Arzobispo de Maracaibo
Muy queridos hermanos y hermanas,
En la apertura del Año de la Fe, el
Papa Benedicto XVI nos dijo: “«La puerta de la
fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite
la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese
umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la
gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura
toda la vida”.
Clausurar el Año de la
Fe no es, por lo tanto, cerrar una puerta que abrimos el año pasado sino
traspasar su umbral para iniciar una andadura comunitaria que nos lleve a
alcanzar nuevas metas en el camino de la salvación. Los cristianos jamás
lograremos profundizar lo suficiente en la Fe, que es el conocimiento de Dios,
la confianza incondicional en Él y en su amor, y el escuchar y cumplir lo que
nos pide amorosamente. Por eso, este es un camino que no se acaba, y que tendrá
su plenitud sólo en la comunión eterna y amorosa en la Santísima Trinidad.
Ojala nuestra fe llegara a ser por lo menos del tamaño de un grano de mostaza;
ojala fuera una luz prendida en medio de la oscuridad aunque fuera del tamaño
de un fósforo.
El signo que escogimos
para representar el año de la fe en nuestra Iglesia local fue el de la barca,
signo compartido con la Iglesia universal. La barca de la cual se valió Jesús
tantas veces para predicar a orillas del lago de Galilea, la barca símbolo de
la Iglesia capitaneada por el Señor y que navega por los lagos, mares y océanos
de la humanidad llevando la buena nueva; la barca instrumento de trabajo
cotidiano de nuestros pescadores con la que se ganan el pan de cada día. El
signo de la barca ha recorrido todas las zonas pastorales y las parroquias,
rectorías y centros misioneros de nuestras arquidiócesis ayudándonos a celebrar
el don de la fe, nuestra común pertenencia a la familia de Dios y nuestro
empeño comunitario en la elaboración de nuestro proyecto arquidiocesano de
renovación pastoral.
Este Año de la Fe ha
sido para todos la oportunidad que nos ha dado la Iglesia para hacer del
nuestro, un caminar más consciente, más discernido, mejor vivido, del amor que
Dios nos ha tenido desde toda la eternidad y para siempre. Ha sido una ocasión
para responder más fielmente a ese amor con nuestro amor más maduro, probado,
sosegado, sereno, sólido. Al finalizar el año celebrativo nos podemos
preguntar:¿Hemos crecido en la fe? ¿La hemos compartido con otros hermanos? ¿Nos
hemos integrado más a nuestra Iglesia arquidiocesana y hemos aprendido a vivir
más en comunión?
A la luz de los
instrumentos que ha puesto en nuestras manos la Iglesia, hemos podido remar mar
adentro en aguas de mayor profundidad. La Sagrada Escritura, los documentos del
Concilio Vaticano II, el Catecismo de la Iglesia Católica, el Concilio Plenario
de Venezuela y el Documento de Aparecida han sido para todos excelentes apoyos
para alcanzar la solidez deseada. Con su Palabra, el mismo Dios ha sido lámpara
para nuestros pasos y luz en el sendero. Esos documentos conjuntamente con las
experiencias de Iglesia que los han producido se han constituido en la mejor
ruta de discernimiento para estar en condiciones de caminar juntos en la
realización del proyecto salvador de Dios en nuestro continente y más
especialmente en Venezuela y esta región occidental del país.
Mis queridos hermanos, demos gracias a Dios por el
camino personal y comunitario que hemos recorrido juntos en nuestra
arquidiócesis, en nuestras parroquias y rectorías y por haber llegado a este
momento. Sepamos que este camino se abre para todos, de modo que debemos seguir
recorriéndolo con la esperanza de crecer cada vez más, siendo fieles a lo que
nos convoca nuestro Padre, que es a su amor, a la fraternidad y a vivir la comunión
aquí en la tierra y luego en el cielo.
En el camino de nuestra celebración nos hemos encontrado con el
testimonio de Abraham. El es el modelo de nuestra fe, nuestro padre y nuestro
maestro. Su gesto de abandono radical en el Señor, siendo casi totalmente
desconocido para él, es la mejor demostración de lo que debemos hacer todos,
que sí lo conocemos y hemos probado su dulzura entrañable. A pesar de ser
Abraham nuestro maestro, nosotros lo aventajamos, pues tenemos más evidencias
de la actuación del Dios Todopoderoso y Amor en nuestras vidas. Tenemos más
evidencias y más razones para guardar sólidas esperanzas. En medio de todos los
avatares de la vida, sabemos bien que hay un Dios que nos auxilia y nos
consuela, que le da plenitud a nuestras alegrías y a las metas que alcanzamos.
Dios da, sin duda, un fundamento sólido a todo lo que somos y vivimos.
María de Nazaret, San Juan Bautista, Pedro y Pablo así como los demás
apóstoles, cada uno de ellos han vivido profundas experiencias de fe y son
modelos para nosotros. Ellos forman parte de esa nube de testigos que nos
preceden y acompañan en nuestro itinerario de fe. En cada una de sus vidas
Jesús ha sido el iniciador y el consumador de su fe. Como dice Pablo, ellos
supieron, en todas las circunstancias de su vida en quien ponían su confianza,
de quién se fiaban. Con la celebración del Año de la Fe los creyentes de esta
Iglesia local, conjuntamente con toda la Iglesia universal, nos hemos querido
colocar en la larga procesión de peregrinos de la fe conformada por tantos y
tantos hermanos que nos han precedido y nos han dado ejemplo de perseverancia
hasta el final. Ojala podamos decir con San Pablo: He conservado la fe, he
llevado hasta el final el combate de la fe.
El mundo y Venezuela dentro de ese mundo pasan por momentos
esperanzadores y también difíciles. En momentos felices, o dolorosos, o de
expectativas firmes, nos hemos colocado también delante del Señor para decirle
que sabemos que Él tiene el poder, que nos ama infinitamente, y que puede ser
el remedio para nuestro mal, o la plenitud de nuestra felicidad, o quien llene
absolutamente todas nuestras expectativas. Nuestra fe se ha sentido probada en
muchas ocasiones, y en ellas la hemos podido acrisolar cada vez más para
hacerla más sólida y más madura. En nuestro caminar, jamás estamos solos. Dios
“pasa” continuamente a nuestro lado, más aún, camina con nosotros, se hace el
encontradizo, para que lo veamos y lo llamemos, clamando por su poder y por su
amor para que sea nuestro alivio y nuestro consuelo. No existe apoyo mejor que
el mismo Jesús. A Él debemos reconocerlo como nuestro Salvador, como el Mesías,
como el Hijo de Dios, quien puede mirarnos con amor, consolarnos de la mejor
manera, limpiar nuestras impurezas, hacernos recuperar la vista. Su mano
poderosa y amorosa está extendida hacia nosotros para que lo hagamos nuestro
compañero de camino, tomándonos firmemente de ella y no soltándonos jamás.
No somos navegantes solitarios. Estamos montados en la barca de la
Iglesia junto con todo le pueblo de Dios. Nuestra fe no nos ha sido dada para
vivirla individualmente. Aunque es una experiencia personal, un don que Dios
nos da a cada uno y que debemos hacer crecer en nuestros corazones, su plenitud
se logrará sólo en la medida que la vivamos con los demás. Ellos, nuestros
hermanos, han recibido también la misma fe, y con ellos nos hacemos más sólidos
en la confesión y la vivencia de ella. Más aún, en cristiano, aunque la fe sea
un regalo personal de Dios a cada uno, se entiende su vivencia únicamente en la
medida en que se trate de hacerlo en común y de llevarla a quien no la tiene.
Si hemos recibido ese regalo de Dios no es para que nos lo quedemos en un
disfrute egoísta. Eso sería asesinarla. La fe es para los demás, un don que nos
exige salir de nosotros para compartirlo como lo mejor que le podemos brindar
al hermano.
Llevar la fe a los demás es una
cuestión de amor. Por amarlos, queremos que vivan ellos también nuestra
solidez, la realidad profunda que nos sustenta. No queremos que tengan el vacío
existencial de quien no tiene una referencia a lo Absoluto, a lo fraterno, a lo
eterno. Más aún, el aumento de nuestra fe está en la misma proporción en que
nos preocupemos por hacerla llegar a los demás, como dijo el Beato Juan Pablo
II: “La Fe se fortalece dándola”. Y es en esos actos en los que se sustentará
la credibilidad de lo que creemos y confesamos, cuando la hagamos común con
todos, los humildes, los sencillos, los menos favorecidos. “Muéstrame tu fe sin obras, que yo por mis
obras, te mostraré mi fe”, decía el Apóstol Santiago.
Esta experiencia del compartir la fe la vamos a vivir intensamente, la
semana que viene cuando abramos las puertas de nuestra Iglesia local para que
numerosos delegados misioneros de las Iglesias hermanas de América vengan a
compartir con nosotros el Cuarto Congreso Americano Misionero. Todo está ya
listo para recibirlos. Este Congreso es a la vez un espléndido broche de oro
para clausurar el Año de la Fe y al mismo tiempo un potente impulso para iniciar
una nueva etapa de la renovación de la vocación misionera de nuestra Iglesia.
Miles de familias de nuestras parroquias y rectorías han decidido abrir las
puertas de sus casas para hospedar los misioneros visitantes. El Santo Padre
Francisco se hará presente a través de un delegado especial, el Cardenal
Fernando Filoni, de un mensaje y de una oración compuestos especialmente para
esta ocasión. Centenares de obispos y sacerdotes vendrán con sus respectivas
delegaciones a aportarnos las fortalezas de sus respectivas comunidades
misioneras. Juntos celebraremos la fe que compartimos en América. Juntos
manifestaremos nuestro compromiso de cumplir con nuestra vocación de ser el
continente de la esperanza y de la caridad, ahora con mayor fuerza por contar
con un Papa latinoamericano.
Decía que este Congreso será para nosotros una formidable palanca desde
tomaremos impulso para introducirnos en el 2014, que será el año del
lanzamiento de nuestro Proyecto de Renovación Pastoral. Llevamos varios años
preparándolo, con paciencia, dedicación, durante los cuales hemos abierto
canales y espacios para escuchar y consultar el pueblo de Dios y facilitarle cauces
de participación para que el proyecto sea lo más posible de todos. No ha sido
fácil este tramo del camino pero no nos hemos detenido y las dificultades y obstáculos
nos han servido para renovar nuestra fe en el Señor y descubrir su paso
salvador entre nosotros. Ya están casi listos los instrumentos de trabajo que
nos guiarán en el caminar, seguimos avanzando en la formación de agentes, hemos
buscado crecer en la espiritualidad de comunión que nos pide la Iglesia de hoy
y hemos buscado que nuestras parroquias y zonas pastorales cuenten con algunos
equipos y servicios básicos para estar en condiciones de asegurar la
coordinación, la participación de todos y el proceso de evangelización de todos
los que pertenecen a nuestra Iglesia.
Por eso clausuramos este Año de la Fe con mucha esperanza, con la mirada
puesta en las próximas etapas que vamos a recorrer juntos. Le ofrecemos al
Señor en esta Eucaristía la idea-fuerza del modelo ideal de nuestro plan
pastoral: “La Iglesia de Maracaibo, pueblo de Dios conducido por el Espíritu
Santo a través de los ministerios, carismas y dones, celebra y anuncia su
experiencia de Cristo en comunión, participación y misión permanente como signo
y presencia del Reino de Dios”.
Que la Virgen de Chiquinquirá, cuya fiesta acabamos de celebrar esta
semana y que peregrina con el pueblo creyente desde su bajada el pasado 26 de
octubre nos ayude a tomar en serio este compromiso de fe, afianzados como ella
en la Palabra de Dios; nos acompañe solícita y maternal en el nuevo trayecto de
nuestro proyecto que vamos a emprender, nos enseñe a ser discípulos misioneros
de su Hijo Jesús y a experimentar nuevas dimensiones de la Iglesia casa de
comunión, escuela de misión y taller de solidaridad. Amen
Catedral de Maracaibo 23 de noviembre de 2013