Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 18
Domingo de Resurrección
Ciertamente,
la experiencia de fracaso es humanamente dura, causa la peor de las penas, la decepción,
la pérdida de la fe y la esperanza, la vida se derrumba. Esto es lo que sienten
los discípulos ante la crucifixión del Maestro. Todos vuelven a Galilea, el
sitio donde comenzaron, sin frutos que brindar ni sentido para vivir. Pero,
ante la resurrección del Señor, la alegría es aún más grande, el compromiso se
renueva y, con mayor fe y esperanza, regresan a Jerusalén a seguir el camino de
la salvación con el Espíritu del Resucitado. Dispuestos a dar la vida porque ya
saben que Cristo venció el mal.
El Crucificado ha
resucitado. Así lo anuncia Pedro en alta voz, sin miedo, plenamente convencido:
el Crucificado está vivo, ha resucitado, nosotros somos testigos de esta buena
noticia (cf. Hch 10,37-43). La muerte no era el fracaso como pensaban, sino que
culminaría en el triunfo de la vida. Con la resurrección se revela Dios amor,
la nueva Alianza se cumple y la causa de Jesús sigue en pie. La historia
adquiere un sentido pleno y trascendente. El Reino de Dios deja de ser una vana
ilusión y se convierte en una realidad posible. La fe se renueva y la Iglesia
nace como misterio de comunión y misión.
Una vez más es el
Magisterio latinoamericano quien lo expresa mejor (cf. Puebla 195-197): con la
resurrección Jesús es constituido Señor del mundo y de la historia, se convierte
en signo y prenda de la resurrección a la que todos estamos llamados y de la
transformación final del universo. El mundo es recreado, nace nuevo con
personas nuevas. Es el triunfo de la justicia y la derrota de la maldad, de las
injusticias y esclavitudes. Los pueblos latinoamericanos son impulsados a la
lucha liberadora con la fuerza del Espíritu del Resucitado. Amarnos en
fraternidad adquiere su valor más grande. Pues, amando hasta entregar la vida
es como Jesús gana la vida y es glorificado por el Padre que donándolo lo
recibe de nuevo en su gloria.
El acontecimiento más
importante de la historia es la Resurrección del Señor y la clave esencial de
la fe cristiana. Es decir, si Cristo no resucitó no puede haber fe ni existir
la Iglesia: “Si Cristo no ha resucitado, es vana nuestra proclamación, es vana
nuestra fe” (1Cor 15,14). San Pablo, que conoció al Señor como experiencia
pascual, hace una extraordinaria profesión de fe en la primera carta que
escribe a la conflictiva comunidad cristiana de Corinto (cf. 1Cor 15). Es el
Evangelio que predica: Cristo murió por nuestros pecados y resucitó al tercer
día. Con este hecho histórico se da cumplimiento a las promesas de Dios que
transmiten las Escrituras Sagradas. Lo confirma su presencia viva ante los Apóstoles
y, por último, el mismo Pablo lo siente presente, vivo, interpelándolo porque lo
estaba persiguiendo: “…se me apareció a mí, que soy como un aborto… Gracias a Dios
soy lo que soy, y su gracia en mí no ha resultado vana, ya que he trabajado más
que todos ellos; no yo, sino la gracia de Dios en mí” (1Cor 15,8-10).
Me es significativa la
prédica de los Apóstoles porque su testimonio va acompañado por una existencia
entregada. Nuestra cuestión fundamental es cómo podemos anunciar al mundo de
hoy que Cristo es el Señor, que ha resucitado y sigue actuando entre nosotros. No
podemos seguir probándolo diciendo que el sepulcro está vacío o que algunos lo
vieron. El mundo creyó el mensaje de los Apóstoles porque vieron cómo se amaban
entre ellos y como sufrían persecuciones por la fe. De la misma manera, como
Iglesia, debemos hacer notar la presencia de Cristo resucitado con el amor. Me
gusta un título de un libro teológico que dice: “Sólo el amor es digno de fe”.
Es verdad, “la capacidad de compartir, será signo de la profundidad de la
comunión interior y de su credibilidad hacia fuera” (Puebla 243). Decir
compartir incluye la solidaridad y el amor.
Maracaibo, 5 de abril de
2015