimonio es una de las
características esenciales que marca la vida de todo discípulo de Jesús. Esa
sabiduría se alimenta con la Palabra de Dios, con los sacramentos,
particularmente con la Eucaristía, con la oración. Además, se comparte con los
otros, porque no tiene barreras ni hace divisiones. Es la sabiduría de los
hijos de Dios, por la cual se busca leer en los signos de los tiempos las
manifestaciones del Espíritu para la Iglesia y sus miembros.
Esa misma sabiduría
es la que nos está moviendo hacia el compromiso de una Nueva Evangelización.
Con ella no se pretende destruir la herencia recibida, la auténtica Tradición;
al contrario, más bien se trata de hacerla producir para que dé muchos frutos que
permanezcan. Con esa Nueva Evangelización, la Iglesia y sus miembros son
capaces de seguir manifestando lo “nuevo”; es decir son capaces de
seguir haciendo sentir en la actualidad que el Señor “hace todo nuevo”.
Este “hacer nuevo todo” consiste en
llenar a la sociedad con la fuerza transformadora y renovadora de la salvación
de Cristo. Es edificar el reino de Dios. De allí que se necesite la verdadera
sabiduría para poder hacerlo. Esto forma parte de la evangelización.
Evangelizar significa anunciar una buena noticia que transforma, porque
precisamente libera al ser humano de todo aquello que lo había hundido o
continúa hundiéndolo en las sombras del pecado.
Quien actúa, en el
nombre de Jesús y como miembro de la Iglesia y en comunión con ella, debe
enfocar todas sus fuerzas, intenciones y acciones para ir erradicando en el
mundo la oscuridad. Desde que Jesús resucitó vivimos el tiempo de la luz. Sin
embargo, no deja de haber sombras que oscurecen el panorama y que hacen que la
fe se esconda o se ponga entre paréntesis, por lo cual hay muchos seres humanos
que entonces se van por otros derroteros y caminos que no conducen a la
plenitud de la vida. De allí que la evangelización, la tarea esencial e
irrenunciable de la Iglesia, al anunciar el evangelio ayude a hacer realidad lo
“nuevo” en la sociedad; es decir contribuya a ir venciendo las fuerzas
del mal y sus consecuencias. Es lo que nos corresponde hacer como creyentes. Es
una de las opciones que debemos reafirmar en esta celebración.
Para ello nos ayuda
el ejemplo de María: su “sí” ilumina nuestra respuesta a la llamada de
Dios. Dios no nos ha llamado para que seamos pasivos, sino sus estrechos
cooperadores. Por eso, como María hoy nuevamente hemos de decir “Cúmplase
tu Palabra”. Así podremos decirle a la gente que Dios ha puesto su
morada entre nosotros para salvarnos, para darnos la libertad, para seguir
conduciéndonos a su encuentro definitivo. Como en Caná de Galilea, María nos da
la clave para poder cumplir con la Palabra; es hacerle caso a su invitación
cuando nos dice nuevamente “hagan lo que Él les dice”.
En los momentos que
vivimos en el Zulia y en Venezuela, ahí está la razón de ser de nuestra
existencia cristiana: “hacer lo que Él nos indique”. Esto
conlleva tres cosas. La primera es conocer bien al Señor, la segunda es aceptar
su invitación de evangelizar y transformar nuestra sociedad con la fuerza de su
salvación, y la tercera es no quedarnos pasivos o mudos. Si no hablamos de
Jesús, no será conocido; si no proclamamos los valores de su evangelio, el
relativismo ético y sus consecuencias se acrecentarán; si no somos testigos del
Señor, no contagiaremos a otros de su amor transformador; si no actuamos en su
nombre, nuestra sociedad tendrá dificultades de renovarse; si no hacemos
brillar y dar a conocer la Verdad que libera a los seres humanos, continuarán
fortaleciéndose las opresiones que esclavizan a tantos seres humanos.
“Bajar la imagen
de la Virgen” es una hermosa costumbre. Pero no puede quedarse sólo en una
especie de ritual anual que atrae multitudes. “Bajar la imagen de la Virgen”
debe ser un acto que nos permita entender lo que ella nos enseña, que nos
facilite encontrarnos con su amorosa invitación a seguir a Jesús y hacer lo que
Él nos indique, que nos ayude a reafirmar nuestro compromiso de creyentes
constructores del reino de Dios en el Zulia y en Venezuela. “Bajar la imagen
de la Virgen” nos permite recordar lo que ella hizo por la humanidad: con
su “sí”, la Palabra se encarnó y puso su morada entre nosotros. Ella
bajó, con ese “sí” al Señor que estaba en lo alto del cielo para
mostrarlo a los pastores y a los reyes, y a todos nosotros, como el Dios con
nosotros que se hizo hombres para elevarnos a todos de categoría, al
convertirnos en hijos del Padre Dios. Por eso, hoy, en este año de gracia “bajar
la imagen de la Virgen” vuelve a repetirnos la invitación a ser discípulos
de Jesús, llenos de sabiduría y cooperadores en la edificación del reino de
Dios. Venezuela espera de la Iglesia y de sus miembros lo que María ha sido por
siglos para la humanidad: que seamos discípulos ciertos del señor Jesús,
misioneros de su evangelio y constructores de su Reino de Justicia, paz y amor.
La Palabra que hemos
escuchado y meditado se transformará dentro de pocos momentos en presencia
sacramental de Jesús. Aquel que llegó por el “sí” de una mujer sencilla
y sabia, ahora lo tendremos entre nosotros por el “sí” de la Iglesia que
celebra la Eucaristía. Hoy con María damos gracias a Dios porque ella permitió
que Él bajara desde la eternidad y se quedara con nosotros para que lo
sintiéramos en el arder de nuestros corazones por su Palabra y la fracción del
pan. Al ofrecer el pan y el vino y luego recibir el alimento eucarístico le
volvemos a decir al Señor que cuente con nosotros para hacerlo presente con su
liberación y salvación transformadora en nuestra Patria, en nuestras
comunidades, en nuestras familias… Con ello estaremos identificándonos con
María y diremos con ella “Hágase en cada uno de nosotros según tu
Palabra”. Amén.
+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.
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