Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal
36
XVIII Domingo Ordinario
Cuentan que en pleno día del 28 de octubre de
1958 un campesino, tirando por tierra su compra, grita emocionado en el mercado
de Sotto il Monte (Bérgamo-Italia): ¡Angelo
es papa! Efectivamente, en ese preciso momento, desde el balcón del Vaticano se
anunciaba que el cardenal Angelo Giuseppe Roncalli es elegido obispo de Roma y
pastor universal tomando por nombre Juan XXIII. La sorpresa del hermano del
nuevo papa no la sentirá la Iglesia y la humanidad entera sino el día 25 de
enero del año siguiente cuando Juan XXIII anuncia la celebración de un nuevo
concilio ecuménico para la Iglesia universal. Ciertamente, este papa viene
cargado de inquietudes y dispuesto a obedecer al Espíritu Santo para renovar la
Iglesia.
Cuando
leemos, por ejemplo, la constitución apostólica Humanae Salutis (25-12-1961), con la que convoca solemnemente el
concilio ecuménico Vaticano II, podemos darnos cuenta que estamos en presencia
de una persona de Dios, de la Iglesia y de la Humanidad. No teme a los cambios,
más bien está dispuesto a asumirlos con una gran confianza en Aquél que lo
eligió. Valora los logros y avances del progreso humano, la grandeza de la
ciencia y la tecnología, los actuales pensamientos políticos, filosóficos y
humanísticos. Para él la historia no puede seguir siendo enemiga de lo eterno.
La historia es reveladora, por eso nos llama a escrutar los signos de los
tiempos (cf. Humanae Salutis y Gaudium et spes 4). Más que la censura
y la condena, el mundo pide a la Iglesia comprensión, diálogo, respeto,
entendimiento, espacio de encuentro y comunión.
Reconoce que la humanidad, muchas veces ha
progresado olvidándose de la ética y, en mucho de los casos, lo ha hecho sin
Dios. Más grave aún, tratando de matar a Dios, para construir un mundo sin Dios
(ateo). Sin embargo, de parte de la Iglesia, como, mucho más tarde lo expresa
claramente el teólogo alemán Walter Kasper: “A medida que el conocimiento humano
iba avanzando, descubriendo progresivamente las causas naturales de la
realidad, la fe fue tomando actitudes cada vez más defensivas, más en retirada.
Se intentó repetidamente instalar a Dios en los puntos de la realidad donde no
había llegado el saber. De este modo, Dios se convirtió en un tapagujeros, en
la hipótesis que servía para explicar las estructuras cósicas aún no aclaradas
por la ciencia. Pero el caso era que las posiciones tomadas tenían que ser
desalojadas en seguida ante el avance continuo de la ciencia; todo consistía
entonces en trazar nuevas líneas de contención. Así, la realidad de Dios se fue
situando cada vez más allá de la experiencia natural. Dios se fue haciendo cada
vez menos mundano, el mundo cada vez más ateo” (Introducción a la Fe, Salamanca 1989, p.37).
Este modo de actuar, observa Juan XXIII, no
produce sino una humanidad sufrida: “Almas desconfiadas no ven ya sino
extenderse pesadas tinieblas sobre la faz de la tierra, envolviéndola
completamente… Y es que aun las mismas sangrientas guerras, que han sucedido en
nuestros tiempos, así como las ruinas espirituales causadas ya por muchas
ideologías y por los frutos de tantas amargas experiencias, no han dejado de
ser voz aleccionadora. El mismo progreso científico y técnico, que ha dado al
hombre la posibilidad de crear instrumentos catastróficos para su propia
destrucción, ha suscitado angustiosos interrogantes” (Humanae Salutis 3). El papa bueno, clavando profundamente sus ojos
de pastor sobre esta cruda situación humana, sabe, sin embargo, que Jesús sigue
salvando por medio de la Iglesia. Por eso exige a la Iglesia dejar de
defenderse y mirarse Ella misma como conservándose como objeto de museo, y
entender que tiene una difícil y urgente misión que cumplir.
Aquí el papa, con sus mismos ojos de pastor,
observa también a la Iglesia que, a pesar de sus sufrimientos, se vigoriza
constantemente. La llamada primero es a la unidad “para dar a la Iglesia la
posibilidad de contribuir con mayor eficacia a la solución de los problemas de
la edad moderna” (Humanae Salutis 5).
Para eso debe renovarse, mirarse de nuevo en el modelo de su fundador.
Seguramente el papa pensó en una renovación que le permitiese una unidad más
auténtica a base de un diálogo sincero con las otras religiones no católicas,
incluso con las no cristianas. Pero, como la unidad querida por Dios es la de
todo el género humano, también será necesaria una relación de diálogo con los
diferentes pensamientos científicos, filosóficos y humanísticos, incluso con
los ateos y agnósticos.
No
obstante, la más importante llamada que hace a la Iglesia, al convocar el concilio,
es a servir con urgencia a la paz. Dice Juan XXIII que “respecto del mundo,
perdido, confuso y angustiado bajo la continua amenaza de nuevos espantosos conflictos,
el próximo concilio está llamado a ofrecer a los hombres de buena voluntad, una
posibilidad de encaminarse por pensamientos y propósitos de una verdadera paz:
paz que puede y debe venir, sobre todo, de las realidades espirituales y
sobrenaturales, de la inteligencia y de la conciencia humanas, iluminadas y
guiadas por Dios, Creador y Redentor de la humanidad” (Humanae Salutis 5). Es sumamente significativo este llamado a la
unidad y a la paz, dos valores correlativos. Por eso, además de la unidad y el
diálogo que ha exigido una radical renovación de la Iglesia, la paz del mundo
es uno de los principales objetivos del concilio Vaticano II.
El 29 de
junio de 1959, Juan XXIII nos ofrece su primera encíclica Ad Petri Cathedram. Aquí marca las líneas más importantes de su
ministerio pastoral. Precisamente, el tema es “sobre la verdad, unidad y paz
que se han de promover con espíritu de caridad”. De entrada, nos manifiesta que
el concilio, junto a otros grandes acontecimientos eclesiales, conduce “a todos
a un mayor y más profundo conocimiento de la verdad, a una saludable renovación
de las costumbres cristianas, y a la restauración de la unidad, de la concordia
y de la paz” (Ad Petri Cathedram 1).
La verdad genera la paz y la unidad es su
expresión más patente. Este tema lo irá desarrollando también en su última encíclica,
Pacem in terris (11-4-1963).
Considero que dos ideas importantes se destacan en esta su primera encíclica:
la primera, se fundamenta en la armonía original de la creación, donde asegura
que Dios nos creó no como enemigos sino hermanos: “Las diversas Naciones no son
otra cosa sino comunidades de hombres, es decir, de hermanos, que deben tender,
unidos fraternalmente, no sólo al fin propio de cada una, sino también al bien
común de toda la familia humana” (Ad
Petri Cathedram 8). La segunda idea es que la paz debe ser activa y
militante: “Porque es paz no completamente tranquila, no del todo serena: es
paz laboriosa, no ociosa, ni inerte; es sobre todo paz militante contra todo
error, aunque disimulado bajo falsa apariencia de verdad, contra los estímulos
y halagos de los vicios, y en fin contra toda clase de enemigo del alma que
pueden debilitar, manchar o destruir nuestra inocencia y nuestra fe católica; y
también contra los odios, las enemistades, las divisiones que pueden quebrantar
o lacerar la misma fe” (APC 23).
Por eso, insistirá todo el magisterio eclesial
de todos los tiempos, la paz es un don, pero también es una vocación a la que
estamos llamados todos a construir. Cuando Jesús dice que nos da la paz no como
la da el mundo es porque su paz es dada desde la cruz, desde una vida entregada
en el amor hasta las últimas consecuencias. De ahí que la paz no se contrapone
al conflicto, que una existencia cristiana llamada a construir el Reino de Dios
pueda provocar ante las reacciones de la maldad. Es la violencia que destruye
la vida del ser humano la que se opone a la paz. Así lo aprendimos de San Pablo
cuando exhorta a vencer el mal a fuerza de bien (cf. Rom 12,21).
Sabemos
que la inquietud por la paz acompañará este tan denso, fructífero, renovador,
aunque corto, pontificado del papa bueno. Dos grandes encíclicas sociales son
importantes para nuestro tema: Mater et
Magistra (15-05-1961) y, como ya lo hemos señalado, la Pacem in Terris. Especialmente, esta última, en el que nuestro tema
abarca la totalidad del documento, es una encíclica “sobre la paz entre todos los
pueblos, que ha de fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad”.
Pero, la Mater et Magistra, que toca
el tema “sobre el reciente desarrollo de la cuestión social a la luz de la
doctrina cristiana”, no deja de iluminar la lucha cristiana por la paz. Parte
de un fundamento antropológico integral que va a influir en el Vaticano II y
regirá toda la doctrina social de la Iglesia: “La doctrina de Cristo une, en
efecto, la tierra con el cielo, ya que considera al hombre completo, alma y
cuerpo, inteligencia y voluntad, y le ordena elevar su mente desde las
condiciones transitorias de esta vida terrena hasta las alturas de la vida
eterna, donde un día ha de gozar de felicidad y de paz imperecederas” (Mater et Magistra 2).
De hecho, ¿cómo se puede hablar de desarrollo
económico sin que éste se fundamente en la dignidad de la persona humana?
También, sólo podemos entender el desarrollo económico basado en las relaciones
de convivencia en la verdad, en la justicia y en el amor. Porque, denuncia Juan
XXIII, el más grave peligro del momento es el olvidarse del ser humano. Los
seres humanos actuales, “mientras se empeñan en dominar y transformar el mundo
exterior, corren el peligro de incurrir por negligencia en el olvido de sí
mismos y de debilitar las energías de su espíritu y de su cuerpo” (Mater et Magistra 27). Esto nos introducirá
a la extraordinaria encíclica Pacem in
Terris.
Cuatro
valores humanos son los pilares que sostienen una convivencia humana en paz:
verdad, justicia, amor y libertad. Este es el orden establecido por Dios. Esta
es la gracia original de la creación fundada en la armonía entre los humanos,
entre los humanos con la naturaleza y lo que ellos son capaces de transformar
con su trabajo y arte, y entre los humanos y su Creador. El ser del hombre
creado a imagen de Dios, es comunión de amor. Aquí fundamenta el santo papa el
progreso científico y los adelantos tecnológicos. Son valorados desde la misma
gloria de Dios. Esos progresos “demuestran la grandeza infinita de Dios” (Pacem in Terris 1). Buscar reconstruir
ese orden armónico de la gracia original de la creación es la obra salvadora
del Hijo de Dios.
Este orden exige, en primer lugar, el respeto
de la persona humana como sujeto de derechos y deberes. Sujeto y no objeto,
actor no receptor, llamado a hacer crecer y multiplicar el mundo. La persona
humana es señor del mundo no su esclavo, es hermano de sus semejantes no
enemigo, es hijo de Dios no es Dios. Entonces, ¿cuál es el fundamento cristiano
de la dignidad de la persona humana? Ser creado a imagen y semejanza de Dios.
Este Dios, ha sido revelado por Jesucristo como Padre. En consecuencia, la
dignidad de hijo de Dios se vive en la fraternidad, en una convivencia donde
reine la verdad, la justicia, el amor y la libertad, esto es la paz. En estos
valores se basan los derechos y también lo deberes de la persona humana, tal
como Dios los ha ordenado en la creación.
Afirma Juan XXIII que “la convivencia civil
sólo puede juzgarse ordenada, fructífera y congruente con la dignidad humana,
si se funda en la verdad” (Pacem in
Terris 6). Ciertamente, es difícil imaginar unas relaciones interhumanas
basada en el engaño, la deshonestidad, la trampa o la mentira. Precisamente a
este tema sobre la verdad para la paz le ha dedicado Benedicto XVI su mensaje
de la Jornada Mundial de la Paz del año 2006: “en la verdad, la paz”. Queriendo
reafirmar la doctrina de la Pacem in
Terris, fortalecida en el Vaticano II, nuestro papa emérito nos quiere
convencer que, para emprender el camino de la paz, debemos dejarnos iluminar
por la verdad.
Citando la Gaudium et spes 77, insiste Benedicto XVI, que no se construye “un
mundo más humano para todos los hombres, en todos los lugares de la tierra, a
no ser que todos, con espíritu renovado, se conviertan a la verdad de la paz”.
Esa verdad de la paz se funda en el Evangelio de Jesús. Por su parte, Juan
XXIII nos enseña que la sociedad humana es una realidad espiritual porque se
forma con seres humanos iluminados por la verdad, que se comunican entre sí con
sinceridad, para defender sus derechos y cumplir sus deberes, deseando el bien
espiritual de todos. Pero, además, para el compartir mutuo los bienes espirituales
y materiales (cf. Pacem in Terris 6).
En la misma línea de pensamiento, Juan XXIII
asegura que la guía de la paz es la justicia: “Porque se funda en la verdad,
debe practicarse según los preceptos de la justicia” (Pacem in Terris 6). Pablo VI va ampliar el tema de la paz en
relación con la justicia, cuando en su mensaje de la Jornada Mundial de la Paz del
año 1972 lanza el imperativo: “Si quieres la paz, trabaja por la justicia”. En
este mensaje, Pablo VI, llama a tener una auténtica concepción de la paz y a
dinamizar la vida para su construcción. Afirma claramente, su raíz verdadera
está en el sentido del hombre: “Una paz que no sea resultado del verdadero
respeto del hombre, no es verdadera paz. Y ¿cómo llamamos a este sentido
verdadero del hombre? Lo llamamos justicia”.
Este tema de Pablo VI – creador de la Jornada
Mundial de la Paz cada primero de enero desde 1968 – es inspirado de un pequeño
documento, casi olvidado, del sínodo de 1971 sobre la justicia en el mundo, de donde
podemos profundizar las enseñanzas de Juan XXIII sobre la justicia como guía de
la paz. El documento sinodal denuncia: “La contradicciones en que, dentro de
esta perspectiva de unidad, el ímpetu de las divisiones y los antagonismos
parecen aumentar hoy su fuerza. Las viejas divisiones entre naciones e
imperios, entre razas y clases, poseen ahora nuevos instrumentos técnicos de
destrucción; la rápida carrera de los armamentos amenaza el bien mejor del
hombre, que es la vida; hace más miserable a los pueblos y hombres pobres, dando
ventaja a los que son ya pudientes; engendra un continuo peligro de
conflagración y, si se trata de las armas nucleares, amenaza con destruir toda
clase de vida de la faz de la tierra”. Ciertamente, ya la injusticia es violencia.
Por eso, si realmente queremos construir la paz debemos necesariamente luchar
por la justicia.
El otro valor, pilar fundamental que sostiene
una convivencia pacífica, es la libertad, porque el ser humano es libre y
racional (cf. Pacem in Terris 48). En
este sentido, “la autoridad no es, en su contenido sustancial, una fuerza
física; por ello tienen que apelar los gobernantes a la conciencia del
ciudadano, esto es, al deber que sobre cada uno pesa de prestar su pronta
colaboración al bien común” (Pacem in
Terris 48). Por eso, los gobernantes deben saber que gobiernan a personas
humanas, racionales y libres, sujetos de deberes y de derechos, con la dignidad
de ser creados a imagen de Dios y “la libertad es signo eminente de esa imagen
divina en el ser humano” (Gaudium et spes
17). La libertad es participación activa que sostiene una sociedad democrática.
Sin embargo, debemos considerar que en el
humano, por su condición de creatura, la libertad no es absoluta. Esto indica
que, nadie puede ejercer su libertad pasando por encima de los demás, como
imponiendo su poder (opresor). La libertad, para ser digna del humano, debe
ejercerse en responsabilidad comunitaria. Se trata de una libertad compartida
que construye una convivencia pacífica. Como lo enseña la constitución Gaudium et spes, influido por el magisterio
social de Juan XXIII, “la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las
inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las multiformes
exigencias de la convivencia humana y se obliga al servicio de la comunidad en que
vive” (Gaudium et spes 31).
El valor de la libertad es exigencia del
designio de Dios y fruto amoroso de la misión de Jesucristo: “Cristo nos dio la
libertad para que seamos libres. Por tanto, manténganse firmes en esa libertad
y no se sometan otra vez al yugo de la esclavitud” (Gálata 5,1). Pero, más
adelante san Pablo nos refiere que hemos sido llamados a la libertad, “pero no
usen esta libertad para dar rienda suelta a sus instintos. Más bien sírvanse
los unos a los otros por amor” (Gálata 5,13-14). Por eso, la verdadera libertad
nos impulsa al servicio del amor.
Resume el papa bueno en la Pacem in terris 37, que “el orden
vigente en la sociedad es todo él de naturaleza espiritual. Porque se funda en
la verdad, debe practicarse según los preceptos de la justicia, exige ser
vivido y completado por el amor mutuo, y, por último, respetando íntegramente
la libertad, ha de ajustarse a una igualdad cada día más humana”. Este es el
orden social querido por Dios, lo que sus sucesores inmediatos, Pablo VI y Juan
Pablo II, van a denominar la “civilización del amor”, la especificidad del
cristianismo social. Así lo recoge en compendio de la doctrina social de la
Iglesia en su conclusión (numeral 580): “El comportamiento de la persona es
plenamente humano cuando nace del amor, manifiesta el amor y está ordenado al
amor. Esta verdad vale también en el ámbito social: es necesario que los
cristianos sean testigos profundamente convencidos y sepan mostrar, con sus
vidas, que el amor es la única fuerza (cf. 1Cor 12,31-14,1) que puede conducir
a la perfección personal y social y mover la historia hacia el bien”.
La paz del Señor sea con ustedes.
Maracaibo, 2 de agosto de 2015