Pbro. J. Andrés Bravo H.
Capellán UNICA
Nuestra
reflexión pretende responder a la cuestión sobre la relación entre la fe
cristiana y la vida política. Existen quienes piensan que por ser cristianos no
deben tener nada que ver con la actividad política. Otros que por ser políticos
se apartan de su vida de fe. Recuerdo que en una reunión juvenil un joven
emocionado dijo que habiendo encontrado al Señor se apartó de la política. Otro,
más sereno y reflexivo, le respondió que ahora con mayor razón, desde los valores cristianos, debería vivir
la vocación política. Pero, que no redujera
la política al solo trabajo partidista. En realidad, no se puede
entender seguir a Jesucristo apartado de la vida social. Pues, lo dice la
Iglesia, “la fe cristiana no desprecia la actividad política; por el contrario,
la valoriza y la tiene en alta estima” (Puebla 514). Juan Pablo II, por su
parte, hace énfasis en que “para animar cristianamente el orden temporal —en el
sentido señalado de servir a la persona y a la sociedad— los fieles laicos de
ningún modo pueden abdicar de la participación en la «política»; es decir,
de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa,
administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente
el bien común”. Es más, “todos
y cada uno tienen el derecho y deber de participar en la política, si
bien con diversidad y complementariedad de formas, niveles, tareas y
responsabilidades”. No es excusa decir que la política es sucia
por la infeliz experiencia que vivimos. “Las acusaciones de arribismo,
de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con frecuencia son
dirigidas a los hombres del gobierno, del parlamento, de la clase dominante,
del partido político, como también la difundida opinión de que la política sea
un lugar de necesario peligro moral, no justifican lo más mínimo ni la ausencia
ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública” (Christifideles Laici 42).
Partimos del principio
de que todo ser humano es persona, sujeto de derechos y deberes que se deben
vivir en una comunidad libre y pacifica. Este llamado a ser libre en
convivencia exige aceptar responsablemente toda obligación de la vida social,
asumiendo las exigencias de la comunidad humana al servicio del bien común. No
se comprende la vida cristiana indiferente e insensible ante un pueblo
sumergido en la miseria, en el sufrimiento, obligado a un régimen opresor que
le manipula con limosnas y le niega su participación y su libertad. La Iglesia,
a la que casi nunca se quiere escuchar, acusa proféticamente la conciencia
cristiana porque “son, también, responsables de la injusticia todos los que no
actúan a favor de la justicia con los medios de que disponen y permanecen
pasivos por temor a los sacrificios y a los riesgos personales que implica toda
acción audaz y verdaderamente eficaz. La justicia y, consiguientemente, la paz
se conquistan por una acción dinámica de concientización (sic) y de
organización de los sectores populares” (Medellín, Paz 18),
Ciertamente, no se debe
caer en la tentación de la violencia. En una actividad política movida por el
seguimiento a Jesús exige tener una firme conciencia de justicia y un sentido
dinámico de responsabilidad y solidaridad. Defender sobre todo, como lo enseña
Jesús en su Evangelio, el derecho de los pobres y oprimidos. Denunciar los
abusos del poder que someten al pueblo a su yugo. La vida espiritual,
sacramental y apostólica deben llevarnos a la vivencia sincera del amor; y amar
cristianamente es practicar la justicia. Los Centros Educativos y los Medios de
Comunicación de inspiración cristiana deben formar el sentido crítico del
servicio social. Finalmente, la misma Iglesia nos exhorta: “Luchen con
integridad moral y con prudencia contra la injusticia y la opresión, contra la
intolerancia y el absolutismo de un solo hombre o de un solo partido político;
conságrense con sinceridad y rectitud, más aún, con caridad y fortaleza
política, al servicio de todos” (Gaudium
et spes 75).
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