Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 16
Quinto domingo de
cuaresma
Los
cristianos entendemos la Alianza como algo más que un simple pacto jurídico.
Éste último es un contrato entre dos partes que comprometen sólo un servicio
particular o un bien material, como, por ejemplo, una compra-venta, o un
acuerdo comercial entre Estados. La Alianza, desde la visión de nuestra fe, va
más allá, es un acontecimiento de mutua entrega que compromete toda nuestra
existencia. El ejemplo existencial más claro es el sacramento del matrimonio,
donde dos personas humanas, desprendiéndose cada una de su familia original, se
entregan mutuamente para ser “una sola carne”. Es, pues, el sentido sacramental
del matrimonio, que revela el misterio de la unión de Cristo con su Iglesia
(cf. Ef 5,22-33), sellada en la nueva y definitiva Alianza.
El Cardenal Carlos María
Martini (1927-2012) enseña que “la Alianza es el procedimiento por el cual
personas que no son consanguíneas llegan a serlo… Al establecer este
parentesco, Dios dice al hombre: tú eres mi carne y mi sangre, y el hombre
puede decir a Dios: tú eres mi carne y mi sangre. Somos el uno para el otro, de
forma indisoluble, debemos solidarizarnos en todo y ni tú me abandonarás ni yo
podré nunca abandonarte” (Para vivir la
Palabra, Madrid 2000, pág. 13).
La Alianza, por tanto,
es el eje fundamental de la historia de la salvación, la relación de Dios con
su pueblo. La Lumen gentium (LG) hace
referencia a la Alianza antigua como prefigura de nuestra Alianza cristiana que
es el acontecimiento salvífico donde Cristo, convocando a un pueblo de judíos y
gentiles (a toda la humanidad), que se unifica no según la carne sino en el
Espíritu, lo transforma en el nuevo Pueblo de Dios (cf. LG 9). En definitiva,
es el Espíritu Santo el que nos hace ser un solo pueblo con Dios.
Nos interesa destacar de
la antigua Alianza el acercamiento de Dios a un pueblo necesitado de su
presencia activa, la elección del pueblo de Israel al escuchar sus gemidos, y
la revelación de su nombre Yavé. Es decir, “la cercanía gratuita de Dios – a la
que alude su mismo Nombre, que Él revela a Moisés, Yo soy el que soy (Ex 3,14) –, se manifiesta en la liberación de la
esclavitud y en la promesa, que se convierte en acción histórica, de la que se
origina el proceso de identificación colectiva del pueblo del Señor, a través
de la conquista de la libertad y de la tierra que Dios le dona” (Compendio de
la Doctrina Social de la Iglesia 21). Se trata de un encuentro de amor que se
sella con la acción liberadora de Dios celebrada en el Sinaí. A partir de ahí,
Israel es y vive como pueblo de Dios. Para esto es el Decálogo o, como refiere
el término, las “diez palabras” que hacen libres al pueblo: libertad en
comunión con Dios y entre los seres humanos en fraternidad.
Jesucristo es la promesa
de la nueva Alianza anunciada por los profetas como restauración de la libertad
perdida por el pecado. Podemos referirnos a Jeremías: “El Señor afirma: Vendrá
un día en que haré una nueva Alianza con Israel y con Judá. Esta Alianza no
será como la que hice con sus antepasados, cuando los tomé de la mano para
sacarlos de Egipto; porque ellos quebrantaron mi Alianza, a pesar de que yo era
su dueño. Yo, el Señor, lo afirmo. Esta será la Alianza que haré con Israel en
aquel tiempo. Pondré mi ley en su corazón y la escribiré en su mente. Yo seré
su Dios y ellos serán mi pueblo” (Je 31,31-33).
Por eso, para los que
seguimos a Jesús, el misterio pascual de su pasión, muerte y resurrección, es
el centro de nuestra propia historia de salvación. Jesucristo es como Yavé, el
que se hace presente en su pueblo para liberarlo de nuevo y definitivamente del
pecado y sus consecuencias, el Hijo que con un nombre igualmente significativo,
Emmanuel (Dios-con-nosotros), se hace carne y habita entre nosotros. El sentido
de su muerte, el cordero degollado, el siervo sufriente, se expresa en la
celebración pascual de la última cena que apunta a la celebración de la nueva
Alianza, actualizando aquella noche sagrada del Éxodo (cf. Ex 12,6-14.29ss):
“El Señor, la noche que era entregado, tomó pan, dando gracias lo partió y
dijo: Esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía.
Lo mismo, después de cenar, tomó la copa y dijo: Esta copa es la nueva Alianza
sellada con mi sangre. Hagan esto cada vez que la beban en memoria mía” (1Cor
11,23-25).
Esta nueva Alianza nos
libera del pecado y también de la ley. Porque “la ley se promulgó por medio de
Moisés, pero la gracia y la verdad se nos da en Jesucristo” (Jn 1,17). Esta
Alianza Cristiana exige una respuesta humana de fe expresada en la caridad,
mandamiento nuevo que nos identifica como discípulos de Jesucristo. Única ley
que libera para actuar como hijos de Dios (cf. Rom 8,21: la libertad de los
hijos de Dios). Pues, lo replica el Apóstol, “la ley entera se cumple con un
precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Ga 5,14). Pero, ya no estamos
sometidos al yugo legalista, sino movidos por el Espíritu Santo: “Si vivimos
por el Espíritu, sigamos al Espíritu” (Ga 5,25).
Nos iluminará estas
enseñanzas del Magisterio Latinoamericano: “La Alianza nueva que Cristo pactó
con su Padre se interioriza por el Espíritu Santo que nos da la ley de gracia y
de libertad que Él mismo ha escrito en nuestros corazones. Por eso, la
renovación de los hombres y consiguientemente de la sociedad dependerá, en
primer lugar, de la acción del Espíritu Santo. Las leyes y estructuras deberán
ser animadas por el Espíritu que vivifica a los hombres y hace que el Evangelio
se encarne en la historia” (Puebla 199).
Maracaibo, 22 de marzo
de 2015
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