martes, 30 de diciembre de 2014

La Epifanía de Dios


Andrés Bravo
Profesor de la UNICA

Reflexión Semanal 6
Segundo domingo de Navidad

            La Epifanía es el misterio revelado en el nacimiento de Cristo. Es la presencia de Dios en el niño Jesús que está acostado en un pesebre, en un pueblo llamado Belén, bajo el cuidado de su joven madre María y su padre, el carpintero José. Es Dios, que con su infinito amor, se hace presente entre los pobres de la tierra. Es la fiesta de los pobres. Porque ellos son los que reciben la buena noticia y se convierten en signos reveladores del amor salvador de Cristo. En ellos, el Hijo de Dios nos trae la salvación. Por eso, si los sabios de oriente se hubiesen dejado guiar por el poder, representado en Herodes, jamás encontrarían al Señor. Pero ellos se dejaron orientar por el Espíritu Santo que, por medio de la estrella de la fe, los condujo hacia la verdad. En el rostro del niño del pesebre “resplandece la gloria y la bondad del Padre providente y la fuerza del Espíritu Santo que anuncia la verdadera e integral liberación de todos y cada uno de los hombres de nuestro pueblo” (Puebla 189).
            Así ha sucedido a lo largo de la historia de la salvación, Dios se hace presente en los pobres y entre los pobres podemos adorarle y servirle. El pueblo de la primera alianza es elegido como portador de la revelación del designio divino no por ser el más poderoso de la tierra, por el contrario, es por su pequeñez (cf. Dt 7,7). Lo mismo con las personas que Dios ha preferido asociar a su plan de salvación, a los humildes y sencillos como María que se proclama dichosa, no por sus condiciones humanas, sino porque Dios “ha mirado la pequeñez de su sierva” (Lc 1,48).
Nos equivocamos al buscar a Dios Padre revelado por Jesucristo como el todopoderoso en las imágenes ostentosas, de grandeza, ideologizadas, de poderes y riquezas, que nos hacen sentir que se nos caen encima como la torre de Babel (cf. Gén 11,1-9). El mismo Jesús nos enseña que al Padre se le adora sirviéndole en los necesitados: hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos o con harapos, enfermos o presos (cf. Mt 25, 31-46). De modo que, “acercándonos al pobre para acompañarlo y servirlo, hacemos lo que Cristo nos enseñó, al hacerse hermano nuestro, pobre como nosotros. Por eso, el servicio a los pobres es la medida privilegiada, aunque no excluyente, de nuestro seguimiento a Cristo. El mejor servicio al hermano es la evangelización que lo dispone a realizarse como hijo de Dios, lo libera de las injusticias y lo promueve integralmente” (Puebla 1145).
Ningún poderoso tirano de este mundo, ni Herodes ni otros contemporáneos nuestros, buscan adorar y servir a Dios. Sólo el poder del amor que se entrega hasta el sacrificio puede reconocer la grandeza de Dios en la pequeñez del humano. Y, como lo hacen los sabios de oriente, debemos ofrecerle lo mejor de nuestra existencia: la vida rica en misericordia, la vida austera y servicial, la vida de reconciliación, la vida familiar.
La riqueza material (el oro), debe ser ofrecida al Dios-Niño-Pobre del pesebre. Lo hacemos en el compartir generoso con el más necesitado, para que a ninguno se le niegue el derecho del disfrute de “los bienes necesario para una vida decorosa” (Deus caritas est 20). Además, a este Niño del pesebre, hombre auténtico, modelo de cómo debemos ser nosotros, le regalamos la mirra de la honestidad, de la responsabilidad, del amor que hace digno a la persona humana. Y con el incienso que se eleva a lo alto, le adoramos como al Dios verdadero que se solidariza con nuestras existencias y nos redime con el poder del amor.
Maracaibo, 4 de enero de 2015

martes, 23 de diciembre de 2014

La Sagrada Familia de Jesús

Andrés Bravo
Profesor de la UNICA

Reflexión Semanal 5
Primer domingo de Navidad


            El 25 de diciembre es el día solemne de la Navidad del Señor. La Virgen ha dado a luz a Jesús, el Hijo de Dios. Este acontecimiento histórico es central en la fe cristiana. El nombre hebreo “Jesús”, aunque común en su cultura, en Él guarda un gran misterio. Este nombre significa “Dios salva”. Ciertamente, la persona de Jesús es la presencia de Dios que salva a la humanidad del pecado y sus consecuencias. También le dan el nombre de “Emmanuel” (cf. Mt 1,23; Is 7,14), que quiere decir “Dios-con-nosotros”. Este es el misterio revelado en la persona de Jesucristo, “la imagen del Dios invisible” (Col 1,15). Quien ve y ama al Hijo, ve y ama al Padre eterno que, con el Espíritu Santo, es una Comunidad de Amor. Tres personas íntimamente relacionadas en el amor perfecto, que es un solo Dios. Por eso, Dios no es soledad, es familia (Juan Pablo II, citado por Puebla 582), comunión de amor.
            El domingo siguiente a la Navidad, celebramos la grandeza humana y divina de la familia ante la bella imagen de la Sagrada Familia de Nazaret, la familia de Jesús, con su padre José y su madre María. Una excelente manera de contemplar cómo Dios, por y en el Hijo humanado, asume, bendice y dignifica tan grande realidad y la llena de un significado espiritual trascendente. Esta fiesta nos motiva a reflexionar sobre la visión cristiana de la familia, uno de los dones fundamentales que nos ha dado nuestro Creador. Porque Dios-Amor, es autor y modelo de la familia: Él “no creó al hombre solo: en efecto, desde el principio los creó hombre y mujer (Gén 1,27). Esta asociación constituye la primera forma de comunión entre personas. Pues, el hombre es, por su íntima naturaleza, un ser social y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás” (Gaudium et spes 12). Y la familia es su más excelsa expresión.
            La Iglesia latinoamericana, en el documento de Puebla, nos ofrece una síntesis maravillosa que nos sirve de referencia para esta reflexión. Ciertamente, también debemos buscar en el misterio de Dios la naturaleza de la familia. Porque “la familia cristiana cultiva el espíritu de amor y de servicio. Cuatro relaciones fundamentales de la persona encuentran su pleno desarrollo en la vida de la familia: paternidad, filiación, hermandad, nupcialidad. Estas mismas relaciones componen la vida de la Iglesia: experiencia de Dios como Padre, experiencia de Cristo como hermano, experiencia de hijos en, con y por el Hijo, experiencia de Cristo como esposo de la Iglesia. La vida en la familia reproduce estas cuatro experiencias fundamentales y las participa en pequeño; son cuatro rostros del amor humano” (Puebla 583).
            Ahora bien, estos cuatro rostros humanos del amor son signos sacramentales de Dios: El amor del papá y la mamá actualiza misteriosamente el amor del Padre eterno. De manera que, al ver a un papá y a una mamá amando a sus hijos, vemos al Padre eterno con su divino amor. Igualmente, cuando vemos a los esposos amándose mutuamente, vemos cómo Cristo ama a su Iglesia y cómo la Iglesia ama a Cristo, que es el misterio sacramental del matrimonio al que se refiere san Pablo (cf. Ef 5,21-33).
De la misma manera vemos el amor del Hijo de Dios, por el Espíritu de amor, amando al Padre, cuando los hijos aman a sus padres. También aquí conviene recomendar los mismos deberes familiares que san Pablo da a los efesios, aunque en un contexto diferente al nuestro: “Hijos, obedezcan a sus padres como agrada al Señor. Porque esto es justo… y ustedes, padres no maltraten a sus hijos, sino más bien edúquenlos con la disciplina y la instrucción que quiere el Señor” (Ef 6,1-4). Y, no hay manifestación más clara del Reino de Dios, que el amor mutuo entre los hermanos. La experiencia nos dice que la felicidad más grande de los padres consiste en observar que sus hijos se aman entre sí.

Los venezolanos estamos acostumbrados a reconciliarnos en el interior de la familia en estos tiempos de navidad, para que, cuando el reloj marque el primer segundo del nuevo año, podamos abrazarnos sin reservas, con libertad y sinceridad, con cariño y amor, con el deseo de que reine la felicidad para todos. Feliz años, atrás se queda los harapos del pecado y de los errores, de las ofensas y equivocaciones, de los resentimientos y odios; para revestirnos de personas nuevas y comenzar un renovado estilo de vida en familia, siguiendo los criterios del Evangelio de Jesús. La verdad más grande es el amor revelado por el Hijo de Dios quien, al nacer en la familia de María y José, nos abraza y nos hace participes de su Sagrada Familia.

martes, 16 de diciembre de 2014

SIGNIFICADO DE LA PARROQUIA UNIVERSITARIA EN LA VIDA INSTITUCIONAL DE LUZ




Dr. Emilio Fereira
Profesor Emérito de LUZ

Homenaje al Pbro. Dr. José Gregorio Villalobos quien,
por razones de salud, se ausenta de nuestra Casa de Estudios
Nacida a la sombra del Convento de San Francisco de Maracaibo, La Universidad del Zulia se consagra a la enseñanza, investigación y servicio de: los estudiantes, libremente reunidos con sus profesores, animados todos por el amor del saber de la comunidad regional y nacional y empeñados en cumplir nuestro lema: “Post Nubila Phoebus”; hacer brillar la luz en las tinieblas de la ignorancia y la oscuridad de una región y un país en crisis, sobre todo moral, económica y social.
La Parroquia Universitaria tiene su más profunda identidad en un diálogo que, orientado por la fe, realiza con la Cultura en respuesta al llamado del Señor Jesús de anunciar la Buena Nueva a toda la humanidad. La mayoría de quienes nos movemos en LUZ entiende que la tarea fundamental de la parroquia universitaria es la de «unificar existencialmente en el trabajo intelectual dos órdenes de realidades, que muy a menudo se tiende a oponer como si fuesen antitéticas: la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer la fuente de la verdad»”.[1]
La Universidad constituye un lugar privilegiado de cristianización y un reto esencial al proponer el horizonte de salvación del Maestro de Nazaret. “La Universidad y, de modo más amplio, la cultura universitaria constituyen una realidad de importancia decisiva. En su ámbito se juegan cuestiones vitales, profundas transformaciones culturales, de consecuencias desconcertantes, suscitan nuevos desafíos. La Iglesia no puede dejar de considerarlos en su misión de anunciar el Evangelio”.[2] La parroquia universitaria cumple una actividad pastoral y administrativa, cuya utilidad no sólo responde a los tiempos que vivimos sino que hunde sus raíces en la vida y misión del Pueblo de Dios.
Por ello, ser párroco en la universidad implica tener conciencia de la labor de llevar a cabo un ministerio en la iglesia y por lo tanto es un don de Dios que se asocia a una tarea. La responsabilidad, eficacia y corrección requerida para llevar a cabo esta tarea, redundará en frutos de gracia y santidad en la comunidad universitaria.
La Parroquia Universitaria representa uno de los desafíos contemporáneos que los Obispos de América Latina en el documento de la Conferencia de Aparecida, resaltaron con suma importancia: “Es necesaria una pastoral universitaria que acompañe la vida y el caminar de todos los miembros de la comunidad universitaria, promoviendo un encuentro personal y comprometido con Jesucristo, y múltiples iniciativas solidarias y misioneras. También debe procurarse una presencia cercana y dialogante con miembros de otras universidades públicas y centros de estudio”.[3]
Por ello, los obispos y laicos reunidos en Aparecida (Brasil) invitan a ubicar la Pastoral Universitaria en el centro mismo de los procesos universitarios y a situarse en el corazón del proyecto educativo universitario. Se insiste en que la Pastoral universitaria no sea un sobreañadido de los procesos académicos, sino que busque una cultura evangelizada a través de la inculturación del Evangelio inspirada en el mensaje de Jesucristo, a través de las variables propias de la Universidad.
Más aún, el sacerdote que se encargue de la parroquia ha de responder a las expectativas ce la comunidad universitaria. No puede ser dogmático, de mentalidad cerrada, moralista a la ultranza, fanático religioso, poseído de sí mismo, que en vez de favorecer el diálogo abierto con los distintos sectores pensantes de la universidad, lo entorpezca.
En LUZ, sacerdotes como  Rafael Balbín,  Jesús Gutiérrez, Andrés Bravo y José Gregorio Villalobos, han venido promoviendo una búsqueda constante para responder al llamado a hacer presencia evangelizadora en el mundo universitario y esa profundización ha llevado a determinar algunas características que le han dado a la Parroquia su identidad, con matices y acentos diversos según carismas, personas y momentos:
1.           Desarrollar una pastoral de Diálogo. Por la misma comprensión y concepción de la Universidad, el párroco de LUZ ha de ser profundamente dialogante con las búsquedas de verdad que acontece al interior de la Universidad, conducido por la Antropología cristiana, la Filosofía y la Teología como ciencias fundamentales para un coloquio constructor y respetuoso, donde se construya y debata el saber con los argumentos y las personas idóneas para ello, capacitadas para suscitar encuentro, convergencia y propuestas en un mundo expectante, crítico y en proceso de búsqueda, como es nuestra institución.
2.           Propiciar una pastoral con las Inteligencias. En la universidad peregrinan intelectuales, investigadores, hombres y mujeres de ciencia que buscan, desde diversos ángulos, la Verdad. A través de su pastoral el párroco ha de situarse, también, en búsquedas y respuestas. Su acción pastoral supone lenguajes y formas que respondan a las variables y lógicas de quienes, con rigor y profundidad, interactúan en la academia. Ha de ser un sacerdote capaz de entrar en un razonamiento respetuoso e idóneo con las sensibilidades de la ciencia.
3.           Facilitar una pastoral de acompañamiento que confirme una razón de fe y proponga una fe “razonada”. Como todos los seres humanos, quien transita por la universidad tiene interrogantes existenciales profundos y no son pocos los que buscan respuesta en su fe; sin embargo, por las dinámicas propias de la universidad y sus epistemologías, esta fe puede ser vulnerable ante los embates de la ciencia positivista. Le compete a la al párroco acompañar y apoyar a los universitarios que buscan y quieren vivir su opción cristiana.
4.           Favorecer una pastoral de la creatividad. La universidad moderna se define en crecimiento y evolución constante. El mundo de la ciencia le da un status de modernidad asombrosa donde los avances de la tecnología encuentran en ella su punto de partida y de llegada. Por ello el párroco de la universidad no puede estar ajeno a esta realidad y debe ser profundamente dinámico y creativo para responder, desde las lógicas del Evangelio, en los lenguajes y formas de la Universidad.[4]
5.           Auspiciar una pastoral del servicio. El párroco ha de ser en la Universidad un servidor y acompañante. El servicio es una carta de presentación del Evangelio encarnado. Se trata de anunciar desde el servicio y proponer el Evangelio desde el testimonio de hombres, mujeres y programas que expresen el compromiso de una Iglesia que sabe de los anhelos, sufrimientos, esperanzas, miedos y tristezas del hombre actual.
Una Comunidad universitaria preocupada debe ser consciente de esta dimensión de la parroquia y sensible al modo en que ella puede influir sobre todas sus actividades, al ofrecer que ofrece a sus miembros de la ocasión de coordinar, el estudio académico y las actividades para-académicas, con principios religiosos y morales, integrando vida y fe al concretizar la misión parroquial; formando parte constituyente de su actividad y de su estructura.
Como natural expresión de su identidad, en un país y una región profundamente cristiano, la Comunidad universitaria debe ser guiada por el párroco a encarnar la fe, en sus actividades diarias, con momentos significativos para la reflexión y la oración que la parroquia le ofrece; así como brindarle oportunidades para asimilar en su vida la doctrina y las práctica de fe. Por ello, el Párroco ha de acoger presencia de personas pertenecientes a diferentes Iglesias, comunidades eclesiales o religiones, respetando sus respectivas iniciativas de reflexión y oración en la salvaguardia de su credo.
Como en la parroquia de LUZ, desde sus inicios, ha venido ocurriendo, el párroco y sus colaboradores han de invitar a los profesores y estudiantes a ser más conscientes de su responsabilidad hacia aquellos que sufren física y espiritualmente, especialmente de los más pobres y de los que sufren a causa de las injusticias en el campo económico, social, cultural y religioso; responsabilidad ha de ejercitarse, en primer lugar, en el interior de la comunidad académica, pero también encuentra aplicación fuera de ella.
En LUZ la labor pastoral del párroco  es hoy una actividad indispensable; gracias a ella los estudiantes, en cumplimiento de sus compromisos bautismales, pueden prepararse a participar activamente en la vida de la Iglesia. Esta labor ha venido contribuyendo a desarrollar y alimentar una auténtica estima del matrimonio cristiano y de la vida familiar, promover vocaciones para el sacerdocio y la vida religiosa, estimular el compromiso cristiano e impregnar todo tipo de actividad con el espíritu del Evangelio. El deseo de la Iglesia es un acuerdo entre la universidad y las Instituciones que actúan en el ámbito de la arquidiócesis en búsqueda de un beneficio común. En efecto, las Asociaciones o Movimientos de vida espiritual y apostólica, son una grande ayuda para desarrollar aspectos claves de la vida universitaria. De ahí lo delicado de escoger un párroco para LUZ.



[1] Cfr. Juan Pablo II (1990).Constitución Apostólica  Del Sumo Pontífice Sobre Las Universidades Católicas http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/apost_constitutions/documents/hf_jp-ii_apc_15081990_ex-corde-ecclesiae_sp.html. 15/12/2014.
[3] V Conferencia General del CELAM (2007). Documento Conclusivo de Aparecida. http://www.vidanueva.es/2013/04/01/documento-de-aparecida-v-conferencia-general-del-celam-2007/#sthash.OCpr8XfN.dpuf  15/12/2014.
[4]Carlos Iván Martínez Urrea, La Pastoral Universitaria en la Iglesia Católica, Identidad y Características.  www.javeriana.edu.co/.../2.../70bc3186-cfe9-4fbc-b7e0-9ba6dcff59d6 15/12/2014

lunes, 15 de diciembre de 2014

Reflexión Semanal 4: El Misterio de la Encarnación


Andrés Bravo
Profesor de la UNICA

            Pronto a celebrar la esperada fiesta de Navidad, la liturgia del cuarto domingo de Adviento nos invita a contemplar el acontecimiento que hizo pleno el tiempo, la encarnación del Hijo de Dios en el seno de María. Así se da cumplimiento al designio eterno de Dios (Rom 16,25-27). La mayor significación de este misterio está en el hecho de que “en Cristo y por Cristo, Dios Padre se une a los hombres. El Hijo de Dios asume lo humano y lo creado restablece la comunión entre su Padre y los hombres. El hombre adquiere una altísima dignidad y Dios irrumpe en la historia humana, vale decir, en el peregrinar de los hombres hacia la libertad y la fraternidad, que aparecen ahora como un camino hacia la plenitud del encuentro con Él” (Puebla 188).

            El acontecimiento se realiza en una mística visita del mensajero de Dios a una sencilla joven de un pequeño pueblo de Galilea, llamado Nazaret. Aunque el buen rey David quiere construir un monumental Templo como habitación de Dios, Éste prefiere habitar entre nosotros en el seno limpio y puro de una muchacha que, declarándose sierva del Señor, se convierte, por la gracia del Espíritu Santo, en la humilde Madre del Salvador. Sin embargo, siendo pobre la familia de María, goza de la estirpe mesiánica, la del rey David que se comunica por su prometido, el carpintero José. Por eso, a Jesús suelen llamarlo Hijo de David, porque hace realidad aquella promesa hecha al propio David de que su reino será eterno (2Sam 7,16).

            Este encuentro del Ángel y María, tan simple a los ojos del mundo, es un acto de grandeza humana. Si como imagen del Creador, la persona humana adquiere una alta dignidad por la participación divina; esta dignidad aumenta aún más cuando el Hijo del eterno Padre participa de nuestra naturaleza humana. Es un maravilloso intercambio de dones, Dios ofrece a su Hijo para que nosotros nos ofrezcamos al Padre y restablezcamos la comunión que habíamos perdido por el pecado. En el Hijo encarnado, se realiza la comunión de la divino con lo humano. La reconciliación de la Persona divina con las personas humanas.

            Para el Apóstol, la encarnación de Cristo, haciendo crecer la dignidad humana, es un gesto de humillación y entrega que se concreta en la total ofrenda de amor en la cruz: “…A pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2,6-8). Es la revelación plena del amor del Padre que no quiere que ningún hijo se pierda, sino que viva eternamente. Este misterio explica por qué Jesús vive la entrega contante de su existencia que lo conduce al amor mayor, el sacrificio de la cruz, que le gana la victoria al pecado por el triunfo de la vida.

¿Cómo responder nosotros a tan grande amor? He aquí la cuestión fundamental de nuestra fe en el Hijo encarnado. La respuesta de fe es el acercamiento cada vez más sincero a Jesús. Recibirlo en nosotros para que, en y por nosotros, Él siga revelando a la humanidad su amor. Debemos dejar que actúe por nuestras obras. Así como lo hizo en su encarnación, siga sanando a los enfermos, sirviendo a los más pobres, bendiciendo a los niños, dignificando a las mujeres, acogiendo al que no tiene donde vivir, compartiendo con generosidad para que no sufran los necesitados, practicando la justicia, educando para la paz, valorando a las familias. En fin, que, por nuestras acciones y testimonio, Jesús siga actuando su salvación, encarnado en el mundo concreto en el que vivimos.

La Iglesia, sacramento de salvación, es la presencia encarnada del Hijo. Por eso, “solidarios con los sufrimientos y aspiraciones de nuestro pueblo, sentimos la urgencia de darle lo que es específico nuestro: el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios. Sentimos que esta es la fuerza de Dios (Rom 1,16) capaz de transformar nuestra realidad personal y social, y de encaminarla hacia la libertad y la fraternidad, hacia la plena manifestación del Reino de Dios” (Puebla 181).

viernes, 12 de diciembre de 2014

Reflexión Semanal 3: Alégrense en el Señor



Andrés Bravo
Profesor de la UNICA

            En el tercer domingo de adviento, la Iglesia hace suyo el pregón paulino: “Estén siempre alegres. Oren en todo momento. Den gracias a Dios por todo, porque esto es lo que él quiere de ustedes como creyentes en Cristo Jesús” (1Ts 5,16-18). La alegría, la oración y la acción de gracias nos acompañan en el camino espiritual de adviento, porque viene quien nos ama y a quien amamos. Si es triste alejarse de un ser querido, cuánto más es el júbilo que produce el acercamiento de aquél que amamos. Nuestro corazón se prepara con esmero, se organiza la fiesta con gozo.
Recordemos un bello documento del beato Pablo VI que nos invita: “Estén siempre alegres en el Señor, porque él está cerca de cuantos lo invocan de verdad” (Gaudete in Domino 1). Es la misma exhortación de san Pablo a los filipenses (4,4-5), quien agrega: “Que todos los conozcan a ustedes como personas bondadosas”. Porque la alegría cristiana es expresión del bien. Así también lo pregona el profeta: “Me alegro en el Señor con toda el alma… porque me cubrió con un manto de justicia” (Is 61,10-11). El escrito del papa está enmarcado en un contexto históricos de júbilo, el Año Santo de 1975, y es un llamado, hoy más necesario, a la renovación interior y a la reconciliación en Cristo.
Ciertamente, el pecado ha trastornado el rumbo de nuestra historia y nos ha dejado terribles consecuencias de sufrimientos, maldades que, muchas veces, hacen mayor daño a los más débiles de nuestros pueblos. Sin embargo, nuestro beato nos invita a gozar por “la alegría exultante de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y la satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio” (Gaudete in Domino 12).
Pero, nada produce más gozo que la reconciliación. Hasta Dios hace fiesta cuando perdona. En estos tiempos, busquemos el modo de acercarnos los unos a los otros. A veces argumentamos que no perdonamos porque la razón está de nuestra parte. Sin embargo, estamos convencidos de que se gana más perdonando y acogiendo al otro que empeñándonos en defender nuestras razones. La lógica del Señor es distinta, el amor es primordial. Recordemos a Jesús en la cruz, el inocente condenado por el mundo. Sin embargo, su acción es contraria, el mundo culpable es perdonado y liberado por el amor entregado. Es esto lo que nos da la victoria: “¡Me ha cubierto de victoria!”, lo profetiza Isaías.
También el papa Francisco nos invita a “la alegría del Evangelio (que) llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (Evangelii Gaudium 1).
Para nuestro actual pastor, la alegría, don de Dios que se renueva en navidad, se debe comunicar y abrir a la fraternidad. Porque, “cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien” (Evangelii Gaudium 2).
Nuestra exhortación es la de vivir de tal manera la fe en el amor, empeñarnos en la reconciliación y la construcción de la fraternidad, que podamos cantar con sinceridad las alabanzas de María: “Mi espíritu se alegra en Dios mi salvador, porque Él ha puesto sus ojos en la humildad de sus servidores” (Lc 1,46-48).