Tomado
del periódico “Venezuela al Día”
Miami,
Florida, Noviembre 01 de 2013
Desde cuando fue
formulada por Montesquieu la tesis de la separación de los poderes públicos en
su célebre obra: “El Espíritu de las Leyes”, en el siglo XVIII, se ha
establecido que todo poder político, especialmente en una democracia, debe ser
equilibrado en su acción por otro poder igual de fuerte y capaz, para generar
así una dinámica de revisión recíproca y equilibrio entre los poderes públicos
esenciales: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Esta dinámica, promovería la
creatividad, justicia y eficiencia a nivel político y prevendría el abuso de
algún poder sobre los otros y la ciudadanía.
En este contexto, en
una democracia, se asume que el poder ejecutivo ante circunstancias de
emergencia o catástrofe pueda tomar decisiones, dentro de un marco claramente
establecido de atribuciones y rendición de cuentas ante el poder legislativo,
para enfrentar en sus causas y efectos las circunstancias de emergencia o
catástrofe que se presentasen. Igualmente se asume, que este poder especial
otorgado es por el menor tiempo posible para solventar la situación expuesta.
En Venezuela, el
caudillismo, centralismo y la hiperdependencia de la vida nacional de la renta
petrolera como elementos seculares de nuestra evolución histórica, promueven un
inmenso desequilibrio permanente entre los poderes públicos, donde el Poder
Ejecutivo, especialmente la Presidencia de la República, emerge como un súper
poder que en la dinámica política, promueve situaciones de abuso y
desequilibrio que corrompen el necesario equilibrio entre los poderes públicos
con terribles consecuencias de inestabilidad política y social.
En efecto, desde 1974,
cuando Carlos Andrés Pérez, con una sólida victoria en las elecciones
presidenciales y holgada mayoría parlamentaria y un inmenso superávit fiscal y
presupuestario, solicitó poderes especiales, “Para manejar la abundancia con
criterio de escases”, se desato en la vida política de Venezuela un descarado
proceso de culto a la personalidad del caudillo, por parte de las clases
políticas y la sociedad civil (salvo honrosas excepciones), que promovió desde
1974 hasta el 2013, el que todos los presidentes de Venezuela, con la excepción
de Luis Herrera Campins, en situaciones de emergencia o por simple vanidad
personal o necesidad de fortalecimiento de imagen, han solicitado y obtenido la
habilitación de poderes especiales con precarios o nulos efectos en la solución
de los graves problemas del País.
En el presente, Nicolás
Maduro, ejerciendo una Presidencia de la República severamente cuestionada en
su legitimidad de origen y también de desempeño, ha solicitado el 08/10/13 la
habilitación de poderes especiales durante un año, ante la holgada mayoría parlamentaria
que posee, para enfrentar la corrupción y dotar a Venezuela de una nueva base
ética y un nuevo modelo económico socialista. Ante su crisis de legitimidad y
la terrible realidad económica y social que enfrenta de inflación desatada,
desabastecimiento y destrucción de la capacidad productiva nacional, Nicolás
Maduro adopta la clásica postura de la Venezuela caudillista: Asumir que el híperPresidente
tiene la solución de la crisis y practicar la famosa tesis Freudiana de la
traslación de la culpa.
La culpa de la crisis
venezolana, la tiene el capitalismo y la corrupción promovida por la burguesía
derechista (Exposición de Motivos), no el modelo político económico
centralista, caudillista, e híper dependiente del petróleo, que tiene atada a
Venezuela a una severa crisis política, económica y social desde 1983 y que ha
sido llevada a su máxima expresión en estos 14 años a partir de 1999, con el
uso y abuso a plenitud del caudillismo, el centralismo, y la dependencia de la
renta petrolera, los tres grandes promotores del anti desarrollo y anti
democracia en Venezuela.
La crisis terminal que
imponen a Venezuela estas circunstancias reclamaen esencia, un gran liderazgo
del Estado y la Sociedad Civil que promueva el diálogo y el consenso y no el
conflicto. Esta es la gran oportunidad y encrucijada histórica de Nicolás
Maduro: Ser el promotor de un gran consenso nacional para el cambio
democrático, político, económico y social, o entramparse en el dogmatismo y la
ineficiencia de las premisas del socialismo del siglo XXI.
Culpar al capitalismo
de los problemas de Venezuela, cuando el gran capitalista es el Estado
venezolano que produce el barril de petróleo a un costo promedio entre 10 y 14
dólares el barril y lo vende a más de 100 dólares, con una ganancia de 90
dólares por barril (1000%) y culpar también al sector privado cuando la
persecución y las expropiaciones han provocado el cierre de más del 50% de las
empresas comerciales e industriales del País, expresan una notoria incapacidad,
para evaluar racionalmente las circunstancias de espacio y tiempo que
confrontamos como nación y el ser rehén de posturas dogmáticas y prejuicios que
nos condenan al desperdicio de las fortalezas y oportunidades de Venezuela.
Pretender convencer a
los venezolanos que desde el súper poder presidencial se va a generar una nueva
ética y un nuevo modelo económico es una simple demostración de subdesarrollo
político. Un cambio político, económico, institucional y de valores como el que
exige Venezuela debe ser en esencia una expresión de la energía existencial de
toda la nación a través de una gran jornada de dialogo, consenso y voluntad
política.
Después de 30 años de
crisis, desde 1983, el desafió del liderazgo público y privado venezolano, es
evitar que se cumpla la sentencia del gran sociólogo Wilfredo Pareto de que la
historia es el cementerio de las élites a quienes la ambición y la vanidad,
transformó en oligarquías insensibles que fueron arrasadas por la dinámica
política, económica y social. Venezuela como nación, tiene un inmenso potencial
material y humano el cual reclama un gran consenso que promueva la plenitud
democrática y el desarrollo integral. Ojalá, no desperdiciemos esta oportunidad,
para promover la gran capacidad de emprendimiento y deseos
de progreso y bienestar que tenemos todos los venezolanos.
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