Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal
24
Domingo de Pentecostés
Quiero dedicar estas reflexiones, a propósito
de la solemnidad de Pentecostés, cuando la Iglesia es ungida por el Espíritu
Santo y transformada en sierva del mundo para anunciar el Evangelio a los
pobres, luchar por la liberación de los oprimidos y proclamar que un mundo
gobernado por Dios es posible (cf. Lc 4,16-18), a una persona que fue
testimonio de esto, Mons. Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador,
asesinado por los escuadrones de la muerte el lunes 24 de marzo de 1980, en el
preciso momento cuando consagraba el pan eucarístico – “este es mi cuerpo
entregado…” – en la capilla del hospital de la Divina Providencia en la colonia
Miramonte de San Salvador. Ahí selló con su sangre la alianza de amor con su
pueblo que hoy lo venera como el beato Mons. Romero, mártir de América. Es beatificado
por el papa Francisco este sábado 23 de marzo, víspera del Domingo de
Pentecostés.
Su
pueblo era dominado por un régimen militar totalitario desde 1962, con una
fuerza opositora reprimida violentamente, arrestos, desaparecidos,
allanamientos de moradas. Por otro lado, una Iglesia comprometida con el pueblo,
también sufre la persecución, expulsiones y asesinatos de sacerdotes.
Represiones violentas a religiosas y laicos comprometidos. No faltaron
reacciones de guerrillas izquierdistas que, mucho más grave, seducían a
cristianos cansados ante la situación inhumana de miseria y opresión. Sin
embargo, Mons. Romero, el 10 de febrero de 1977, al ser designado arzobispo,
aclaró que “el gobierno no debe tomar al sacerdote que se pronuncia por la
justicia social como un político o elemento subversivo, cuando éste está
cumpliendo su misión en la política de bien común”.
Mons.
Romero es querido, seguido y criticado. Muchos, incluso, lo acusan de
izquierdista. Pero, le tocó vivir una situación muy difícil. O era indiferente,
cuidando su imagen y evitando que lo acusaran de tomar partido por alguna
ideología, o, con la convicción de la fe y el compromiso del Evangelio de
Jesús, como la Iglesia en Medellín (1968), sin pretender ningún poder ni
defender ideología alguna, optar por la opción preferencial por los pobres. Y,
con sólo la predicación de la Palabra de Dios, se convierte en profeta de la
paz y de los derechos humanos. Tomó muy en serio lo del Vaticano II: “El gozo y
la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre
todo, de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza,
tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente
humano que no tenga resonancia en su corazón” (Gaudium et spes 1).
Mons.
Romero nos dejó sus palabras en numerosas homilías y discursos. Quiero sólo
referirme a un discurso extraordinario, pronunciado cincuenta días antes de dar
testimonio de su auténtica fe cristiana con el martirio, cuando recibió el
doctorado honoris causa por la
Universidad de Lovaina, el 2 de febrero de 1980. Le pidieron que hablara sobre la
dimensión política de la fe cristiana. Provocador el tema para uno que se
presenta ante tan académico público como pastor: “Sencillamente voy a hablarles
más bien como pastor, que, juntamente con su pueblo, ha ido aprendiendo la
hermosa y dura verdad de que la fe cristiana no nos separa del mundo, sino que
nos sumerge en él, de que la Iglesia no es un reducto separado de la ciudad,
sino seguidora de aquel Jesús que vivió, trabajó, luchó y murió en medio de la
ciudad, en la polis”.
En el
primer punto tratado, una Iglesia al servicio del mundo, simplemente se basa en
el Vaticano II: “La esencia de la Iglesia está en su misión de servicio al
mundo, en su misión de salvarlo en totalidad, y de salvarlo en la historia,
aquí y ahora. La Iglesia está para solidarizarse con las esperanzas y gozos,
con las angustias y tristezas de los hombres. La Iglesia es, como Jesús, para evangelizar a los pobres y levantar a los
oprimidos, para buscar y salvar lo que estaba perdido (Lumen gentium 8)”. Ante esto, ¿a qué mundo debe servir la Iglesia
local de Mons. Romero? Es el punto siguiente, el mundo de los pobres: “El mundo
al que debe servir la Iglesia es para nosotros el mundo de los pobres… Y de ese
mundo de los pobres decimos que es la clave para comprender la fe cristiana, la
actuación de la Iglesia y la dimensión política de esa fe y de esa actuación
eclesial. Los pobres son los que nos dicen qué es el mundo y cuál es el
servicio eclesial al mundo. Los pobres son los que nos dicen qué es la polis, la ciudad y qué significa para la
Iglesia vivir realmente en el mundo”.
Dando
testimonio de su Iglesia arquidiocesana, pasa al fundamento teológico de lo que
ha afirmado: “El constatar estas realidades
y dejarnos impactar por ellas, lejos de apartarnos de nuestra fe, nos ha
remitido al mundo de los pobres como a nuestro verdadero lugar, nos ha movido
como primer paso fundamental a encarnarnos en el mundo de los pobres. En él
hemos encontrado los rostros concretos de los pobres de que nos habla Puebla.
(cfr. 31 -39). Ahí hemos encontrado a los campesinos sin tierra y sin trabajo
estable, sin agua ni luz en sus pobres viviendas, sin asistencia médica cuando
las madres dan a luz y sin escuelas cuando los niños empiezan a crecer. Ahí nos
hemos encontrado con los obreros sin derechos laborales, despedidos de las
fábricas cuando los reclaman y a merced de los fríos cálculos de la economía.
Ahí nos hemos encontrado con madres y esposas de desaparecidos y presos
políticos. Ahí nos hemos encontrado con los habitantes de tugurios, cuya
miseria supera toda imaginación y viviendo el insulto permanente de las
mansiones cercanas… Este acercamiento al mundo de los pobres es lo que
entendemos a la vez como encarnación y como conversión”.
Estas reflexiones han querido ser el
recuerdo agradecido de un cristiano que supo que la eternidad se consigue
entregando la vida para que su pueblo la tenga en abundancia. Quizás, este
párrafo explique por qué, ante la evidencia de un asesinato anunciado, Mons.
Romero no se detuvo ni se escondió: “Esta fe en Dios es lo que explica lo más
profundo del misterio cristiano. Para dar vida a los pobres hay que dar de la
propia vida y aún la propia vida. La mayor muestra de la fe en un Dios de vida
es el testimonio de quien está dispuesto a dar su vida. Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por el hermano (Jn
15,13). Y esto es lo que vemos a diario en nuestro país”. Mons. Romero, ruega para que
también nosotros podamos ser dóciles al Espíritu Santo que nos convierte en
servidores del mundo de los pobres.
Maracaibo,
24 de mayo de 2015
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