lunes, 15 de julio de 2013

La primera encíclica de Francisco (I)

Andrés Bravo
Capellán de la UNICA

            Lumen Fidei – La Luz de la Fe (LF). Así se titula la primera encíclica del Papa Francisco, firmada 29 de junio y ofrecida al pueblo de Dios el 5 de julio de este año 2013, Año de la Fe. Precisamente, el tema es sobre la fe, completando así la trilogía que constituye el centro del magisterio de Benedicto XVI sobre las tres virtudes teologales. El Papa emérito dedicó su primera encíclica a la caridad (Deus Caritas est – Dios es Amor) y más tarde nos entregó otra sobre la esperanza (Spe Salvi – en la esperanza fuimos salvados). Sin duda, como el mismo Francisco lo aclara con la sencillez que lo caracteriza, esta nueva encíclica, en su mayor parte, fue elaborada por Benedicto XVI: “Él ya había completado prácticamente una primera redacción de esta carta encíclica sobre la fe. Se lo agradezco de corazón y, en la fraternidad de Cristo, asumo su precioso trabajo, añadiendo al texto algunas aportaciones” (LF 7).
Quiero comunicarles algunas ideas tomadas del primer capítulo: “Hemos creído en el Amor”. Así invitarles a leer y reflexionar esta rica enseñanza de nuestro actual Pastor universal. Antes, Benedicto XVI, convocando al Año de la Fe, nos dejó una serie de catequesis pronunciadas en las tradicionales audiencias generales de los miércoles. Aquí se expresó como lo que es, un auténtico teólogo y pastor, un maestro de la fe. El 17 de octubre de 2012 introduce el tema convencido de que la fe es un encuentro personal con Dios: “Se trata del encuentro no con una idea o con un proyecto de vida, sino con una Persona viva que nos transforma en profundidad a nosotros mismos, revelándonos nuestra verdadera identidad de hijos de Dios”. Es, pues, un acto humano, existencial, histórico. Dios viene a nosotros. Es un Dios que se acerca y se entrega durante la historia. Esta irrupción de Dios en la historia convierte el tiempo humano en historia de salvación.
Es el sentido de la encíclica de Francisco: “La fe nace del encuentro con Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida” (LF 4). Por eso, Francisco desarrolla toda su enseñanza sobre la fe basándose en las experiencias de encuentros que nos narra la historia de la salvación y testimoniada por las Sagradas Escrituras. Comienza con la experiencia de encuentro de Dios con Abrahán, considerado padre en la fe. A él “Dios le dirige la Palabra, se revela como un Dios que habla y lo llama por su nombre. La fe está vinculada a la escucha. Abrahán no ve a Dios, pero oye su voz” (LF 8). Es que Dios tiene la primera iniciativa. Él nos amó primero y se acerca a nosotros para revelarnos que es amor y nos ama. Por eso ser creyente es ser oyente de la Palabra de Dios. Así comienza la fe cristiana, hablando Dios y escuchando nosotros. La comunicación es el primer acto de fe.
Esta Palabra del Dios vivo y actuante, presente entre nosotros, que se encuentra personalmente con una persona humana concreta, llamándolo con su nombre propio Abrahán, tiene un propósito que lo vincula. Dios hace alianza con Abrahán. Se compromete con él y exige una respuesta sincera, a prueba de todo, con una confianza extrema. “Lo que esta Palabra comunica a Abrahán es una llamada y una promesa. En primer lugar es una llamada a salir de su tierra, una invitación a abrirse a una vida nueva, comienzo de un éxodo que lo lleva hacia un futuro inesperado” (LF 9). La fe nos dinamiza, nos hace despertar, levantarnos y comenzar a recorrer el camino señalado por la luz de la Palabra de Dios. La respuesta es pronta y sin vacilación.
“Esta Palabra encierra además una promesa: tu descendencia será numerosa, serás padre de un gran pueblo” (LF 9). Dios se compromete también. El encuentro de Dios con Abrahán, la exigencia de ponerse en camino, dejando atrás su estilo de vida y sus tierras, hacia un lugar desconocido, sin mayor detalle, y el compromiso de Dios de una promesa, marca el comienzo de un nuevo pueblo que surge del amor de Dios y por la fe de Abrahán. Podemos adelantar, con Francisco, una primera conclusión: “Para Abrahán, la fe en Dios ilumina las raíces más profundas de su ser, le permite reconocer la fuente de bondad que hay en el origen de todas las cosas, y confirmar que su vida no procede de la nada o la casualidad, sino de una llamada y un amor personal”.
Otra experiencia de fe, referida por Francisco en su primera encíclica, es la fe del pueblo de Israel. La estructura dinámica es casi igual: un acercamiento de Dios que ha escuchado el gemido de un pueblo oprimido, comunica su Palabra con el deseo de liberar al pueblo que es llamado a tomar el camino por el desierto obedeciendo y confiando en Dios, bajo el liderazgo de Moisés, hacia una tierra de libertad. Así lo dice la nueva encíclica: “Israel se abre a la intervención de Dios, que quiere librarlo de su miseria. La fe es la llamada a un largo camino para adorar al Señor en el Sinaí y heredar la tierra prometida. El amor divino se describe con los rasgos de un padre que lleva de la mano a su hijo por el camino. La confesión de fe de Israel se formula como narración de los beneficios de Dios” (LF 12). Así, el pueblo formado en la fe de Abrahán y su familia, consigue la libertad y se convierte en el Pueblo de Dios por la Alianza del Sinaí, alianza de amor.
Esta experiencia de fe amorosa que se expresa a lo largo de la historia de la salvación, desde Abrahán y su pueblo Israel, llega a la plenitud de la revelación de Dios que se entrega a nosotros por la encarnación de su Hijo Jesucristo. Desde entonces la fe cristiana está centrada en la persona de Cristo que muere en la cruz y resucita para dar pleno cumplimiento a la promesa de Dios. Pues, “si Israel recordaba las grandes muestras de amor de Dios, que constituían el centro de su confesión y abrían la mirada de su fe, ahora la vida de Jesús se presenta como la intervención definitiva de Dios, la manifestación suprema de su amor por nosotros… La fe reconoce el amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la realidad y su destino último” (LF 15).
En la experiencia de encuentro del Hijo que revela al Padre, podemos subrayar algo más. Lo enseña la encíclica en cuestión: “Cristo no es sólo aquel en quien creemos, la manifestación máxima del amor de Dios, sino también aquel con quien nos unimos para poder creer. La fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver” (LF 18). Es decir, nos unimos en comunión con Él para que Él viva en nosotros y nosotros en Él. Así, en la fe, el creyente se hace amor como Dios es amor. “En la fe, el yo del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para vivir en Otro, y así su vida se hace más grande en el Amor” (LF 21). La experiencia de fe cristiana se convierte en vivencia del amor.
Además, esta experiencia de fe y amor da sentido a nuestra existencia como Iglesia, “la fe tiene una configuración necesariamente eclesial, se confiesa dentro del cuerpo de Cristo, como comunión real de los creyentes… La fe no es algo privado, una concepción individualista, una opinión subjetiva, sino que nace de la escucha y está destinada a pronunciarse y a convertirse en anuncio… La fe se hace entonces operante en el cristiano a partir del don recibido, del Amor que atrae hacia Cristo, y le hace partícipe del camino de la Iglesia, peregrina en la historia hasta su cumplimiento” (LF 22).

Mons. Alfredo Enrique Torres Rondón, Obispo Auxiliar de Mérida


VATICANO, 15 Jul. 13 / 10:39 am (ACI/EWTN Noticias ).- El Papa Francisco nombró a al sacerdote P. Alfredo Enrique Torres Rondón, como nuevo Obispo Auxiliar de Mérida en Venezuela. El nuevo Prelado sucede así a Mons. Luis Alfonso Márquez Molina, cuya renuncia fue aceptada por haber llegado al límite de edad.
 El Obispo electo nació en Maracaibo el 4 de marzo de 1950. Estudió en el Seminario Menor de Mérida bajo la dirección de los Padres Eudistas. El Seminario Mayor lo cursó en el Interdiocesano de Caracas (1969-1976). En Roma obtuvo la licenciatura en teología moral en el Ateneo Alfonsiano, siendo residente de los Padres Eudistas, en su Casa Generalicia (1991-1993).
 Recibió la ordenación sacerdotal el 25 de julio de 1976 en la Catedral de Mérida.
 Entre otros, ha desempeñado los siguientes cargos: Rector del Seminario Menor de Mérida (1977-1978); Párroco de San José de Mucuchachí (1978-1979). Párroco de San Rafael de Mucuchíes (1979-1980); Párroco de Santa Cruz de Mora (1981-1991); Párroco de Milla, Mérida (1993-1998); Párroco de San Miguel del Llano, Mérida (1998-2013).
 Es Vicario General de la Arquidiócesis de Mérida desde 1997. Se desempeña también como Profesor del Seminario Mayor, Moderador de la Curia, Asesor de la pastoral familiar, miembro del Consejo Presbiteral, del Consejo Económico y del Colegio de Consultores; y Administrador del Centro Pastoral Mons. Miguel Antonio Salas.
 El Arzobispo de Mérida, Mons. Baltazar Porras Cardozo, agradeció al Obispo Auxiliar saliente, Mons. Luis Alfonso Márquez; e hizo votos y pidió oraciones por el nuevo ministerio confiado a Mons. Alfredo Torres.

jueves, 11 de julio de 2013

NECESIDAD DE UN HOMBRE NUEVO

Dr.Emilio Fereira
Profesor emérito de La Universidad del Zulia (LUZ)
11/07/2013
La humanidad atraviesa actualmente una nueva era de su historia caracterizada por rápidos y profundos cambios debidos a la inteligencia y a la actividad creadora del hombre que progresivamente se extienden al mundo entero.   Tales cambios recaen tanto sobre los hombres como sobre las cosas, sobre sus juicios y deseos individuales y colectivos, sobre su modo de pensar y obrar. Cabe, por lo tanto, hablar de una verdadera transformación social y cultural que redunda en el sentido de nuestra vida.
Esta transformación lleva consigo no leves dificultades. El hombre cuando trata de penetrar en el conocimiento más íntimo de su propio espíritu, con frecuencia aparece más inseguro de sí mismo. Y, cuando progresivamente va descubriendo con mayor claridad las leyes de la vida personal y social, permanece perplejo sobre la dirección que se le debe imprimir.
Nunca como hoy, ha tenido el hombre sentido tan agudo de su libertad, mas al mismo tiempo se encuentra prisionero de nuevas formas de esclavitud social y psíquica. Aumenta intensamente el intercambio de ideas, pero las palabras mismas correspondientes a los más importantes conceptos, reciben significados muy distintos, según las diversas ideologías. Y, mientras con todo ahínco se busca un ordenamiento temporal más perfecto, no se avanza paralelamente en el progreso espiritual.
La filosofía nos enseña que no hay vida ajena a un fin. Toda vida, en efecto,  está animada por un principio del obrar. Sólo el BIEN, por esencia, Dios, no obra por un fin diverso de sí-mismo. Eso hace de Dios, la Vida Suma. Sólo  Él no es causado por nada y no es ordenado a nada fuera de Sí-mismo, como un bien.
El ser humano es algo más complejo. Al ser humano, señalaba ya Pío XII en 1953 ante el Congreso Mundial de Psicopatología y Psiquiatría reunido en Roma,  hay que considerarlo como: Totalidad psíquica, Unidad estructurada en sí mismo, Unidad social, Unidad trascendental naturalmente orientada hacia Dios.
En efecto,  cada ser humano es un compuesto de cuerpo, alma  y espíritu íntimamente unidos en una sola naturaleza y una sola persona. Su vida, por tanto, es biología y transbiología.
Como vegetal, el ser humano, se oxigena; como animal, conoce los objetos sensibles, se dirige a ellos por el apetito sensitivo con sus emociones y pasiones, y se mueve con movimiento espontáneo; como espíritu conoce intelectualmente al ser suprasensible, lo verdadero, y su voluntad se dirige libremente hacia el Bueno. “He vivido la sensación de la presencia de Dios en muchas ocasiones. Cuando me pasó por primera vez (durante un servicio religioso a la edad de quince años) me sentí físicamente ebrio ((¡No lo estaba¡) y apenas podía caminar. En otras ocasiones, sólo he tenido una sensación sobrecogedora de paz y amor y, a menudo, me he olvidado del tiempo (Happold, The Case of Spiritual Experience, en Donah Zohar / Ian Marshall, Inteligencia Espiritual, 2001).
Para que un ser humano esté vivo,  no sólo debe ejercer los actos que pertenecen a la vida vegetativa y animal, no sólo debe subsistir, crecer y tener sensibilidad, no sólo moverse, alimentarse y demás. Debe realizar las actividades propias de su vida específicamente humana. Es decir, dirigir sus acciones mediante decisiones libres, tomadas a la luz de su propio pensamiento y de su desarrollo intelectual, moral y espiritual, del propio significado de su vida, el significado que nos ha revelado Dios. (Cfr. Thomas Merthon, El Hombre Nuevo, 1966).
Como expresa San Pablo: “Hagan morir en ustedes todo lo terrenal: la inmoralidad sexual, la impureza, la pasión desordenada, los malos deseos y la avaricia, que es una especie de idolatría. […] Dejen todo eso: el enojo, la pasión, la maldad, los insultos y las palabras indecentes. No se mientan unos a otros, porque ustedes se despojaron del hombre viejo y de sus obras para revestirse del hombre nuevo, que por el conocimiento se va renovando a imagen de su Creador. […] Como elegidos de Dios, consagrados y amados, revístanse de sentimientos de profunda compasión, de amabilidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; sopórtense mutuamente; perdónense si alguien tiene queja de otro; el Señor los ha perdonado, hagan ustedes lo mismo. Y por encima de todo el amor, que es el broche de la perfección” (Col, 3: 5-14).