Andrés Bravo
Capellán de la UNICA
No
puedo ocultar mi preferente veneración al Papa que, como dijo él mismo a un
niño enfermo en el hospital romano “Niño Jesús”, alguna vez se llamó Ángelo
José Roncalli (1881-1963), quien al ser elegido pontífice de la Iglesia
Universal adoptó el nombre de Juan XXIII y sus contemporáneos lo identificaron
como el Papa Bueno. Sin embargo, soy de los que piensan que las comparaciones
son odiosas y que cada uno ha sido dotado por Dios de valores extraordinarios
que han servido a la edificación de la Iglesia y al desarrollo de la humanidad
actual. Además, pienso que ningún ser humano es sustituible, tampoco el Obispo
de Roma. Es aún más difícil creer que nuestro Juan pudo sustituir a Pío XII. Ni
Pablo VI o Juan Pablo I o Juan Pablo II pudo sustituirlo a él. Cada uno hace su
propia historia unidos sí, en la fe en quien los eligió y en el amor a la
Iglesia y a una humanidad herida y, a la vez, repleta de grandes oportunidades
de crecimiento humano.
Los que aún peregrinamos por la
historia hemos experimentado, sin duda, la cercanía de Juan Pablo II, quien
colmó al mundo con su presencia y con su mensaje evangélico. Pero, fue Juan XXIII
quien encaminó un estilo nuevo de ser Iglesia, más pastoral, más evangélica,
más humana. Ese camino que hoy sigue construyéndose con el Papa Francisco y que
tiene su hito en la convocatoria y apertura del acontecimiento pentecostal del
siglo XX, el Concilio Ecuménico Vaticano II. Porque, lo afirma el Papa bueno en la Humanae Salutis (25/12/1961), cuando un orden nuevo se está
gestando en la humanidad, la Iglesia no puede estar entretenida en cuidarse
intacta como quien custodia un museo, sino que asume una inmensa misión, como
ha sucedido en las épocas más trágicas de la historia. Dice: “Lo que se exige
hoy de la Iglesia es que infunda en las venas de la humanidad actual la virtud
perenne, vital y divina del Evangelio”. No más censuras, no más condenas, no
más juicios. Ahora la Iglesia es encuentro, diálogo, servicio, a todos los
hombres, a los cercanos y lejanos, a los cristianos no católicos, a los no
cristianos y a las personas de pensamientos filosóficos, humanistas, políticos,
culturales, económicos, científicos, creyentes o no. Aprender de ellos y
brindarles los valores del Evangelio de Jesús, que acogerán con libertad.
Juan XXIII tiene una actitud optimista
de la humanidad. Se resiste a creer que es un mundo perdido. Naturalmente, no
ignora sus males y peligros, no es un ingenuo: “La humanidad alardea de sus
recientes conquistas en el campo científico y técnico, pero sufre también las
consecuencias de un orden temporal que algunos han querido organizar prescindiendo
de Dios. Por esto, el progreso espiritual del hombre contemporáneo no ha
seguido los pasos del progreso material”. Denuncia “las sangrientas guerras,
las lamentables ruinas espirituales causadas en todo el mundo por muchas
ideologías y las amargas experiencias que durante tanto tiempo han sufrido los
hombres”. Sin embargo, el Papa Juan no acepta a aquellos “que sólo ven
tinieblas a su alrededor, como si este mundo estuviera totalmente envuelto por
ellas”. Preferimos, afirma, poner toda nuestra confianza en el Salvador de la
humanidad. Más aún, “creemos vislumbrar, en medio de tantas tinieblas, no pocos
indicios que nos hacen concebir esperanzas de tiempos mejores para la Iglesia y
la humanidad”. Así, nos exhorta a escrutar los signos de los tiempos y
responder a los retos históricos.
Lo que pide el Papa Juan con el
Concilio es “ofrecer al mundo, extraviado, confuso y angustiado bajo la amenaza
de nuevos conflictos espantosos, la posibilidad, para todos los hombres de
buena voluntad, de fomentar pensamientos y propósitos de paz”. Así, en su
famoso radio-mensaje del 11 de septiembre de 1962, expresa sin temor la
necesidad de una profunda y auténtica renovación de la Iglesia. Prevaleciendo
el llamado de ser, “Iglesia de todos, en particular, la Iglesia de los pobres”.
Y agrega claramente, que “es deber de todo hombre, y deber más urgente para el
cristiano, el considerar lo superfluo con la medida de las necesidades del
prójimo y el poner buen cuidado en que la administración y la distribución de
los bienes creados se haga con ventaja de todos”.
Juan XXIII, de profunda preparación
académica y un don especial de humanidad, tuvo la sabiduría de aprender con
experiencias variadas que adquirió en diversas misiones eclesiales. Como
visitador apostólico en Bulgaria (1925) aprendió a servir en la pastoral de la
caridad a favor, no sólo de la minoría católica, sino también de los miembros
de la Iglesia ortodoxa y de toda la sociedad búlgara. Como delegado de Turquía
(1934), donde los católicos eran todavía menos que en Bulgaria, enfrentó el proceso
de laicidad del Estado y la penetración islámica con la oportunidad de
acercarse también al mundo musulmán. Ahí, según el juicio de los historiadores,
tiene Roncalli sus raíces ecuménicas. La segunda guerra mundial movió al futuro
Papa a servir en el ámbito de la política y lo social. El conocimiento que
tenía del embajador del Tercer Reich,
Von Papen, le permitió salvar del holocausto a unos 24.000 judíos y suavizar
las medidas represivas con que las tropas del Eje sofocaron a Grecia, país que
había entrado, junto a Turquía, en la jurisdicción de la diplomacia pastoral de
Roncalli.
Quizá fue como nuncio de París
(1942) donde aprendió más a valorar las relaciones amistosas, evangélicas y
humanas con las diferentes culturas modernas, con los hombres de ciencia, con
diversas ideologías políticas y sistemas económicos diversos de grandes poderes
sobre la humanidad. Una sociedad amenazada constantemente con la guerra
encontró a un Obispo sirviendo a la paz. Esta experiencia le ha servido de
autoridad para, como Papa de la paz, ofrecernos el más importante de sus
documentos, la Encíclica Pacem in terris,
donde asegura que la paz se funda en la verdad, en la justicia, en la libertad
y es fruto del amor.
Dos hechos eclesiales son atendidos por el buen nuncio en
Francia, con mucha comprensión y apertura. La experiencia de los curas obreros,
aplicando su principio que expresaba: “Sin un poco de santa locura, la Iglesia
no ensancha sus pabellones”. Y la renovación teológica llamada nouvelle théologie atacada por muchos
como sospechosa, con un acercamiento al modernismo. Más tarde, como sabemos,
los representantes de esta corriente teológica, junto a los grandes movimientos
de renovación litúrgica, social, patrística y bíblica, ayudan al Papa Juan a
desarrollar los más significativos temas del Vaticano II. Su motor fundamental
es la fe y la esperanza sin vacilación, con una gran libertad interior que
manifestaba con admirable sencillez: “Nada hay de heroico en cuanto me ha
sucedido y en cuanto he creído que tenía que hacer. Una vez que se ha
renunciado a todo, exactamente a todo, cualquier audacia resulta la cosa más
simple y natural del mundo”.
Estando todavía en París, en 1953 Pío XII lo hace Cardenal.
Pero, tres días después asume como Patriarca de Venecia, donde tiene una
extraordinaria experiencia de Pastor que le prepara para su futuro destino como
Obispo de Roma. Sólo llegando a Venecia, dejó claro que no lo consideraran un
político o diplomático, él era un Sacerdote. Eso fue y lo hizo notar en todas
sus acciones pastorales. También, en condición de Pastor, no dejó de atender
los desafíos socios-políticos de su jurisdicción. Es digno de recordar que dejó
escuchar su voz cuando en 1957 se realizó en Venecia un congreso socialista de
Nenni. Entre otras cosas, les advirtió a los congresistas: “Espero que harán
los marxista esfuerzos para encontrar un sistema que favorezca la mutua
inteligencia, un sistema que contribuya a mejorar las condiciones de vida y la
prosperidad de la sociedad”. Con este manifiesto, el Sacerdote no fue para nada
beligerante ni inquisidor, sino un Pastor que exige el bien común para su
pueblo.
Esta reflexión jamás podrá
considerarse culminada. La historia, el pensamiento y el espíritu de este
grande de la Iglesia, a pesar de su corto pontificado, significó una larga
experiencia de renovación eclesial que se desbordó a toda la humanidad. Me
basta finalizar esta corta nota con el testimonio del teólogo español Eloy
Bueno de la Fuente: “La convocatoria del Vaticano II por Juan XXIII, por lo
imprevista, pareció un milagro. A inicio llamó la atención la preocupación
ecuménica del Papa, pero muy pronto apareció la renovación de la Iglesia como
objetivo principal, lo que llevaba consigo el aggiornamento, para suscitar un
nuevo Pentecostés que acercara el Evangelio a los otros”.