Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal
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A los 50 años de la Lumen gentium (21/11/1964)
Fiesta de la Santísima Trinidad
Yo doy gracias a Dios por la época en que me
ha tocado vivir. Especialmente, agradezco la fe cristiana y la pertenencia a la
Iglesia Católica. Pienso que el Concilio Vaticano II (1962-1965) marcó la época
eclesial y, aunque su programa aún no ha tenido total respuesta, ha despertado
un camino renovador extraordinario que, visto los últimos acontecimientos,
parece no detenerse. Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II,
Benedicto XVI y nuestro actual Francisco, cada uno con su estilo personal y
colocando sus acentos en lo que han considerado lo importante para la Iglesia y
la humanidad entera, nos han dejado un legado repleto de enseñanzas y
compromisos.
Quiero destacar el Magisterio que, después
del Concilio, se ha venido enriqueciendo con diversos temas de la vida humana
iluminados desde el Evangelio. En lo particular, pienso que nos han enseñado que
la fe cristiana se centra en la comunión. Esta es la clave de vivir como Iglesia.
Porque, para su autocomprensión, la Iglesia no se busca más en las categorías
de poderes y riquezas terrenales, sino en el misterio mismo de Dios, revelado
por el galileo Jesús. “Así toda la Iglesia aparece como un pueblo reunido en
virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Lumen gentium 4). Como Dios es comunión,
la vocación del ser humano también es la comunión, porque fuimos creados a su imagen.
Y la Iglesia es su sacramento de comunión.
Juan Pablo II nos regaló para el comienzo del
presente milenio un documento sencillo, que nos ayuda a edificarnos en la vida
espiritual y pastoral, bajo la clave conciliar de la comunión. Confieso que es
uno de los documentos pontificios que cuenta con mi particular aprecio. Su
lectura y reflexión nos ayuda a una mayor profundización de nuestra fe. Se
trata de la Carta Apostólica al concluir el Gran Jubileo de Año 2000: Novo millennio ineunte (NMI), fechado el
6 de enero del 2001.
“Se abre para la Iglesia una nueva etapa de
su camino” (NMI 1), comienza diciendo el papa. Y, recordando la exigencia del
Señor de remar mar adentro, nos quiere movilizar, que nos levantemos de
nuestras lamentaciones y perezas, de nuestros fracasos y decepciones, y
asumamos el compromiso que nos reta a echar las redes con el fin de conquistar
a las personas humanas para formar una familia fundada en el amor mutuo, en la
comunión fraterna. Pero, ya no con nuestra débil fuerza humana, sino con la gracia
de Dios, “en su nombre”.
Es así como debemos ejercer nuestro servicio
en la construcción de una nueva sociedad, desde una verdadera espiritualidad,
la que Juan Pablo II llama “espiritualidad de comunión”. Entendiendo por
espiritualidad no la exaltación del alma espiritual maltratando lo que de
nosotros hay de material. No, la espiritualidad consiste, como lo enseña San
Pablo, en vivir según el Espíritu Santo (Rom 8) que habita en nuestras
existencia y nos moviliza para salir de nosotros mismos al encuentro con los
otros (Hermanos) y con el Otro (Dios-Amor), para ser comunión, en la relación
amorosa interhumana y humano-divina.
Todo esto nace del encuentro con Jesucristo
que, ungido por el Espíritu Santo, se hace humano para revelarnos al Padre.
Pues, “el cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no
sólo con la creación del mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su
criatura, y después de haber hablado muchas veces y de diversos modos por medio
de los profetas, últimamente, en estos
días, nos ha hablado por medio de su Hijo” (NMI 4). Cristo es el
Dios-con-nosotros, la cercanía más evidente del Absoluto. Porque el Dios
revelado por Cristo, no sólo es comunión en sí (tres personas distintas, Padre,
Hijo y Espíritu Santo, perfectamente unidas en comunión de amor, que es un solo
Dios), sino que también se hace comunión con nosotros.
La comunión cristiana no es fruto del
esfuerzo de los hombres y mujeres que deciden unirse para algún fin en
particular. Esto puede ser, como lo ha acusado el Papa Francisco, una ONG
piadosa, pero no es la Iglesia de Cristo, comunidad de amor interhumana y
humano-divina. Sin duda, nuestra respuesta humana, libre como el amor, es
necesaria por la fe. Pero, la comunión cristiana es fruto del misterio de Dios,
comunidad divina de amor, misterio al que estamos llamados a participar en el
seguimiento a Cristo.
Juan Pablo II, en esta Carta Apostólica a la
que hago referencia, nos propone un proyecto que centra nuestra vida en
Jesucristo: contemplar su rosto, sobre todo, su rostro doliente en la cruz,
donde nos ama hasta el extremo. Ahí es el entregado por el Padre, como el hijo
de la promesa ofrecido por Abraham. En esta contemplación del rostro del Señor
podemos escuchar su llamado: “Sígueme”. Al descubrir, así, nuestra vocación, el
santo papa nos invita a que, con renovado impulso, caminemos en Cristo. Este
camino no es otro que el proyecto del amor de Dios: la vivencia de la comunión
fundamentado en el siempre novedoso mandamiento de amarnos (Jn 13,34).
El compromiso que nos deja es el de “hacer de
la Iglesia la casa y la escuela de la comunión” (NMI 43). Para esta misión,
“hace falta promover una espiritualidad de la comunión” (NMI 43). Es lo que san
Juan nos dice siempre, sólo conocemos a Dios si nos amamos, porque “Dios es
Amor” (Jn 4,16). También en el acontecimiento del bautizo de Jesús podemos
contemplar la revelación del Dios, comunión de Amor, del Padre amante que
presenta a su Hijo amado y al Espíritu Santo, el amor que une en comunión al
Padre y al Hijo. Ese es el Dios Amor, comunidad trinitaria, donde las distintas
Personas Divinas se unen en la comunión perfecta de un solo Dios verdadero.
Esta es la meta histórica de la humanidad, llegar habitar en la casa de la
Divina comunión trinitaria, siendo nosotros una comunión humana de amor
fraterno.
Esta es la esencia de la Iglesia, la casa
donde se vive la comunión, la escuela donde se aprende a vivir en comunión y,
como añade Mons. Santana, el taller donde se construye esta comunión interhumana
y humano-divina. Y, porque la misma Iglesia se ha mirado a sí misma, en el
Concilio Vaticano II, a través del misterio de Dios Trinidad, se auto-comprende
“como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la
unidad de todo el género humano” (Lumen
gentium 1).
Maracaibo, 31 de mayo de 2015