Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Somos un pueblo
peregrino en busca de la casa de donde salimos cuando, por el pecado, rompimos
nuestra relación con el Padre Dios prefiriendo vivir por nuestra cuenta,
confiando sólo en nuestras fuerzas. Pretendiendo ser libres, nos separamos de
aquel que nos hizo para la libertad y el amor. Pero, nos atraparon las
ambiciones, los placeres, los egoísmos, odios y envidias. Ya no quisimos
reconocer a los otros como hermanos, sino como enemigos. Creamos nuestra cárcel
que nos mantiene presos en nuestros propio “yo individual”. También se destruyó
la armonía original de la creación. Nos hicimos hijos rebeldes de Dios, explotadores
de nuestros hermanos y esclavos del mundo material. Así, pues, perdimos la
libertad y vivimos sumergidos en la desgracia.
Pero, quien nos creo para la
libertad y el amor no se resigna en dejarnos perder. El Pastor de Israel se
revela, despierta su poder y viene a salvarnos (cf. Salmo 80/79). Dios se hace adviento, aquel que viene contantemente
a nosotros para liberarnos y volvernos al camino que nos conduce a la casa de
la libertad y el amor. Hoy la Iglesia, desde el desierto del mundo, alza la voz
del Profeta para anunciar, con fuerza: “Aquí está tu Dios… No temas, que yo
estoy contigo; no te angusties, que yo soy tu Dios; te fortalezco, te auxilio y
te sostengo” (Is 40,9; 41,10).
Pedro, por su parte, afirma que lo
que quiere Dios es que nos arrepintamos y transitemos el camino correcto de la
conversión. Es que el mundo pecador será destruido y nacerá “un cielo nuevo y
una tierra nueva, en que habite la justicia” (2Pe 3,13). Esta es la esperanza
activa. No se espera en la quietud, en el confort, sino con el espíritu
inquieto. Sabiendo que somos pecadores, debemos esforzarnos en enderezar los
caminos, en pedir perdón y perdonar: “Mientras esperan estas cosas hagan todo
lo posible para que Dios los encuentre en paz, sin mancha ni culpa” (2Pe 3,14).
Otra
vez, desde el desierto de mundo, la Iglesia adopta el oficio del Bautista para
insistirnos en la necesidad de convertirnos porque “ya viene… quien nos
bautizará con el Espíritu Santo” (Mc 1,7-8). La exhortación a la conversión se
va a escuchar contantemente mientras andamos por nuestra historia hacia la
eternidad. Hoy, tal como lo hicieron los que escucharon la predicación del
Bautista, debemos examinar nuestra conciencia y reconocer cuáles son nuestros
pecados, con sinceridad. Porque al tomar conciencia de nuestros pecados, la luz
del Espíritu Santo nos señalará el modo de cambiar y reconocer al Señor que
viene a manifestar al Padre misericordioso. Jesucristo nos dirá que para que el
Padre nos perdone, debemos comprometernos a la reconciliación entre los
hermanos. Es imposible ser hijos de Dios sin ser hermanos de los demás.
La
conversión es una gracia que hemos recibido, que nos hace capaces de
rectificar, de cambiar, de transformarnos. Sólo la persona humana, creada para
la libertad y el amor, es capaz de volver, de cambiar, de enderezar el camino
de la historia, para retomar la vía correcta de la entrega amorosa que nos
conduce a la casa eterna. Sólo la persona humana puede, como lo dirá san Pablo
a los Romanos (12,2), discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno, aceptable
y perfecto. Sólo él cambia total y sinceramente porque tiene un corazón y un
entendimiento para lo bueno. Por eso, la conversión es un acto libre y
liberador. Nos realiza como personas humanas y nos hace dignos de la comunión
entre nosotros y con Dios.
Maracaibo,
7 de diciembre 2014
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