Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal
22
6° Domingo de Pascua
Aún
cuando el mes de mayo es para nosotros largo y caluroso, para los pueblos
europeos es primavera, con el esplendor de las flores. Para los cristianos tiene
un especial significado, porque lo dedicamos a venerar con gran relevancia a la
persona de María de Nazaret, elegida por Dios para ser la Madre del Salvador. Precisamente,
es en este mes cuando celebramos, con profundo sentimiento amoroso, el día de
las Madres. Existe, pues, suficiente motivo para dedicar esta reflexión a la
Madre del Hijo de Dios, quien, en el acto de donación más sublime, nos la
entregó como Madre nuestra. Escuché una bella canción que dice que para ser un
discípulo amado, como se sentía Juan, debemos acoger a María como Madre, al igual
que hizo el mismo Juan al pie de la cruz (cf. Jn 19,25-27).
Por eso, el Concilio Vaticano II la proclama
como Madre de Dios y de la Iglesia (Lumen
gentium 52-69), asociada al plan de salvación, cuya grandeza sólo se puede
contemplar en el misterio de Cristo, el Hijo de Dios encarnado: “El sagrado
Concilio, al exponer la doctrina de la Iglesia, en la que el divino Redentor
realiza la salvación, intenta iluminar cuidadosamente la misión de la
Bienaventurada Virgen en el misterio del Verbo encarnado y del Cuerpo místico, así
como los deberes de los redimidos para con la Madre de Dios, Madre de Cristo y
Madre de los hombres, especialmente de los creyentes” (Lumen gentium 54).
También
el Magisterio de la Iglesia Latinoamericana habla de la Virgen María como Madre
y modelo de la Iglesia (Puebla 282-303). Ella es la realización más alta del
Evangelio anunciado a nuestros pueblos: “Desde los orígenes en su aparición y
advocación de Guadalupe; María constituyó el gran signo, de rostro maternal y
misericordioso, de la cercanía del Padre y de Cristo con quienes ella nos
invita a entrar en comunión. María fue también la voz que impulsó a la unión
entre los hombres y los pueblos. Como el de Guadalupe, los otros santuarios
marianos del continente son signos del encuentro de la fe de la Iglesia con la
historia latinoamericana” (Puebla 282). Lo mismo podemos afirmar de nuestra
bella imagen de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, Chinita de
Maracaibo, Zuliana de los zulianos, Sagrada Dama del Saladillo. La Basílica nuestra
es la casa el encuentro fraterno.
Igual
que la Iglesia, María es como un sacramento de comunión. Nos une a Dios y nos
une entre nosotros en la fraternidad y la solidaridad. Ella recibe al Hijo en
su vida para darlo a luz a la humanidad de todos los lugares y de todos los
tiempos. Es el modelo más auténtico del cristiano. Sí, la amamos profundamente,
no hay duda, pero de la manera como la ama Jesús. No podemos adorarla porque no
es Dios. Es la humilde humanidad engrandecida por el Señor, porque al mirar a
su servidora con amor, la ha hecho feliz en la entrega (cf. Lc 1,46-56). Por
eso, no es correcto decir: “Mi corazón es un templo, donde a una Virgen se
adora…”. Lo cierto es que nuestra existencia sí es un templo donde habita Dios
a quien adoramos al igual que lo adora la Virgen. Ella es el primer templo por quien
el Hijo encarnado habita en nosotros. Naturalmente, al habitar Dios en
nosotros, también habita la Madre. Y, al adorar a Dios, la amamos a ella.
Así, pues, somos marianos porque seguimos a
Jesús. Mariano como lo es Dios. En ella, el Todopoderoso ha hecho grandes cosas
con nosotros. Nos ha reconciliado con su misericordia, ha deshecho nuestros
planes orgullosos y puesto en alto nuestro servicio humilde. Cuando nos hemos
rendido a los ídolos de la riqueza, el poder y el placer, nos ha vaciado, para
que tengamos la pureza de María (cf. Lc 1,46-56). Y, libres y limpios, podamos
seguirle en el camino hasta el calvario donde Hijo y Madre mueren para
salvarnos.
Pienso que el mejor regalo para una madre es
que sus hijos se amen entre sí, que se perdonen y se ayuden, que tengan en gran
valor a la familia, y que trabajen para compartir. Así, el mejor regalo para la
Madre de Dios es hacer lo que Jesús nos pida, como los sirvientes de la boda de
Caná de Galilea (cf. Jn 2,1-12), para transformar la sociedad, según los
criterios del Evangelio.
Maracaibo,
10 de mayo de 2015
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