En homenaje a mis
hermanos Sacerdotes de la Arquidiócesis de Maracaibo
Pbro. Mg. José Andrés Bravo Henríquez
Director del Centro Arquidiocesano de Estudios de Doctrina Social de la Iglesia
Arquidiócesis de Maracaibo
Universidad Católica Cecilio Acosta
Quiero compartir, algunas notas de mi lectura del libro del
cardenal jesuita Jorge Mario Bergoglio, el mismo que apareció en el balcón del
Vaticano elegido papa Francisco pidiendo la bendición al pueblo que lo esperaba
en la plaza san Pedro, el día 13 de marzo de 2013. Es mi segunda lectura más
pausada del libro en cuestión, titulado “Mente abierta, Corazón creyente”,
publicado en Buenos Aires por la editorial Claretiana el mismo año de su
elección como obispo de Roma. Esto me permite hacer una especie de glosario,
buscando motivar su agradable lectura.
El
prólogo lo escribe el Arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz (Argentina), Mons. José
María Arancedo, quien destaca el aspecto testimonial del libro:
“Hablaría
de la transmisión de una experiencia de varios años que surge de la vida y
tarea de un sacerdote, formador y pastor… Es de marcar la preocupación que
manifiesta al presentar la vida cristiana como una realidad orientada a mejorar
la vida en sus relaciones con Dios, el mundo y los hombres… Lo bíblico, en
especial las enseñanzas de Jesús, aparecen como algo muy cercano a lo humano,
como algo, diría, que le pertenece al hombre y que tal vez lo estaba esperando”
(pp. 5-6).
El
título es una lección completa de una vida de fe auténtica porque es difícil
entender a una persona de corazón creyente con una mente cerrada, vuelta a sí
misma, sin posibilidad de un encuentro sincero con el mundo y su multiformes
dimensiones, con las demás personas que les exige respeto y amor, y con el Absoluto
que le ha creado y lo atrae para la comunión y la libertad. Es lo que ha
insistido desde que fue elegido papa, salir. Esto de la salida que identifica
la actualidad de la misión de la Iglesia, es lo que llama el mismo Bergoglio la
cultura del encuentro.
La
obra se constituye en diversos escritos, reflexiones de ejercicios
espirituales, especialmente dirigidos a los sacerdotes y a los que están
formándose para su pronta ordenación. Excelentes, sabias y, a la vez,
sencillas, meditaciones agrupadas en cuatro partes.
En la
primera parte, sobre “los diálogos de Jesús”, a la que sólo le dedicaré este
espacio, fundamenta sus pensamientos en los diferentes relatos que aparecen
testimoniados en el Evangelio. Porque, para nuestro autor, “el gozo apostólico
se alimenta en la contemplación de Jesucristo: cómo andaba, cómo predicaba,
cómo curaba, cómo miraba… Cómo habla Jesús con quienes le quieren imponer
condiciones, cómo con quienes pretenden tenderle trampa, cómo con aquellos que
tienen el corazón abierto a la esperanza de la salvación” (p. 13).
Los
clasifica de diálogos condicionados, diálogos tramposos, diálogos leales:
“Cuando alguien se acerca así, el corazón de Cristo se llena de gozo (Lc
10,21)” (p. 14). Así de sencillo y profundo, es su invitación a acercarnos a
Jesús para aprender a vivir la verdadera historia que nos conduce a la comunión
universal. Aquí no podemos dejar de referirnos a su primera exhortación
apostólica como pastor universal, Evangelii
gaudium (EG): “Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en
que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o,
al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada
día sin descanso” (EG 3). Es como si el mismo papa estuviera interpretando sus
meditaciones de cuando era Arzobispo de Buenos Aires.
Al
inicio de su primera meditación, dirigida directamente a los sacerdotes, hace
la advertencia del peligro de convertirnos en funcionarios religiosos:
“Entonces el sacerdocio deja de ser el puente, el pontífice, para terminar
siendo una función a cumplir. Deja de ser mediador para convertirse en
intermediario” (p.15). Para reflexionar sobre lo dicho, nos propone contemplar
el misterio de la presentación de Jesús en el Templo: “El Señor sale al encuentro
de su pueblo” (p. 15).
Este
encuentro es, por sí mismo, gozo y es vivido como misión, como consolación,
como armonía amorosa, como libertad, porque es signo de la presencia de Cristo.
Pero, “el grado fundamental del gozo es, pues, esa paz honda, esa imperturbabilidad
en el Espíritu que permanece aun en los momentos más dolorosos de cruz” (p.
18). El gozo del Espíritu nos hace felices, la tristeza de Satanás “endurece el
corazón y nos lo amarga” (p. 19). Ciertamente, ninguno puede transmitir
felicidad viviendo amargado. Sin embargo, ahí está el Señor que quiere
acercarse a nosotros y ser nuestro amigo y hermano. Él es el gozo de vivir en
el amor donde el sacrificio de la cruz es vencido por la resurrección.
“Porque
el que ha nacido de Dios, vence al mundo. Y la victoria que triunfa sobre el
mundo es nuestra fe (1Jn 5,4)” (p. 26). Así nos introduce al tema de la fe.
Para el autor, nuestra fe cristiana es revolucionaria: “Es una fe combativa,
pero no con la combatividad de cualquier escaramuza, sino con la de un proyecto
discernido bajo la guía del Espíritu para un mayor servicio a la Iglesia. Y,
por otro lado, el potencial liberador le viene de su contacto con lo santo: es hierofánica” (p. 27).
Esta
fe tiene sus tentaciones, entre otras, la conciencia de derrota, es el enemigo
que siembra pesimismo: “Nadie puede emprender ninguna lucha si de antemano no
confía plenamente en el triunfo… El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero
una cruz bandera de victoria” (p. 27). Es la humildad el arma más poderosa para
triunfar. El combate de la fe se libra con los humildes y sencillos. Habla de
la gente que continuamente nos encontramos en nuestras comunidades y que son
las que mejor reciben el mensaje cristiano. Son los rostros sufrientes de
Cristo y los dispuestos al sacrificio.
“Otra
tentación es querer separar antes de tiempo el
trigo y la cizaña. Hay una experiencia privilegiada del sacerdote: es la
confesión. Allí vemos muchas miserias, pero allí está también lo mejor del
corazón humano que es el hombre arrepentido” (p.28). Yo creo que Dios no llama
a santos, sino que nos llama a ser santos. Es al ser humano, con sus miserias y
riquezas, con sus debilidades y fortalezas, a quien llama el Señor a la
santidad: “La santidad no es una colección de virtudes: esta concepción
entomológica de la santidad nos hace mucho daño y ahoga nuestro corazón y – a
la larga – nos plasma en fariseos. La santidad es caminar en la presencia de
Dios y ser perfecto, la santidad es vivir encontrándose con Jesucristo” (p.
15). Mientras estamos de camino, necesitamos la misericordia de Dios. Es decir,
que Dios sane nuestras miserias. No podemos exigir perfección a quienes están
en camino, viviendo su vocación.
“Otra
tentación es privilegiar los valores del cerebro sobre los valores del corazón.
No es así. Solamente el corazón une e integra. El entendimiento sin el sentir
piadoso tiende a dividir. El corazón une la idea con la realidad, el tiempo con
el espacio, la vida con la muerte y con la eternidad” (pp. 28-29). La tentación
del puro racionalismo, es la que desubica los sentimientos. No creo que Bergoglio pretenda enseñarnos un
sentimentalismo desencarnado, pero si nos quiere prevenir de un racionalismo
despiadado, porque así nos convertiremos en “intelectuales ignorantes” (p. 29).
Diría yo, prepotentes, creyéndonos saberlo todo nos damos el derecho de
exigirlo todo.
“Más
bien la misión de nuestra mente es descubrir las semillas del Verbo dentro de
la humanidad” (p. 29). Ciertamente, con sólo el entendimiento nos sería difícil
reconocer al Salvador del mundo en un niño acostado en un pesebre o en un
condenado crucificado. Así como nos es difícil también, adorar a Jesús
realmente presente en las humildes especies del pan y el vino consagrados en la
Eucaristía. De la misma manera tampoco comprenderíamos que amando y sirviendo
al pobre es amar y servir al propio Señor. Es claro, concluyo yo, para obtener
una mente abierta, necesitamos un corazón creyente y viceversa.
La fe
es un don que debemos pedírselo a quien lo tiene y lo da, a Dios. Aquí resalta
la importancia de la oración de petición, o del pedigüeño, como al autor le
gusta decir: “Dios nos guarde de no ser pedigüeños con él y con sus santos.
Negar que la oración de petición sea superior a las otras oraciones, es la
soberbia más refinada. Sólo cuando somos pedigüeños nos reconocemos creaturas”
(p. 29).
Esto
último nos ayuda a entrar en la siguiente meditación sobre nuestra vocación. Aquí
se observa que sus interlocutores son unos seminaristas que se preparan a
recibir pronto su ordenación sacerdotal. Comienza con dos preguntas, pero, a mi
juicio, una es la esencial: “¿En qué está fundada mi vocación?” (p. 35). Creo
que esto, como dije, es esencial para nosotros los sacerdotes, pero también lo
es para todos los que hemos optados por el seguimiento de Jesús, me refiero que
los laicos no pueden dejar de cuestionarse sobre el fundamento de su propia vocación.
Para
eso nos refiere al Evangelio (Mt 7,22-27), donde nos dice que si nuestra casa
(vida) está construida sobre arena (nuestras debilidades o, “indigencias” p. 36)
se destruirá. Pero, si la construimos sobre roca fuerte y firme (la persona y
la doctrina de Jesús que nos revela al Padre amante y, con Él, nos dona al
Espíritu Santo de amor) entonces nuestra existencia avanza hacia una historia constructiva
de bondad y misericordia capaz de transformar el mundo y alcanzar la eternidad.
El
autor de este extraordinario libro no nos presenta puras ideas, esto es
existencial, lo vivieron, como él mismo lo señala, personas que fueron llamadas
a asociarse al plan de salvación y respondieron, no sin antes expresar que sus posibilidades
humanas para cumplir la misión encomendada son muy deficientes: Moisés responde
que quién es él para presentarse al Faraón y al pueblo hebreo, para emprender
el movimiento liberador. Jeremías, llamado a ser profeta en medio del conflicto,
se reconoce incapaz de tal misión porque es impuro. Así todos reconocen que sus vidas
(sus casas) han estado edificadas sobre arena.
Pero,
quien nos llama a una misión es Aquel que nos da la fuerza necesaria para
cumplirla: “Es la resistencia inicial, el no poder comprender la magnitud del
llamado, el miedo a la misión. Esta señal es de buen espíritu, sobre todo si no
se queda allí y permite que la fuerza del Señor se exprese sobre esa debilidad
y le dé consistencia, la funde: Yo estaré
contigo” (p.36).
Yo
quiero hacer notar que en toda la historia de la salvación, el Señor prefiere
llamar a los jóvenes y a los pobres. Esa siempre serán las excusas: soy muy
joven, soy muy pobre. Pero así le ha parecido mejor. En la pobreza y juventud
de los llamados, el Señor ejerce su poder de amor a la humanidad. Así también
ha querido revelarse en Cristo Jesús, joven y pobre, ese es Dios-con-nosotros,
que no hizo alarde de ser divino. En definitiva… “sólo nos queda permitir que
el Señor nos hable y ubique en su real dimensión nuestro miedo, nuestra
pusilanimidad, nuestro egoísmo” (p. 37).
La
fortaleza nos lo da Jesús con su Espíritu y, con él nos fortalece para la vida de
comunión (la Iglesia) y así podamos cumplir su misión. Porque debemos tener
conciencia clara de que nuestra misión no es nuestra, la que nosotros nos
inventamos, es la del Señor que nos llama para servirle en la construcción de
su reino:
“Nuestra
misión, la que nos da miedo, y nos lleva a pronunciar excusas como la de los
elegidos en la Escritura, es evangelizar, pastorear al pueblo fiel de Dios. Y
esta misión nos funda en nuestra vocación… Jesús, al llamarnos a ella, nos
funda en lo más hondo de nuestro corazón: nos funda como pastores, que es
nuestra identidad. En nuestra visita a los enfermos, en la administración de
los sacramentos, en nuestra enseñanza del catecismo, en toda nuestra actividad
sacerdotal estaremos también colaborando con Cristo fundando corazones
cristianos, y – a la vez – por ese camino-trabajo que hacemos, el Señor funda y
arraiga nuestro corazón en el suyo” (p. 39).
Es muy
importante sentir la Iglesia, como lo hacen los primeros Padres y Teólogos para
quienes la Iglesia no es un objeto de estudio, sino el misterio donde viven la
fe, el espacio natural de comunión, de misión, de seguimiento de Jesús. Por
eso, el cardenal Bergoglio comienza su siguiente meditación con la bella
afirmación de que “Jesús funda la Iglesia, y a nosotros nos funda en la
Iglesia” (p. 43). La imagen que prefiere de la Iglesia la hace en relación con
María, la nazarena elegida para la misión de ser Madre de Dios: “El misterio de
la Iglesia va muy unido al misterio de María, la Madre de Dios y la Madre de la
Iglesia. María nos engendra y nos cuida. La Iglesia también. María nos hace
crecer, la Iglesia también. Y a la hora de la muerte el sacerdote nos despide
en nombre de la Iglesia para dejarnos en los brazos de María” (p. 43).
Sí, la
Iglesia es la esposa del Señor. Si del cuerpo puro y limpio de la virgen
nazarena viene a nosotros el Hijo de Dios, del cuerpo de nuestra santa madre la
Iglesia nacemos los hijos de Dios. Así concluye nuestro autor esta bella
meditación:
“Quise
hablar en esta meditación del amor a la santa madre Iglesia hierarchica, y hemos desembocado en
nuestra propia responsabilidad de ser hijos de la Iglesia y – a la vez – hacer
Iglesia. Nuestro amor a la Iglesia debe llevarnos a expresarla ante el mundo en
su santidad, en su cálida fecundidad y en su disciplina que es ser toda de Cristo
y, como dice el Concilio, la Dei Verbum
religiose audiens et fidenter proclamans. Que nuestra Señora, la Virgen
Madre, nos obtenga del Señor la gracia de un amor santo, fecundo y disciplinado
a la Iglesia” (pp. 48-49).
A mi
juicio, una de las más graves tentaciones de la vida cristiana en general y de
la vida sacerdotal en particular, es el de olvidar sentirnos Iglesia y vivir
una fe individualista, para darle prioridad a nuestros proyectos personales,
para nuestros intereses propios. Es lo que llaman, “cristianos a mi manera”, o
la equivocada opción del “Cristo sí, la Iglesia no”. Lo más lamentable es que
existan sacerdotes que no lo expresan con palabras pero lo manifiestan con sus
obras. Muchas veces, al margen de lo que es la Iglesia, se dejan seducir por
ideologías o idolatrías, justificando sus conductas por las debilidades de la
institucionalidad de la misma Iglesia. Algo así como, cuando la Iglesia es
santa yo soy santo. Pero, cuando la Iglesia es pecadora, yo me paso del lado de
sus jueces y verdugos. Por eso, el hoy papa Francisco une su voz a la del papa
Pablo VI para aclarar esta cuestión (escribo en cursiva el texto de Evangelii
nuntiandi con su sigla EN de Pablo VI):
“Nuestra
adhesión al reino no puede quedarse en
algo abstracto y desencarnado, sino que se revela concretamente por medio de
una entrada visible en una comunidad de fieles… la Iglesia sacramento visible
de la salvación (EN 23); signo
visible del encuentro con Dios, comunión que a su vez se expresa mediante la
participación en esos otros signos de Cristo viviente y operante en la Iglesia
que son los sacramentos (EN 28).
Nuestra
adhesión al reino, pues, ha de adentrarse en el costado de Cristo dormido en la
cruz, de donde nace su esposa, madre fecunda de un cuerpo disciplinado al que
alimenta con los sacramentos. Existe, por
tanto, un nexo íntimo entre Cristo, la Iglesia y la evangelización. Mientras
dure este tiempo de la Iglesia, es ella la que tiene a su cargo la tarea de
evangelizar. Una tarea que no se cumple sin ella, ni mucho menos contra ella (EN
16). Es una dicotomía absurda
pretender amar a Cristo pero sin la
Iglesia, estar en Cristo pero al margen de la Iglesia, escuchar a Cristo pero
no a la Iglesia (EN 16)” (pp. 47-48).
Para
comprender todo lo anterior, es valiosa la siguiente meditación que dicta bajo
el título de “la cruz y la misión”. La verdad es que nada hay de cristiano que
no tenga su sentido en la cruz de Cristo. En ella se funda. También la misión
es fruto del misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de
Jesucristo. En el caso de la misión evangelizadora a la que estamos llamados,
que identifica a la Iglesia y la edifica, parte de la entrega amorosa en el
sacrificio de la cruz. Es ahí, en el amor extremo de entrega de la vida, donde
el Hijo amado y donado revela al Padre amante y hace pleno el plan de salvación:
“La misión nos pone en el mismo lugar que Cristo Jesús, en la cruz” (p. 54). Es
ahí donde anunciamos con eficacia la buena noticia de la salvación.
“El
apóstol es un muerto por Cristo (Rom 6,3.4,8) cualificado. No se pertenece:
está sepultado con Él (Col 2,12)… La cruz, entonces, adquiere una dimensión de
testimonio y, a la vez, es el lugar a donde somos conducidos cuando nuestro
testimonio es auténtico” (p. 55). Yo añado simplemente que el evangelizador
está entregado en el amor con Cristo en la cruz porque sólo amando, hasta
entregarnos totalmente, nuestro anuncio del Evangelio es escuchado y creído. Como
lo señala el sólo título de aquel opúsculo del gran teólogo Hans Urs von
Balthasar (1905-1988), “sólo el amor es digno de fe”.
Bergoglio
menciona dos actitudes como signo de que se ha asumido la misión en la cruz:
“el coraje y la constancia apostólicos” (p. 55). Lo contrario son los dos
graves defectos que debemos superar: “la presunción y el mal temor” (p. 55):
“Para
abrazar la cruz hace falta coraje y para permanecer en ella es necesaria la
constancia. Hay cristianos fuertes en emprender obras apostólicas pero, en la
dificultad, desfallecen: no saben de paciencia. Padecer con Cristo y por Él
será, en definitiva, lo que acrisola al coraje. De ahí que estas dos virtudes –
paciencia y coraje – sean eminentemente apostólicas. Ambas se gestan en la cruz
y son un índice de que se ha asumido la misión con la formalitas Christi” (p. 56).
Sí,
todo tiene su fuente y culmen en la cruz de Cristo, que es igual a decir que
esta fuente y este culmen es el amor de la extrema entrega de la existencia
cristiana: “Nadie tiene amor más grande de que el que da la vida por los
amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que les mando” (Jn 15,13-14). Esto
lo dice Jesús después de que nos ha mandado a cumplir su ley: “Éste es mi
mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado” (Jn 15,12). Así es
nuestra amistad con Jesús y, por tanto, nuestra identidad como cristianos, amar
tal como Él lo hace, hasta la muerte en cruz.
También,
“nuestra pertenencia a la Iglesia adquiere su consistencia fundamental allí
donde nace la Iglesia: en la cruz… Allí nuestra pertenencia es filial porque
nos hacemos hijos en el Hijo. Y allí, de pie, participando del despojo, está la
Madre que nos da a luz en esa filiación. Lo mismo sucede cuando queremos fundar
nuestro corazón en una renovada pertenencia a la Iglesia. Y porque la Iglesia
nace y tiene su fundamento en la cruz, toda fundación participará también de
ella. En todo cimiento eclesial hay una cruz. La hora del nacimiento de la
Iglesia coincide con la hora de la vigilia de la muerte” (p. 58).
Concluye
la meditación con un imperativo: a la cruz se la abraza o se la rechaza: “Si
optamos por rechazarla, nuestra vida quedará en nuestras manos, enjaulada en
los momentos mezquinos de nuestro horizonte. Si la abrazamos, en esa misma
decisión perdemos la vida, la dejamos en manos de Dios, en el tiempo de Dios, y
sólo nos será devuelta de otra manera” (p. 65).
Las
tres siguientes meditaciones tratan del pecado. El pecado es iniquidad, es
maldad, es contrario a la bondad y rompe la comunión con Dios y con los
hermanos. Es como las tinieblas, que impiden la conversión. Pero siempre hay
una luz que brilla en las tinieblas y nos permite la conversión que transforma
nuestras vidas. Esa luz es Jesús salvador, el Dios de bondad y misericordia que
rompe las tinieblas del pecado. Sólo así podemos conocer a Dios. En fin, “Jesús
exhorta a caminar en la luz mientras hay tiempo, para no tropezar” (p. 67).
Esto
es explicado de esta manera: “En la meditación del pecado consideramos la
contradicción fundamental de nuestra vida: la oposición entre el plan de Dios,
que nos funda, nos integra en su Iglesia, y el pecado como fundamento
desintegrador de nuestra pertenencia al Señor y a nuestra santa madre la
Iglesia jerárquica” (p. 69). Simple, el pecado es ruptura de la comunión. Aquí vale
las enseñanzas luminosas del documento de Puebla: “Roto así por el pecado el eje
primordial que sujeta al hombre al dominio amoroso del Padre, brotaron todas
las esclavitudes” (Puebla 186), porque se desintegró la comunión y “el hombre
se desgarró interiormente. Entrando en el mundo el mal, la muerte y la
violencia, el odio y el miedo. Se destruyó la convivencia fraterna” (Puebla
185).
Una de
las consecuencias más peligrosas del pecado es la pérdida de la esperanza, es
decir,
“la
desesperanza de un pueblo que, en el desierto, dice No a la esperanza del Dios
vivo y por eso prefiere adorar a un ídolo (Ex 32,7-10; 32,15-24); que dice No a
la esperanza del proyecto de salvación y prefiere gustar, en la añoranza, los
ajos y las cebollas de la esclavitud (Ex 16,1-3); que dice No a la conducción,
refugiándose en el fácil anarquismo de la murmuración (Ex 16,6-8; 17,1-7). Un
pueblo que no quiere la prueba, la dificultad. En esta tentación lo que está en
juego es que el don de Dios es un regalo, pero el don de Dios se conquista” (p.
71).
Pues,
la desesperanza desintegra la familia, la impaciencia desintegra la confianza,
la desesperanza desintegra la fraternidad y la constante conducción apostólica,
termina diciendo el predicador.
Somos
tentados continuamente a abandonar el camino hacia la salvación. Siempre es una
lucha constante para no dejar tirada la bandera y desertar de nuestra misión.
El cardenal nos advierte que “la tentación es también una prueba de la
condición humana” (p. 79). Para comprenderlo nos cuenta la experiencia de
Jesús:
“Jesús
experimentó la prueba en su vida. Comienza en el desierto (Mt 4,1-11) y seguirá
porque en ese entonces el demonio se alejó de Él, hasta el momento oportuno (Lc
4,13). Jesús sufre la prueba hasta la agonía: Mi alma ahora está turbada. ¿Y
qué diré: Padre, líbrame de esta hora? ¡Si para eso he llagado a esta hora! (Jn
12,27; cf. Lc 22,40-46). Jesús experimenta la prueba en sus parientes (Mc
3,33), en Pedro, a quien no duda en llamar Satanás (Mc 8,33), en la perspectiva
de un mesianismo temporal (Jn 6,15)” (pp. 79-80).
También
“la Iglesia ha de seguir en mismo camino de Cristo (Mc 10,38)” (p. 80). Y en
particular, cada uno de los cristianos sufrimos las pruebas y, en ellas, somos
probados en la fidelidad. Porque “el meollo de la tentación está en la
fidelidad-infidelidad. Dios nuestro Señor quiere una fidelidad que se renueve
con cada prueba” (p. 80).
De
ahí, el autor predicador, salta a la siguiente meditación para indicarnos las
actitudes desesperadas. No sólo debemos pedir la esperanza que es una virtud
del Espíritu Santo, sino que, además, debemos disponer la existencia para
recibirla correctamente. Ojo, “esta esperanza es distinta del optimismo” (p. 82):
“La esperanza es cierta, nos la da el Padre de toda Verdad.
Discierne lo bueno y lo malo. No rinde culto a lo óptimo (no cae en el
optimismo) ni se cree segura en lo pésimo (no es pesimista). Porque la
esperanza discierne entre el bien y el mal, es combativa; y combate sin
ansiedad ni obcecación, con firmeza de quien sabe que corre a una meta segura,
como esperanzadamente lo dice el autor bíblico: despojémonos de todo lo que nos
estorba, en especial del pecado, que siempre nos asedia, y corramos
resueltamente al combate que se nos presenta (Heb 12,1). Precisamente una
esperanza combativa es la propuesta” (p. 82).
A ver
si podemos entender lo que menciona como actitudes desesperadas que las reúne
en un solo pequeño texto: “Estas actitudes desesperadas siguen los mismos
escalones del anti-Reino: comienzan por ser poco pobres, siguen vanas y
terminan empachadas de soberbia” (p. 82). La primera es, pues, “comenzar por
ser poco pobres”. Es decir, a resistir a sufrir, optando por la “riqueza” del
no-sufrir: “No dejamos margen al misterio de una libertad y de la gracia, el
misterio que nos torna dóciles y que nos unge en pobres” (p. 83). Así nos va
explicando de “una riqueza herrumbrosa”, de sola crítica. La opción de “la
riqueza de lo negativo”.
“Estos
indicios de nuestro apego a la riqueza sería bueno que los sometiéramos a la oración,
y que el Señor quiera despojarnos de estas actitudes que son ricas en cuanto
desesperanzadas, y que nos recuerde que la esperanzas del Reino tiene dolor de
parto” (p. 83). Yo pienso que nos pide despojarnos de actitudes que desesperan
como la excesiva crítica, el ver todo negativo y no aceptar que, a pesar de
nuestra actitud negativita, hay un Reino por nacer pero necesita que se asuma
el “dolor de parto”, el sacrificio.
Por
eso, señala la siguiente actitud desesperanzada que menciona como “siguen vanas”.
La vanidad: “Son muchas las vanidades que se nos filtran, pero la vanagloria
más común, entre nosotros, es la del derrotismo. Y es vanagloria porque se
prefiere ser general de los ejércitos derrotados a simple soldados de un
escuadrón que, aunque diezmado, sigue luchando” (p. 83). Dice que pensamos en
planes gloriosos como una especie de megalómano que termina siendo simples
vanidades, “y toda vanidad frustra” (p.84).
“…Y
terminan empachadas de soberbia…” La soberbia es la actitud desesperanzada que
“deprecia los medios humildes del Evangelio” (p. 84). Es este un tema por
enfrentar con toda sinceridad porque es una de las más peligrosas actitudes del
sacerdote porque son muchas y valiosas las oportunidades que nuestra sociedad
nos presenta como para sentirnos superiores o buscar la competencia entre
nosotros, a ver quién es el mejor o hasta que altura puedo llegar. Así el
actuar con disimulo, con adulación, con extremada prudencia (cuidando nuestra
apariencia) y evitar el compromiso que pueda manchar nuestra imagen. Dejamos de
ser lo que la naturaleza de nuestra vocación es, para vivir deslumbrados por
las grandezas que el mundo nos ofrece y que, al final, nos convierten en
miserables traicioneros del Señor y de su Iglesia. Será mejor leer el texto:
“Es la
soberbia la que nos lleva a claudicar de nuestra conducción pastoral, manejando
mal los conflictos: o dando un rodeo para no ensuciarnos las manos como el
levita y el sacerdote de la parábola de Lucas, o enredándonos en ellos buscando
un triunfo personal sectario, o simplemente jugando como árbitros de la
historia, ignorándolos, y llevando todo por el camino de un irenismo donde
todos los valores son iguales, donde simplemente se busca una pluralidad de
convivencia, a costa de la verdad y la justicia. Nuestra vocación
evangelizadora nos pide cultivar la humildad de sentirnos mayordomos, pero no
amos; y esta humildad se alimenta asumiendo el oprobio y el menosprecio de la
cruz de Cristo en el trabajo cotidiano, en el deshilache de nuestra vida al
servicio de Jesucristo que nos precede en el camino” (p. 84).
Esta primera parte del libro objeto de mi lectura, culmina
con una muy interesante meditación titulada “La Memoria”. ¿A qué se refiere? Simplemente,
“memoria de nuestro camino personal, memoria del modo cómo nos buscó el Señor,
memoria de mi familia, memoria del pueblo” (p. 87). Me limito a subrayar las
ideas principales que el autor cardenal nos quiere enseñar.
Nos invita, en primer lugar, a hacer memoria de la obra
amorosa de Dios: creación, redención y los dones particulares que recibimos por
su gracia, porque así podemos responderle, además de nuestro agradecimiento,
con el amor. Haciendo memoria de su acción histórica en nosotros, aprendemos
amar. Significa interpretar estas acciones “a la luz de la conciencia presente”
(p. 87). Esta memoria, ciertamente, “nos fortalece el corazón” (p. 87).
Nos enseña que los pueblos son “como María, guardan las
cosas en su corazón” (p. 88), por eso la memoria de los pueblo es cuestión del
corazón. Pero, además, “la memoria es una potencia unitiva e integradora” (p.
88), nos hace familia y pueblo: “una familia y un pueblo que se recuerdan son
una familia y un pueblo de porvenir” (p. 88). En este sentido, “la humanidad
entera tiene su memoria común” (p. 88).
Sin memoria histórica no podemos vivir como personas
individuales ni como pueblo. Conocer de dónde venimos, cuál es la fuente de
nuestra existencia; cuál y cómo es el camino que hemos recorrido, quién nos
guía y hacia dónde nos lleva. Somos esencialmente historia, tenemos un inicio
que es la fuente amorosa del Creador, tenemos una razón por la que Dios nos ha
creado y para qué nos ha creado.
La
memoria nos ayuda a reconocernos en nuestra dignidad de persona creada a imagen
del Creador, para la comunión, en libertad y responsabilidad. Nos redescubrimos
pecadores y sujetos de un plan de salvación diseñado por el mismo Señor para
volver a la comunión de amor y que se desarrolla en el devenir histórico.
Memoria que nos compromete y nos mantiene en camino. Somos un pueblo peregrino.
Esta realidad esencial es explicada por el Cardenal Bergoglio en varios puntos.
“La
memoria como gracia de la presencia del Señor en nuestra vida apostólica. La
memoria del pasado que nos acompaña, no como un peso bruto, sino como un hecho
interpretado a la luz de la conciencia presente… Acuérdense de quienes los
dirigían, porque ellos les anunciaron la Palabra de Dios: consideren cómo
terminó su vida e imiten su fe (Heb 13,7). Esta memoria que nos salva de
dejarnos seducir por doctrinas varias y extrañas (Heb 13,9), esta memoria nos
fortalece el corazón” (p. 87).
“La
Iglesia recuerda las misericordia de Dios y por esto trata de ser fiel a la
ley. Los diez mandamientos que enseñamos a nuestros niños son otra cara de la
alianza, la cara legal para poner marcos humanos a la misericordia de Dios.
Cuando el pueblo fue sacado de Egipto, allí recibió la gracia. Y la ley es
mandamientos son frutos del recuerdo (Dt 6,1-12), y por eso han de transmitirse
de generación en generación: Y cuando tu hijo te pregunte el día de mañana:
¿Qué significan esas normas, esos preceptos y esas leyes que el Señor nos ha
impuesto?, tu deberás responderle: Nosotros fuimos esclavos del Faraón en
Egipto, pero el Señor nos hizo salir de allí con mano poderosa. Él realizó,
ante nuestros ojos, grandes signos… Él nos hizo salir” (p. 90).
Pues,
nuestra fe está constituida por el acontecimiento histórico de la revelación de
Dios que tiene su culmen en la encarnación del Hijo amado, quien desde la cruz
sella la definitiva alianza. Si hoy nos preguntan por qué nos amamos, debemos
responder porque el Dios de misericordia nos amó hasta el extremo de entregar
su vida en la cruz.
Así,
culmina esta primera parte que hemos tratado de sintetizar en estas pocas
páginas. Una segunda parte recoge las meditaciones centradas en el tema de
“epifanía-manifestación”, manifestación de nosotros mismos como pecadores,
revelación del Padre por su Hijo Jesucristo y la epifanía de la Iglesia como
esposa. Toda la epifanía como historia de salvación.
Las
siguientes meditaciones agrupadas en la tercera parte es titulada “las cartas a
las siete iglesias (Ap 1-3)”. Una excelente interpretación de los tres primeros
capítulos del libro del Apocalipsis, bajo el principio que señala Romano
Guardini: “El Apocalipsis es un libro de consolación. No es una teología de la
historia o de las postrimerías sino un consuelo que Dios ha querido colocar en
las manos de su Iglesia al terminarse los tiempos apostólicos. La Iglesia tiene
necesidad de él ya que vivía en la tribulación” (p. 137).
“Nuestra
carne en oración: no se avergüencen de su propia carne (Is 58,7)” (p. 169), es
el título de la última parte de este extraordinario libro del hoy papa
Francisco. Aquí nos habla del testimonio de Abraham, David, Moisés, Job,
Simeón, Judith, finalizando con Jesucristo sacerdote y nosotros: “Se nos
exhorta a que pensemos que también nosotros tenemos un cuerpo (Heb 13,1-4) y
tomando conciencia de él comprendamos la cercanía de Dios en la carne del
Salvador” (pp. 234-235).