Capellán de la UNICA
Me siento profundamente agradecido de Dios por haber tenido
en mi ministerio sacerdotal una gran experiencia pastoral y espiritual en la
Comunidad Parroquial Nuestra Señora de Guadalupe, situada en la progresista
población de Sierra Maestra. Ciertamente, el Señor me ha tratado siempre con
amoroso privilegio en todos los lugares donde he ejercido mi vocación de
servicio como pastor suyo. Tanta benevolencia será difícil de recompensar, aunque
tenga toda la vida para ello. Sólo me queda rendirme agradecido a Dios que me
creó, me salvó y me llamó, amándome con infinita misericordia.
Cuando
llegué a Guadalupe sólo contaba cinco años de ordenado y treinta de vida,
acompañado del neo-sacerdote, hoy arzobispo al servicio diplomático de la Santa
Sede, Mons. Edgar Peña, con quien viví la fraternidad sacerdotal. Le recibí al último
párroco jesuita, el recordado padre Félix Moracho, un sacerdote de una
trayectoria pastoral e intelectual gigantesca. Pero, no sólo de él, sino
también el legado de muchos jesuitas que entregaban una comunidad organizada,
dinámica, pujante y con impresionante formación cristiana que se proyecta en lo
social. Se puede afirmar con seguridad que ellos fundaron las comunidades
sociales de Sierra Maestra, el Manzanillo y el Corazón de Jesús. Y, en el
corazón de éstas, con su evangelización y práctica de la caridad, hicieron
surgir las Comunidades Cristianas Nuestra Señora de Guadalupe y Jesús Nazareno.
Es ahí, en
Guadalupe, donde gocé del privilegio de tener en la tarea pastoral de la
parroquia a unas cuantas mujeres comprometidas hasta lo más profundo de su ser.
Ellas son llamadas, con respeto y veneración, “Las Hermanas del Carmen”. Humildes,
cristianas de una excelente formación, de madura fe, de pensamiento
progresista, devotas auténticas, con una espiritualidad extraordinaria y un
fuerte sentido de lucha social, inspiradas por el Evangelio de Jesús y la
doctrina de la Iglesia. Amantes de la Virgen y del ser humano más necesitado.
Sin ningún
método complejo, sus acciones se destacan. Ninguna tarea les es indiferente: catequistas,
líderes comunitarias en la cooperativa, servidoras del Voluntariado
Hospitalario, coordinadoras de centros de misión, adoradoras del Santísimo y
encargadas de vivir y difundir la devoción y el amor a la Virgen del Carmen,
cuyo escapulario cuelgan orgullosas en su cuello. La vida litúrgica es celebrada
con una gran profundidad. Sin ser de las que llaman despectivamente “beatas”,
viven un enorme sentido de lo sagrado. Sus reuniones tienen como principal
motivo la interiorización de la Palabra de Dios, que las convoca, que se
convierte en oración y acción. De este modo planifican sus actividades.
Felicito
al padre José Palmar que ha tenido la gracia de celebrar con ellas las bodas de
oro de esta insigne cofradía. Sí, el pasado tres de mayo cumplieron las
hermanas del Carmen cincuenta años sirviendo al Señor y a su Iglesia, bajo el
amparo de la Virgen del Monte Carmelo. Recuerdo, con humildad y emoción, que
también yo experimenté la alegría de compartir como párroco las bodas de platas
de mis hermanas del Carmen, en 1989. Podría nombrar a muchas de ellas y hasta
comunicarles anécdotas y situaciones que viví. Experiencia extraordinaria de
fe. Compartí alegrías y tristezas. Son mujeres de familia, esposas y madres
abnegadas. Me acompañaban a visitar enfermos y, donde se encontraba un
necesitado de la zona, ahí se presentaban y me empujaban para resolver de algún
modo la necesidad requerida. Me enseñaron el riesgo del amor preferencial por
los pobres y crecí en mi ministerio.
Sin
pretender hacer una lista interminable de obras religiosas y sociales, me
bastaría nombrarle la Cooperativa, el Voluntariado Hospitalario y la ayuda de
promoción de la Medicina Familiar. Me llamó la atención con qué dedicación
cuidaban de una silla de ruedas que pasaba de un anciano a otro. A mí siempre
me impresionó su formación cristiana, naturalmente, eso se le debe a los
jesuitas, desde el bien amado padre Joaristi, su fundador, hasta el padre
Moracho, de feliz memoria. Retiros espirituales, talleres y encuentros de
formación, es una constante.
Ya
muchas de esas bondadosas hermanas del Carmen que conocí están en la gloria del
Padre eterno, otras están muy ancianitas o enfermas. Sin embargo, sé que con el
mismo espíritu inquieto siguen presentes y activas en la pastoral de la Iglesia.
Desde estas sencillas líneas las felicito, les agradezco y ruego para todas la
bendición de Jesús y la Virgencita del Carmen. Las sigo recordando con cariño y
admiración. Gracias por formar parte de mi historia sacerdotal.
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