viernes, 6 de noviembre de 2009

La política: ese arte difícil y tan noble

El Papa Pío XI escribió que la política es la forma suprema de la caridad, y el Concilio Vaticano II llamó a la política “ese arte tan difícil y tan noble”. Es un arte difícil porque supone superar esa práctica habitual que ha degradado la política a mera politiquería, a retórica, negocio o espectáculo; que utiliza el poder para lucrarse y aprovecharse de él, poder para dominar y servirse del Estado y de los demás. La política auténtica entiende y asume el poder como un medio esencial para servir, para buscar, más allá de las aspiraciones individualistas o de grupo, el bien de toda la sociedad. Poder ya no para dominar, sino para empoderar, es decir, para potenciar a las personas, de modo que se constituyan en sujetos de sus propias vidas y en ciudadanos responsable y solidarios, fieles defensores de sus derechos y cumplidores celosos de sus obligaciones. Por ello, y siguiendo al Concilio Vaticano II, la política es también un arte noble porque el servicio que está llamado a prestar es precisamente la búsqueda del bien común, que hace posible la paz, la concordia social y las relaciones fraternales entre todos.
Para que este servicio sea eficaz necesita de la política entendida como la búsqueda y organización del bien común, el bien de todas las personas y de toda la persona, es decir, su desarrollo más pleno e integral. En consecuencia, la política nos concierne a todos. Nadie, mucho menos un católico o cristiano en general, puede vivir sin preocuparse y ocuparse por la suerte de los demás, en especial de los más necesitados. La política, en consecuencia, es el ejercicio de un amor eficaz a los demás. Lleva en su propia entraña la dimensión ética, ya que nos exige considerar como propias las necesidades de los demás, e implicarnos en su solución. Si la política se aparta del amor y olvida su raíz ética se convierte en mera politiquería, camino a la ambición, al dinero fácil, a la corrupción, al poder por el poder mismo, a la utilización de lo público en beneficio propio o de los suyos, al dominio sobre los demás. La politiquería no sólo degrada a los falsos políticos, sino que provoca un enorme daño a la sociedad entera pues imposibilita el bienestar general. Si la política está guiada por el amor y se pone al servicio de la humanidad es fuente de bienestar, encuentro y vida. Degradada a mera politiquería es fuente de destrucción, división y muerte.
La práctica de la verdadera política, como arte difícil y noble, exige que los políticos sean muy honestos, buenos negociadores, respetuosos de todos y de las opiniones diversas, dispuestos a servir siempre a la verdad. Desgraciadamente hoy en día, donde lo común es disfrazar las ambiciones bajo el ropaje retórico del amor y del servicio, y donde la justicia está al servicio del poder, “la verdad sólo perjudica al que la dice”, como ya nos lo advirtió Quevedo. Ya desde Aristóteles y los pensadores griegos, el arte de la política consistía en resolver los conflictos mediante la palabra, el diálogo respetuoso, la negociación, desechando cualquier recurso a la violencia, que es lo propio de los pueblos primitivos y de las personas inmaduras. Mandar en vez de persuadir, eran formas prepolíticas, típicas de déspotas y tiranos.
Todos deberíamos saber bien que no es posible lograr un mundo fraternal si sembramos odio y amenazas; no es posible imponer autoritariamente la libertad, no es posible establecer la paz con insultos, acusaciones sin pruebas y violencia. “¿Qué ética es esa –se preguntaba alarmado Paulo Freire- que sólo vale cuando se aplica a mi favor? ¿Qué extraña manera es esa de hacer historia, de enseñar democracia, golpeando a los que son diferentes para continuar gozando, en nombre de la democracia, de la libertad de golpear? No existe gobierno que permanezca verdadero, legítimo, digno de fe, si su discurso no es corroborado por su práctica, si apadrina y favorece a sus amigos, si es duro sólo con los opositores y suave y ameno con los correligionarios. Si cede una, dos, tres veces a las presiones poco éticas de los poderosos o de amigos ya no se detendrá hasta llegar a la democratización de la desvergüenza” (Política y Educación, pág. 38).
La violencia, sea verbal o física, la imposición de un único modo de ver las cosas, niega de raíz la democracia que es, por su misma esencia, un poema de la diversidad. En palabras de Edgar Morin, “la democracia supone y alimenta la diversidad de los intereses así como la diversidad de las ideas. El respeto de la diversidad significa que la democracia no se puede identificar con la dictadura de la mayoría sobre las minorías….Así como hay que proteger la diversidad de las especies para salvar la biosfera, hay que proteger la de las ideas y opiniones y también la diversidad de las fuentes de información y de los medios de información (prensa y medios de comunicación) para salvar la vida democrática”. Toda imposición, todo irrespeto, toda forma de violencia son actitudes profundamente antidemocráticas.
Del Dr. Antonio Pérez Esclarín

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