Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 6
Segundo
domingo de Navidad
La Epifanía es el misterio revelado en el nacimiento de Cristo. Es la
presencia de Dios en el niño Jesús que está acostado en un pesebre, en un
pueblo llamado Belén, bajo el cuidado de su joven madre María y su padre, el
carpintero José. Es Dios, que con su infinito amor, se hace presente entre los
pobres de la tierra. Es la fiesta de los pobres. Porque ellos son los que
reciben la buena noticia y se convierten en signos reveladores del amor
salvador de Cristo. En ellos, el Hijo de Dios nos trae la salvación. Por eso,
si los sabios de oriente se hubiesen dejado guiar por el poder, representado en
Herodes, jamás encontrarían al Señor. Pero ellos se dejaron orientar por el
Espíritu Santo que, por medio de la estrella de la fe, los condujo hacia la
verdad. En el rostro del niño del pesebre “resplandece la gloria y la bondad
del Padre providente y la fuerza del Espíritu Santo que anuncia la verdadera e integral
liberación de todos y cada uno de los hombres de nuestro pueblo” (Puebla 189).
Así ha sucedido a lo largo de la
historia de la salvación, Dios se hace presente en los pobres y entre los
pobres podemos adorarle y servirle. El pueblo de la primera alianza es elegido
como portador de la revelación del designio divino no por ser el más poderoso
de la tierra, por el contrario, es por su pequeñez (cf. Dt 7,7). Lo mismo con
las personas que Dios ha preferido asociar a su plan de salvación, a los
humildes y sencillos como María que se proclama dichosa, no por sus condiciones
humanas, sino porque Dios “ha mirado la pequeñez de su sierva” (Lc 1,48).
Nos
equivocamos al buscar a Dios Padre revelado por Jesucristo como el todopoderoso
en las imágenes ostentosas, de grandeza, ideologizadas, de poderes y riquezas,
que nos hacen sentir que se nos caen encima como la torre de Babel (cf. Gén
11,1-9). El mismo Jesús nos enseña que al Padre se le adora sirviéndole en los
necesitados: hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos o con harapos, enfermos
o presos (cf. Mt 25, 31-46). De modo que, “acercándonos al pobre para
acompañarlo y servirlo, hacemos lo que Cristo nos enseñó, al hacerse hermano
nuestro, pobre como nosotros. Por eso, el servicio a los pobres es la medida
privilegiada, aunque no excluyente, de nuestro seguimiento a Cristo. El mejor
servicio al hermano es la evangelización que lo dispone a realizarse como hijo
de Dios, lo libera de las injusticias y lo promueve integralmente” (Puebla
1145).
Ningún
poderoso tirano de este mundo, ni Herodes ni otros contemporáneos nuestros,
buscan adorar y servir a Dios. Sólo el poder del amor que se entrega hasta el
sacrificio puede reconocer la grandeza de Dios en la pequeñez del humano. Y,
como lo hacen los sabios de oriente, debemos ofrecerle lo mejor de nuestra
existencia: la vida rica en misericordia, la vida austera y servicial, la vida
de reconciliación, la vida familiar.
La
riqueza material (el oro), debe ser ofrecida al Dios-Niño-Pobre del pesebre. Lo
hacemos en el compartir generoso con el más necesitado, para que a ninguno se
le niegue el derecho del disfrute de “los bienes necesario para una vida
decorosa” (Deus caritas est 20). Además,
a este Niño del pesebre, hombre auténtico, modelo de cómo debemos ser nosotros,
le regalamos la mirra de la honestidad, de la responsabilidad, del amor que
hace digno a la persona humana. Y con el incienso que se eleva a lo alto, le
adoramos como al Dios verdadero que se solidariza con nuestras existencias y
nos redime con el poder del amor.
Maracaibo,
4 de enero de 2015
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