miércoles, 30 de octubre de 2013

La Bajada de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá



HOMILIA
SOLEMNE EUCARISTIA
CON OCASIÓN DE LA BAJADA DE N. SRA. DE CHIQUINQUIRÁ.
26 DE OCTUBRE DEL AÑO 2013.
MARACAIBO

La hermosa celebración de la “bajada” de la venerada imagen de Nuestra Señora de Chiquinquirá, es una oportuna ocasión para reafirmar nuestra fe en el fruto bendito de su vientre, Jesús el Hijo de Dios y Salvador de la humanidad. El es la luz que nos ilumina en nuestro caminar y en el cumplimiento de la misión de la Iglesia, que es anunciar su Evangelio de Vida y Libertad. En el marco del Año de la Fe y en vísperas del Congreso Misionero de América, esta celebración adquiere un especial resplandor: sus destellos nos permitirán, ciertamente, profundizar en algunos aspectos de nuestra vida como creyentes y permitirá seguir afinando nuestro compromiso como discípulos de Jesús y misioneros de su Evangelio.

La riqueza de la Palabra de Dios, recién proclamada, nos ofrece, entre muchos, tres elementos que nos permiten reafirmar nuestro ser de creyentes. En primer lugar, tenemos la oportunidad de volver a sentir que somos miembros de una Iglesia que se ha comprometido con la obra de salvación de la humanidad. Para ello, el texto del libro del Apocalipsis nos invita a contemplar a la Iglesia como el pueblo nuevo que se ha elegido Dios, mediante el cual el Señor sigue haciendo nuevas todas las cosas. No es sino el efecto de la misión evangelizadora. Para que esto se pueda dar, contamos con el “Sí” de una mujer sencilla, quien recibió la fuerza del Espíritu Santo para convertirse en la Madre del Altísimo. Este es, precisamente, quien, con su entrega, inauguró la nueva creación, y le entregó a la Iglesia la tarea y la responsabilidad de hacerla permanente en la historia de la humanidad. Ello requiere, por otra parte, una actitud de apertura y de continua conversión, lo cual es tipificado como “sabiduría”. Es la sabiduría de Dios, presente y actuante en cada uno de los creyentes, la que permitirá que se siga haciendo los cielos nuevos y la nueva tierra de la que nos hace mención la Escritura Santa.

María es ejemplo de sabiduría. El relato evangélico de la Anunciación así nos lo demuestra. Al recibir el anuncio del Ángel, y mostrarle la aparente dificultad que poseía, no cerró su espíritu y culminó diciendo “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Sólo una persona llena de la sabiduría de Dios es capaz de no asustarse y de responder como lo hizo María. La sabiduría es fruto de la sintonía que existe entre la persona y Dios. Por eso, “llena de gracia”, María se arriesgó y se lanzó en la aventura de la fe, para así convertirse en la Madre de Dios.

Es la “sabiduría” de María la que le llevará a dar su “” a Dios manifestado en la aparición del Ángel. Durante toda su vida, María se va a caracterizar por ser la “mujer sabia” por excelencia: irá guardando lo que va descubriendo de su Hijo en el corazón amoroso de Madre, lo presentará como Aquel a quien hay que hacer lo que indique, será puesta como modelo de cumplimiento de la voluntad del Padre, y en El Calvario, no dudará en acompañar al Hijo y asumir en su dolor la tarea de ser Madre de la humanidad. Finalmente durante la experiencia de Pentecostés, supo transmitir a los discípulos de Jesús la experiencia de vida que había tenido con Él. Desde esta perspectiva, podemos descubrir continuamente que es la evangelizadora por excelencia. Mujer sabia que supo estar en comunión con su Hijo y asumir la tarea de presentarlo como el Salvador de la humanidad. Así ha sido en el correr de los siglos, cuando la Iglesia se ha nutrido de su maternal intercesión por medio de las diversas advocaciones que adornan su figura.

María es modelo de lo que debe ser la Iglesia. Esta es el pueblo de Dios que peregrina a lo largo de los tiempos junto con la humanidad. En ese peregrinaje anuncia el Evangelio y construye el Reino de Dios. Para ello recibe la fuerza del Espíritu, como María la recibió de manera particular. Con dicha fuerza, la Iglesia se convierte en cooperadora de Jesús en la obra de salvación. Por eso, como lo enseña el Concilio Vaticano II, se convierte en sacramento universal de salvación. Con esta cualidad especialísima, la Iglesia hace presente en el mundo de hoy la nueva creación. Es la potestad de renovar todo para hacer que Jesús sea cabeza de la misma Iglesia y de la humanidad. Es lo que Pablo denomina “recapitular todo en Cristo”.

La Iglesia hace posible en la historia lo que profetiza el Apocalipsis: “Ésta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos”. Así se reitera el milagroso prodigio de la encarnación, por medio del cual la Palabra se encarnó y acampó en medio de la misma humanidad. Es lo que debe hacer la Iglesia: prestar su ser de pueblo de Dios para que, al igual que María con su Hijo, Jesús se siga haciendo presente en medio de la sociedad de cada nación y cultura con su fuerza liberadora. Esta fuerza liberadora apunta a que todo ser humano se convierta en un hombre nuevo, a imagen del Señor Jesús. Al cumplir con esta tarea, la misma Iglesia está poniendo en práctica lo que le ordenó el Señor a los discípulos antes de la Ascensión: Salir al encuentro de todos para convertirlos en discípulos, bautizarlos, es decir transformarlos en hijos de Dios, educarlos en la fe y conducirlos al encuentro definitivo con Dios Padre. Es el mandato evangelizador.

Con este mandato de evangelizar, la Iglesia no se escapa del mundo. Sin ser del mundo, sin embargo, en él hace realidad la nueva creación con la que se pueden ir adelantando los cielos nuevos y la nueva tierra. Esto implica el compromiso integral de la Iglesia por hacer de la sociedad un ámbito donde predomine el amor de Dios, con sus consecuencias de justicia, libertad, paz, fraternidad y solidaridad. De allí que la misión de la Iglesia no se reduzca sólo a cosas simplemente religiosas o de carácter espiritualista: su preocupación, como nos enseña el Concilio Vaticano II es hacia todo el hombre y hacia todos los hombres, sin discriminación. Al apuntar sus acciones para que ellos se conviertan en hombres nuevos, no sólo les está brindando los elementos necesarios para su salvación (novedad de vida, según Pablo, Rom. 6,4), sino que también estará haciendo patente y real el cumplimiento de la voluntad del Padre Dios.

Todo esto exige de la Iglesia y de cada uno de sus miembros asumir la misma actitud de María: “Hágase en mí según tu Palabra”. Es decir, aceptar la misión que se le ha entregado para el bien de la humanidad y para manifestar la auténtica gloria de Dios. Con el “” continuo de la Iglesia, Jesús se sigue dando a conocer como la Palabra de Vida; Jesús se presenta como el verdadero dador de gracia y sanación espiritual; Jesús se sigue manifestando como el Dios de la misericordia que todo lo perdona; Jesús se presenta como el alimento de salvación para los seres humanos; Jesús se sigue mostrando como el Pastor Bueno que quiere la unidad de todos en un solo rebaño bajo el único cayado de su amor; Jesús se presenta como Aquel que es el mismo ayer hoy y siempre.

Así pues, esta fiesta de María, en su advocación de Chiquinquirá, con el cariñoso apelativo de “Chinita”, llega a ser un momento oportuno, “kairós”, para que volvamos a repensarnos como herederos suyos en el sabio cumplimiento de la Palabra de Dios, a fin de reafirmar nuestra vocación de Iglesia evangelizadora y para que, en el hoy de nuestra historia, seamos cooperadores en la obra de la nueva creación-salvación iniciada por Jesús y que día a día debe ir alcanzando su perfeccionamiento.

Desde esta perspectiva, en el marco del año de la fe que hemos venido celebrando y en vísperas del Cam-Comla ¿Qué nos dice el Espíritu? ¿Qué nos dice el ejemplo de María? ¿Qué hemos de hacer? Se trata de buscar luces para nuestra identidad cristiana y nuestro quehacer como discípulos misioneros del Señor Jesús.

El momento actual de nuestra vida como creyentes y miembros de la Iglesia está bien signado por la contradicción. Hay violencia de todo tipo alrededor del mundo. No escapamos a ello en nuestras comunidades. Violencia que tiene su origen en el egoísmo y en el materialismo, frutos del individualismo y del relativismo ético. La violencia no es sólo la de las armas o la de los delincuentes. Es todo tipo de acción negativa que atenta contra la dignidad de la persona humana: así, entonces es violencia el desprecio del inmigrante, el  mal trato a los demás, el engaño al cónyuge, el descuido de la educación de los hijos, el valerse de las posiciones sociales para profundizar las brechas existentes en la sociedad… A esto se añaden la violencia de la pornografía, de la prostitución, del narcotráfico, de la trata de personas, del sicariato, del secuestro, de la extorsión venga de donde venga…Y de todo tipo de violencia surgen los antivalores que van minando la conciencia de no pocos o se pretenden imponer como nuevos y aceptables estilos de vida: la falta de solidaridad, el pensar que todo vale o está permitido, la mediocridad y el rechazo a compromisos serios y permanentes. En el fondo, la violencia es fruto de la necedad, que se aleja del temor de Dios: y el violento, aunque aparezca como “inteligente, vivo y capaz de muchas cosas” es un insensato, un necio y, por tanto no es quien tiene sabiduría.

Con María, nos tenemos que dar cuenta que el momento actual exige de nosotros los creyentes una decidida actitud de sabiduría. El Papa Francisco nos lo está recordando de manera continua en sus variadas intervenciones: desde la sencillez y apertura de corazón, la sabiduría es orientar la vida y las actuaciones de cada creyente según los mismos sentimientos de Cristo y los criterios del Evangelio. Es con la sabiduría, como los creyentes podrán cumplir su misión en el mundo de hoy. Una sabiduría, que por venir de Dios, se orienta hacia el bien propio de cada creyente y el de los demás hermanos, sean o no seguidores de Jesús. Es una sabiduría que se trasluce en testimonio de vida. El testimonio es una de las características esenciales que marca la vida de todo discípulo de Jesús. Esa sabiduría se alimenta con la Palabra de Dios, con los sacramentos, particularmente con la Eucaristía, con la oración. Además, se comparte con los otros, porque no tiene barreras ni hace divisiones. Es la sabiduría de los hijos de Dios, por la cual se busca leer en los signos de los tiempos las manifestaciones del Espíritu para la Iglesia y sus miembros.

Esa misma sabiduría es la que nos está moviendo hacia el compromiso de una Nueva Evangelización. Con ella no se pretende destruir la herencia recibida, la auténtica Tradición; al contrario, más bien se trata de hacerla producir para que dé muchos frutos que permanezcan. Con esa Nueva Evangelización, la Iglesia y sus miembros son capaces de seguir manifestando lo “nuevo”; es decir son capaces de seguir haciendo sentir en la actualidad que el Señor “hace todo nuevo”. Este “hacer nuevo todo” consiste en llenar a la sociedad con la fuerza transformadora y renovadora de la salvación de Cristo. Es edificar el reino de Dios. De allí que se necesite la verdadera sabiduría para poder hacerlo. Esto forma parte de la evangelización. Evangelizar significa anunciar una buena noticia que transforma, porque precisamente libera al ser humano de todo aquello que lo había hundido o continúa hundiéndolo en las sombras del pecado.

Quien actúa, en el nombre de  Jesús y como miembro de la Iglesia y en comunión con ella, debe enfocar todas sus fuerzas, intenciones y acciones para ir erradicando en el mundo la oscuridad. Desde que Jesús resucitó vivimos el tiempo de la luz. Sin embargo, no deja de haber sombras que oscurecen el panorama y que hacen que la fe se esconda o se ponga entre paréntesis, por lo cual hay muchos seres humanos que entonces se van por otros derroteros y caminos que no conducen a la plenitud de la vida. De allí que la evangelización, la tarea esencial e irrenunciable de la Iglesia, al anunciar el evangelio ayude a hacer realidad lo “nuevo” en la sociedad; es decir contribuya a ir venciendo las fuerzas del mal y sus consecuencias. Es lo que nos corresponde hacer como creyentes. Es una de las opciones que debemos reafirmar en esta celebración.

Para ello nos ayuda el ejemplo de María: su “” ilumina nuestra respuesta a la llamada de Dios. Dios no nos ha llamado para que seamos pasivos, sino sus estrechos cooperadores. Por eso, como María hoy nuevamente hemos de decir “Cúmplase tu Palabra”. Así podremos decirle a la gente que Dios ha puesto su morada entre nosotros para salvarnos, para darnos la libertad, para seguir conduciéndonos a su encuentro definitivo. Como en Caná de Galilea, María nos da la clave para poder cumplir con la Palabra; es hacerle caso a su invitación cuando nos dice  nuevamente “hagan lo que Él les dice”.

En los momentos que vivimos en el Zulia y en Venezuela, ahí está la razón de ser de nuestra existencia cristiana: “hacer lo que Él nos indique”. Esto conlleva tres cosas. La primera es conocer bien al Señor, la segunda es aceptar su invitación de evangelizar y transformar nuestra sociedad con la fuerza de su salvación, y la tercera es no quedarnos pasivos o mudos. Si no hablamos de Jesús, no será conocido; si no proclamamos los valores de su evangelio, el relativismo ético y sus consecuencias se acrecentarán; si no somos testigos del Señor, no contagiaremos a otros de su amor transformador; si no actuamos en su nombre, nuestra sociedad tendrá dificultades de renovarse; si no hacemos brillar y dar a conocer la Verdad que libera a los seres humanos, continuarán fortaleciéndose las opresiones que esclavizan a tantos seres humanos.

Bajar la imagen de la Virgen” es una hermosa costumbre. Pero no puede quedarse sólo en una especie de ritual anual que atrae multitudes. “Bajar la imagen de la Virgen” debe ser un acto que nos permita entender lo que ella nos enseña, que nos facilite encontrarnos con su amorosa invitación a seguir a Jesús y hacer lo que Él nos indique, que nos ayude a reafirmar nuestro compromiso de creyentes constructores del reino de Dios en el Zulia y en Venezuela. “Bajar la imagen de la Virgen” nos permite recordar lo que ella hizo por la humanidad: con su “”, la Palabra se encarnó y puso su morada entre nosotros. Ella bajó, con ese “” al Señor que estaba en lo alto del cielo para mostrarlo a los pastores y a los reyes, y a todos nosotros, como el Dios con nosotros que se hizo hombres para elevarnos a todos de categoría, al convertirnos en hijos del Padre Dios. Por eso, hoy, en este año de gracia “bajar la imagen de la Virgen” vuelve a repetirnos la invitación a ser discípulos de Jesús, llenos de sabiduría y cooperadores en la edificación del reino de Dios. Venezuela espera de la Iglesia y de sus miembros lo que María ha sido por siglos para la humanidad: que seamos discípulos ciertos del señor Jesús, misioneros de su evangelio y constructores de su Reino de Justicia, paz y amor.

La Palabra que hemos escuchado y meditado se transformará dentro de pocos momentos en presencia sacramental de Jesús. Aquel que llegó por el “” de una mujer sencilla y sabia, ahora lo tendremos entre nosotros por el “” de la Iglesia que celebra la Eucaristía. Hoy con María damos gracias a Dios porque ella permitió que Él bajara desde la eternidad y se quedara con nosotros para que lo sintiéramos en el arder de nuestros corazones por su Palabra y la fracción del pan. Al ofrecer el pan y el vino y luego recibir el alimento eucarístico le volvemos a decir al Señor que cuente con nosotros para hacerlo presente con su liberación y salvación transformadora en nuestra Patria, en nuestras comunidades, en nuestras familias… Con ello estaremos identificándonos con María y diremos con ella “Hágase en cada uno de nosotros según tu Palabra”. Amén.

+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.

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