lunes, 23 de febrero de 2015

Mons. Domingo Roa Pérez: Un siglo de amor cristiano

Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
            El 2015 es el Año del Pastor de Maracaibo, porque tenemos el privilegio de celebrar la vida centenaria de Mons. Domingo Maximiliano Roa Pérez, nuestro Arzobispo, amorosamente recordado por su entrega al pueblo venezolano desde la Iglesia de Cristo. Efectivamente, el 21 de febrero de 1915, en El Cobre, pueblo del Estado Táchira, nace en el seno de la familia de Quiterio Roa y Juana Pérez de Roa. Familia humilde, pero, de una fuerza espiritual extraordinaria, que le ofreció al Señor un Sacerdote de excepción.
            Mons. Roa Pérez se formó para servir, con los más grandes valores humanos, con conciencia de ciudadanía, amante de la justicia social, de la libertad y de la convivencia pacífica en democracia. Siempre desde una fe firme en la doctrina cristiana profesada por la Iglesia Católica, que aprendió a vivir y enseñar. Sabía interpretar con sabiduría de maestro los signos de los tiempos, los más importantes acontecimientos eclesiales y sociales. Participó tanto en el Concilio Vaticano II (1962-1965) como en las Conferencias Generales de Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992).
Se recuerda que a principio de 1976, ante la nacionalización de la industria petrolera, escribe una circular donde, después de un agudo análisis de la situación del país, nos exhorta: “Amadísimos sacerdotes y seglares comprometidos en el apostolado, tenemos la obligación ineludible y urgentísima de despertar en los fieles y en los cristianos en general una viva conciencia social de ser los primeros constructores de la grandeza nacional en el cuadro de un orden nuevo y más justo, derivado de los principios morales que se desprenden del Evangelio, que el Magisterio Eclesiástico interpreta y aplica a cada tiempo”.
Sus estudios los realiza en el Seminario Menor de San Cristóbal (Venezuela) y en el Seminario Mayor de Pamplona (Colombia). Los sigue con éxito en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, siendo alumno del Pontificio Colegio Pío Latinoamericano. En la misma ciudad eterna es ordenado sacerdote el 12 de abril de 1941. El 24 de noviembre de 1957 es consagrado Obispo de la entonces Diócesis de Calabozo. Ahí, el obispo andino se encarna en los llanos venezolanos hasta que S.S. Juan XXIII lo nombra para servir en occidente, como Obispo del Zulia el 16 de enero de 1961.
Como obispo, primero, y, luego, como Arzobispo de Maracaibo (30 de abril de 1966), orienta su acción pastoral, fundamentalmente, en cinco cuestiones a las que, sin dudas, coloca toda el alma: el Seminario y las vocaciones sacerdotales, la instrucción religiosa, la educación católica, las obras sociales y el apostolado seglar.
En los momentos más difíciles, Mons. Roa Pérez supo crear la experiencia renovadora de un Centro Vocacional con un nuevo estilo de formación. Cuando esta experiencia madura con éxito, funda nuestro actual Seminario Mayor. Promueve la catequesis que, como solía decir, es impartida a todos los niveles. Crea las innovadoras Escuelas Arquidiocesanas, llevando educación de calidad a los más pobres. Además, podemos testimoniar que nuestro primer Arzobispo fue uno de los más grandes misioneros del progreso humano y promotor del desarrollo del Zulia y de Venezuela. La doctrina social de la Iglesia era insistentemente recomendada, en especial, para el fortalecimiento del apostolado seglar. Él la enseñó, la vivió y la defendió en toda su trayectoria ministerial.
Como obra suya, con sincero espíritu de agradecimiento, la Universidad Católica “Cecilio Acosta” se une al jubileo pastoral in memoriam a Mons. Domingo Roa Pérez, primer Arzobispo y primer Canciller de nuestra Casa de Estudios Superiores, en el año centenario de su nacimiento.

El Hijo donado





Andrés Bravo
Profesor de la UNICA


Reflexión Semanal 13
Segundo domingo de cuaresma


            Es el Hijo encarnado el que nos revela a la persona humano como debe ser: “Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Gaudium et spes 22). De ahí que, para poder construir nuestra personalidad, debemos acercarnos a Jesús y contemplar su vida, su obra y escuchar sus palabras: “Este es mi Hijo amado, escúchenlo” (Mc 9,7). De él aprendemos que sólo en el amor podemos hacer auténtica nuestra existencia. Porque él es el Hijo amado a quien el Padre no se reserva, sino que lo entrega hasta la muerte en cruz. En la donación del Hijo en la cruz se revela Dios que es amor (cf. 1Jn 4,8.16).
Este es el sentimiento de abandono que vive el Hijo crucificado: “Eli, Eli, lema sabactani (Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonaste?)” (Mt 27,45-46; Mc 15,33-34). Es el misterio del amor, Dios se hace don. Se vacía de sí entregando a su Hijo único, amado, para realizar la salvación, para restablecer la comunión con nosotros, para acercarnos a su Reino de amor. Es una entrega difícil de comprender, ¿quién dona a su hijo? y, además, el único y amado. ¿Existe amor más grande?
San Pablo lo ha dicho: “Conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, por ustedes se hizo pobre para enriquecerlos con su pobreza” (2Cor 8,9). Se despoja de sí y se abandona a este mundo descompuesto por el pecado. Vive las calamidades de un niño que no tiene donde nacer, perseguido desde el principio por los poderes del mundo. Vive sin tener ni donde recostar su cabeza, caminando por su pueblo compartiendo la miseria humana, se acerca a los enfermos para sanarles, come y comparte con los pecadores despreciados por la sociedad, escoge a unos de los que encuentra por el camino para convertirlos en apóstoles. Finalmente es perseguido, condenado y ejecutado en la cruz. Aún más, “a quien no había conocido el pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros” (2Cor 5,21). Sufre lo que sufren los seres humanos en un mundo pecador.
Dios, en su afán de llevar a término su plan de salvación, envía a su Hijo, lo dona. Es la ofrenda que el Padre hace por nuestra salvación. Es, pues, dramático lo que se vive en el calvario. Cristo es abandonado por el Padre porque lo ha entregado en el sacrificio por amor. Eso que en el principio pide a Abraham de ofrecerle a hijo en sacrificio, lo hace el mismo Padre eterno con su Hijo amado. Juan Pablo II lo interpreta así desde Coliseo Romano el viernes santo de 1998: “Nuestra mente, en este momento, recorre con la memoria todo lo que narra la antigua historia sagrada, para encontrar en ella las profecías y los anuncios de la muerte del Señor. ¿Cómo no recordar, por ejemplo, el camino de Abraham hacía el monte Moria? Es justo recordar a este gran patriarca, que san Pablo presenta como padre de todos los creyentes (cf. Rom 4,11-12). Él es el depositario de las promesas divinas de la antigua alianza y sus vicisitudes humanas prefiguran también momentos de la pasión de Jesús”.
Sigue explicando el santo padre: “Al monte Moria (cf. Gen 22,2), que simboliza el monte en el que el Hijo del hombre moría en cruz, Abraham subió con su hijo Isaac, el hijo de la promesa para ofrecerlo como holocausto. Dios le había pedido el sacrificio del hijo único que había esperado tanto tiempo y con una esperanza siempre viva. Abraham, en el momento de inmolarlo es, en cierto modo, obediente hasta la muerte: muerte del hijo y muerte espiritual del padre”.
Para finalizar, Juan Pablo II propone esta excelente conclusión: “Ese gesto, aunque sea sólo una prueba de obediencia y fidelidad ya que el ángel del Señor detuvo la mano del patriarca y no permitió que Isaac fuera inmolado (cf. Gen 22,12-13), es un anuncio elocuente del sacrificio definitivo de Jesús. El ángel no detuvo la mano de los verdugos al sacrificar al Hijo de Dios. Y sin embargo, en el Getsemaní, el Hijo había orado para que, si era posible, pasara el cáliz de la pasión, aunque expresando enseguida su plena disponibilidad a que se cumpliera la voluntad del Padre (cf. Mt 26,39). Obediente por amor a nosotros, el Hijo se ofreció, llevando a término la obra de la redención. Hoy todos somos testigos de este misterio desconcertante”.
Por eso, la muerte de Jesús es consecuencia de su propia manera de vivir su historia. Vive entregándose, su muerte es su última entrega. El Padre que lo dona lo recibe en su gloria. Sólo una existencia entregada se hace eterna (cf. Mt 16,25).
Maracaibo, 1 de marzo de 2015

viernes, 20 de febrero de 2015

En CUARESMA, seguir las enseñanzas del Papa Francisco



HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCESCO

Basílica de Santa Sabina
Miércoles 18 de febrero de 2015




Como pueblo de Dios comenzamos el camino de Cuaresma, tiempo en el que tratamos de unirnos más estrechamente al Señor para compartir el misterio de su pasión y su resurrección.

La liturgia de hoy nos propone, ante todo, el pasaje del profeta Joel, enviado por Dios para llamar al pueblo a la penitencia y a la conversión, a causa de una calamidad (una invasión de langostas) que devasta la Judea. Sólo el Señor puede salvar del flagelo y, por lo tanto, es necesario invocarlo con oraciones y ayunos, confesando el propio pecado.

El profeta insiste en la conversión interior: «Volved a mí de todo corazón» (2, 12).

Volver al Señor «de todo corazón» significa emprender el camino de una conversión no superficial y transitoria, sino un itinerario espiritual que concierne al lugar más íntimo de nuestra persona. En efecto, el corazón es la sede de nuestros sentimientos, el centro en el que maduran nuestras elecciones, nuestras actitudes. El «volved a mí de todo corazón» no sólo implica a cada persona, sino que también se extiende a toda la comunidad, es una convocatoria dirigida a todos: «Reunid a la gente, santificad a la comunidad, llamad a los ancianos; congregad a los muchachos y a los niños de pecho, salga el esposo de la alcoba y la esposa del tálamo» (v. 16).

El profeta se refiere, en particular, a la oración de los sacerdotes, observando que va acompañada por lágrimas. Nos hará bien a todos, pero especialmente a nosotros, los sacerdotes, al comienzo de esta Cuaresma, pedir el don de lágrimas, para hacer que nuestra oración y nuestro camino de conversión sean cada vez más auténticos y sin hipocresía. Nos hará bien hacernos esta pregunta: «¿Lloro? ¿Llora el Papa? ¿Lloran los cardenales? ¿Lloran los obispos? ¿Lloran los consagrados? ¿Lloran los sacerdotes? ¿Está el llanto en nuestras oraciones?». Precisamente este es el mensaje del Evangelio de hoy. En el pasaje de Mateo, Jesús relee las tres obras de piedad previstas en la ley mosaica: la limosna, la oración y el ayuno. Y distingue el hecho externo del hecho interno, de ese llanto del corazón. A lo largo del tiempo estas prescripciones habían sido corroídas por la herrumbre del formalismo exterior o, incluso, se habían transformado en un signo de superioridad social. Jesús pone de relieve una tentación común en estas tres obras, que se puede resumir precisamente en la hipocresía (la nombra tres veces): «Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos… Cuando hagas limosna, no vayas tocando la trompeta por delante como hacen los hipócritas… Cuando recéis, no seáis como los hipócritas a quienes les gusta rezar de pie para que los vea la gente… Y cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas» (Mt 6, 1. 2. 5. 16). Sabed, hermanos, que los hipócritas no saben llorar, se han olvidado de cómo se llora, no piden el don de lágrimas.

Cuando se hace algo bueno, casi instintivamente nace en nosotros el deseo de ser estimados y admirados por esta buena acción, para tener una satisfacción. Jesús nos invita a hacer estas obras sin ninguna ostentación, y a confiar únicamente en la recompensa del Padre «que ve en lo secreto» (Mt 6, 4. 6. 18).

Queridos hermanos y hermanas: El Señor no se cansa nunca de tener misericordia de nosotros, y quiere ofrecernos una vez más su perdón —todos tenemos necesidad de Él—, invitándonos a volver a Él con un corazón nuevo, purificado del mal, purificado por las lágrimas, para compartir su alegría. ¿Cómo acoger esta invitación? Nos lo sugiere san Pablo: «En nombre de Cristo os pedimos: ¡que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5, 20). Este esfuerzo de conversión no es solamente una obra humana, es dejarse reconciliar. La reconciliación entre nosotros y Dios es posible gracias a la misericordia del Padre que, por amor a nosotros, no dudó en sacrificar a su Hijo unigénito. En efecto, Cristo, que era justo y sin pecado, fue hecho pecado por nosotros (v. 21) cuando cargó con nuestros pecados en la cruz, y así nos ha rescatado y justificando ante Dios. «En Él» podemos llegar a ser justos, en Él podemos cambiar, si acogemos la gracia de Dios y no dejamos pasar en vano este «tiempo favorable» (6, 2). Por favor, detengámonos, detengámonos un poco y dejémonos reconciliar con Dios.
Con esta certeza, comencemos con confianza y alegría el itinerario cuaresmal. Que María, Madre inmaculada, sin pecado, sostenga nuestro combate espiritual contra el pecado y nos acompañe en este momento favorable, para que lleguemos a cantar juntos la exultación de la victoria el día de Pascua. Y en señal de nuestra voluntad de dejarnos reconciliar con Dios, además de las lágrimas que estarán «en lo secreto», en público realizaremos el gesto de la imposición de la ceniza en la cabeza. El celebrante pronuncia estas palabras: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (cf. Gn 3, 19), o repite la exhortación de Jesús: «Convertíos y creed el Evangelio» (cf. Mc 1, 15). Ambas fórmulas constituyen una exhortación a la verdad de la existencia humana: somos criaturas limitadas, pecadores siempre necesitados de penitencia y conversión. ¡Cuán importante es escuchar y acoger esta exhortación en nuestro tiempo! La invitación a la conversión es, entonces, un impulso a volver, como hizo el hijo de la parábola, a los brazos de Dios, Padre tierno y misericordioso, a llorar en ese abrazo, a fiarse de Él y encomendarse a Él.

miércoles, 18 de febrero de 2015

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA CUARESMA 2015




Fortalezcan sus corazones (St 5,8)

Queridos hermanos y hermanas:
La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un «tiempo de gracia» (2 Co 6,2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: «Nosotros amemos a Dios porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Él no es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que afrontar como cristianos.
Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra las respuestas a las preguntas que la historia le plantea continuamente. Uno de los desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme en este Mensaje es el de la globalización de la indiferencia.
La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan.
Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación de cada hombre. En la encarnación, en la vida terrena, en la muerte y resurrección del Hijo de Dios, se abre definitivamente la puerta entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra. Y la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta puerta mediante la proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos, el testimonio de la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5,6). Sin embargo, el mundo tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual Dios entra en el mundo y el mundo en Él. Así, la mano, que es la Iglesia, nunca debe sorprenderse si es rechazada, aplastada o herida.
El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de renovación, para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo. Querría proponerles tres pasajes para meditar acerca de esta renovación.
1. «Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26) – La Iglesia
La caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en sí mismos de la indiferencia, nos la ofrece la Iglesia con sus enseñanzas y, sobre todo, con su testimonio. Sin embargo, sólo se puede testimoniar lo que antes se ha experimentado. El cristiano es aquel que permite que Dios lo revista de su bondad y misericordia, que lo revista de Cristo, para llegar a ser como Él, siervo de Dios y de los hombres. Nos lo recuerda la liturgia del Jueves Santo con el rito del lavatorio de los pies. Pedro no quería que Jesús le lavase los pies, pero después entendió que Jesús no quería ser sólo un ejemplo de cómo debemos lavarnos los pies unos a otros. Este servicio sólo lo puede hacer quien antes se ha dejado lavar los pies por Cristo. Sólo éstos tienen “parte” con Él (Jn 13,8) y así pueden servir al hombre.
La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir por Cristo y así llegar a ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y cuando recibimos los sacramentos, en particular la Eucaristía. En ella nos convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay lugar para la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros corazones. Quien es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es indiferente hacia los demás. «Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro es honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12,26).
La Iglesia es communio sanctorum porque en ella participan los santos, pero a su vez porque es comunión de cosas santas: el amor de Dios que se nos reveló en Cristo y todos sus dones. Entre éstos está también la respuesta de cuantos se dejan tocar por ese amor. En esta comunión de los santos y en esta participación en las cosas santas, nadie posee sólo para sí mismo, sino que lo que tiene es para todos. Y puesto que estamos unidos en Dios, podemos hacer algo también por quienes están lejos, por aquellos a quienes nunca podríamos llegar sólo con nuestras fuerzas, porque con ellos y por ellos rezamos a Dios para que todos nos abramos a su obra de salvación.
2. «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9) – Las parroquias y las comunidades
Lo que hemos dicho para la Iglesia universal es necesario traducirlo en la vida de las parroquias y comunidades. En estas realidades eclesiales ¿se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (cf. Lc 16,19-31).
Para recibir y hacer fructificar plenamente lo que Dios nos da es preciso superar los confines de la Iglesia visible en dos direcciones.
En primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la oración. Cuando la Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud en Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence la indiferencia. La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a los sufrimientos del mundo y goza en solitario. Los santos ya contemplan y gozan, gracias a que, con la muerte y la resurrección de Jesús, vencieron definitivamente la indiferencia, la dureza de corazón y el odio. Hasta que esta victoria del amor no inunde todo el mundo, los santos caminan con nosotros, todavía peregrinos. Santa Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía convencida de que la alegría en el cielo por la victoria del amor crucificado no es plena mientras haya un solo hombre en la tierra que sufra y gima: «Cuento mucho con no permanecer inactiva en el cielo, mi deseo es seguir trabajando para la Iglesia y para las almas» (Carta 254,14 julio 1897).
 También nosotros participamos de los méritos y de la alegría de los santos, así como ellos participan de nuestra lucha y nuestro deseo de paz y reconciliación. Su alegría por la victoria de Cristo resucitado es para nosotros motivo de fuerza para superar tantas formas de indiferencia y de dureza de corazón.
Por otra parte, toda comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral que la pone en relación con la sociedad que la rodea, con los pobres y los alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse replegada en sí misma, sino que es enviada a todos los hombres.
Esta misión es el testimonio paciente de Aquel que quiere llevar toda la realidad y cada hombre al Padre. La misión es lo que el amor no puede callar. La Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a cada hombre, hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Así podemos ver en nuestro prójimo al hermano y a la hermana por quienes Cristo murió y resucitó. Lo que hemos recibido, lo hemos recibido también para ellos. E, igualmente, lo que estos hermanos poseen es un don para la Iglesia y para toda la humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, cuánto deseo que los lugares en los que se manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia.
3. «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8) – La persona creyente
También como individuos tenemos la tentación de la indiferencia. Estamos saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir. ¿Qué podemos hacer para no dejarnos absorber por esta espiral de horror y de impotencia?
En primer lugar, podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y celestial. No olvidemos la fuerza de la oración de tantas personas. La iniciativa 24 horas para el Señor, que deseo que se celebre en toda la Iglesia —también a nivel diocesano—, en los días 13 y 14 de marzo, es expresión de esta necesidad de la oración.
En segundo lugar, podemos ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a las personas cercanas como a las lejanas, gracias a los numerosos organismos de caridad de la Iglesia. La Cuaresma es un tiempo propicio para mostrar interés por el otro, con un signo concreto, aunque sea pequeño, de nuestra participación en la misma humanidad.
Y, en tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye un llamado a la conversión, porque la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi vida, mi dependencia de Dios y de los hermanos. Si pedimos humildemente la gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras posibilidades, confiaremos en las infinitas posibilidades que nos reserva el amor de Dios. Y podremos resistir a la tentación diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar al mundo y a nosotros mismos.
Para superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia, quiero pedir a todos que este tiempo de Cuaresma se viva como un camino de formación del corazón, como dijo Benedicto XVI (Ct. enc. Deus caritas est, 31). Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro.
Por esto, queridos hermanos y hermanas, deseo orar con ustedes a Cristo en esta Cuaresma: “Fac cor nostrum secundum Cor tuum”: “Haz nuestro corazón semejante al tuyo” (Súplica de las Letanías al Sagrado Corazón de Jesús). De ese modo tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la globalización de la indiferencia.
Con este deseo, aseguro mi oración para que todo creyente y toda comunidad eclesial recorra provechosamente el itinerario cuaresmal, y les pido que recen por mí. Que el Señor los bendiga y la Virgen los guarde.
Vaticano, 4 de octubre de 2014
Fiesta de san Francisco de Asís

Franciscus 

MENSAJE DE CUARESMA 2015


Hermanos: en nombre de Nuestro Señor Jesucristo les pedimos que se reconcilien con Dios(2 Cor 5,20).

Con estas palabras del Apóstol Pablo, que escucharemos este Miércoles de Ceniza, quiero  dirigirme a ustedes, queridas hijas e hijos de esta Grey Zuliana, para invitarlos a vivir provechosamente esta Cuaresma 2015.  La Iglesia nos ofrece este tiempo fuerte de gracia para buscar a Dios (Cf Is 55,6), escuchar su Palabra (Cf Dt 6,4-9), identificar y destruir los becerros de oro que idolatramos en nuestras vidas (Cf Ex 32,1-24),  renovar nuestra fe bautismal en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo (Cf Mt 28,19-20) y vivir más comprometidamente las exigencias de nuestra fe cristiana, particularmente en el campo de la justicia y de la caridad.

CUARENTA DIAS Y CUARENTA NOCHES

Cuaresma proviene de cuarenta, número cargado de gran valor simbólico en la Sagrada Escritura. El número cuatrosegún los exegetas-  simboliza el universo material, el cero  el tiempo de nuestra vida en la tierra, signado por pruebas y dificultades. Cuarenta años permaneció el Pueblo de Israel por el desierto antes de acceder a la tierra prometida (Cf Jos 5,6), después de cuatrocientos años de esclavitud en Egipto. Cuarenta días duró el diluvio universal (Cf Gen 7,17). Cuarenta días con cuarenta noches permanecieron el patriarca Moisés (Ex 24,18) y el profeta Elías en el Monte Horeb (1Re 19,8) en contacto directo con Dios.

El evangelio del primer domingo de Cuaresma narra las tentaciones a las que Satanás sometió a Jesús, debilitado por cuarenta días de ayuno. Durante esos días el Señor ayunó para preparar su misión pública.  Leemos en el Evangelio:Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre(Mt 4,1-2). Jesús, orando,  ayunando y haciendo uso de las Sagradas Escrituras salió vencedor del duro enfrentamiento con el tentador. Nosotros también, con la fuerza que Dios nos comunica a través de su Palabra y de la gracia del ayuno, la oración y la limosna, podemos vencer, con Cristo y como Cristo, las asechanzas de Satanás.

La Liturgia de este tiempo  nos pide que en elkitviajero para realizar la travesía del desierto cuaresmal debemos llevar tres prácticas: la oración, el ayuno y la caridad. Solo así podremos llegar espiritualmente preparados a la meta: la celebración gozosa  de la Vigilia Pascual. Noche sin par en la que  proclamaremos, con toda la Iglesia, que Cristo está vivo y tiene poder para vivificarnos, que es la Luz que disipa las tinieblas del pecado, alimento indispensable para atravesar todos los desiertos  de esta vida temporal y llegar a la gloria eterna (Cf Pregón Pascual).


LA MODA DE LOS AYUNOS

De la gran riqueza del patrimonio cuaresmal, primer tiempo litúrgico que surgió en la vida de la Iglesia para preparar los cristianos a la vivencia de la Pascua, fiesta central del cristianismo, quiero detenerme este año en el sentido y el valor del ayuno cristiano.

El ayuno está muy de moda en nuestro tiempo y abarca muchos ámbitos de la vida social.  Ayunan los manifestantes para reclamar salarios justos, procesos judiciales más expeditos, pronta liberación de los presos de conciencia. Algunos incluso van más allá y para ejercer mayor presión e impactar la opinión pública se declaran  en huelga de hambre. Ayunan también un creciente número de personas, con fuertes privaciones voluntarias de una serie de alimentos para prevenir enfermedades, mejorar su salud y  alcanzar mejor calidad de vida. Ayunan las mujeres, por razones estéticas, impulsadas por el deseo de satisfacer los nuevos estándares de belleza y de gozar de la aceptación social. No pocas se extralimitan y  en casos extremos, ponen sus vidas en peligro.

Ayunan finalmente cientos de miles  de personas que no se alimentan bien o se limitan a una sola comida diaria. Lo hacen no por propia voluntad, sino forzados porque no les alcanza el salario o por la gran dificultad de conseguir los alimentos básicos para la dieta diaria.  Se cansan de tener que someterse a colas interminables, de correr de un lugar a otro en búsqueda de los productos regulados o de los medicamentos y vitaminas que previenen las enfermedades. Son víctimas  de la deficiente gestión pública, de la aplicación de políticas erradas y  de  la inescrupulosa acción de delincuentes, especuladores,  contrabandistas y los llamadosbachaqueros.
 
EL AYUNO CRISTIANO

Nada de esto tiene que ver con el ayuno cristiano. Entonces ¿Qué es el ayuno cristiano? En sentido amplio es prescindir de  todo lo que es superfluo para contentarse con lo suficiente, pues lo que sobra, según San Ambrosio, no nos pertenece: pertenece al pobre, y no dárselo, es cometer el pecado de robar. Jesús practicó este ayuno. Narra el evangelista que el Señorviendo la multitud hambrienta sintió compasión de la gente(Mt 9,36).  Y San Pablo comenta que Jesús siendo rico de su divinidadse hizo pobre para enriquecernos con su pobreza.(2 Co 8,9; Cf Flp 2,5-7). San Pablo nos invita a seguir este ejemplo del Señor y despojarnos de lo superfluo para compartir con los necesitados.

 El Papa Francisco en el Ángelus del 08 de Marzo del año pasado afirmó:Debemos estar atentos a no hacer un ayuno formal, o que en verdad nossaciaporque nos hace sentir tranquilos. El ayuno tiene sentido si verdaderamente hace mella en nuestra seguridad, y si de él se deriva un beneficio para los demás, si nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano, que se inclina sobre el hermano en dificultad y se hace cargo de él. El ayuno comporta la elección de una vida sobria en su estilo, que no derrocha, una vida que nodescarta. Ayunar nos ayuda a entrenar el corazón a lo esencial y al compartir. Es un signo de toma de conciencia y de responsabilidad frente a las injusticias, a los atropellos, especialmente con respecto a los pobres y a los pequeños, y es signo de la confianza que ponemos en Dios y en su providencia

¿Cuándo estableció Dios esta práctica saludable? Fue establecido por el mismo Dios cuando le dijo a nuestros primeros padres, Adán y Eva, quepodrán comer de todos los frutos de los árboles excepto de uno(Gen 2,17) y fue practicado por los dos grandes personajes del Antiguo Testamento que representan la Ley y los Profetas: Moisés, antes de recibir las tablas de la Ley (Ex 34,28), y Elías, antes de encontrar al Señor en el Monte Horeb (1 Re 19, 8). Nuestro Señor Jesucristo practicó el ayuno en diversas ocasiones, lo recomendó a sus discípulos en los casos más difíciles (Mc 9,14-29) y señaló cómo debía de practicarse para que fuera agradable al Padre Dios, que ve en lo secreto y aprecia lo que se hace con humildad  de corazón (Mt 6,16-18).

LA PRACTICA DEL AYUNO

Actualmente la Iglesia, manteniendo una tradición de muchos siglos, prescribe que todos los bautizados de edades comprendidas entre los 18 y 59 años cumplidos, deben abstenerse de comer carne y de ayunar al menos dos días al año: el miércoles de ceniza y el viernes santo. Y nos indica quela penitencia del tiempo cuaresmal no debe ser solo interna e individual, sino también externa y social. Foméntese la práctica penitencial de acuerdo con las posibilidades de nuestro tiempo y de los diversos países y condiciones de los fieles (). Sin embargo, téngase como sagrado el ayuno pascual; ha de celebrarse en todas partes el viernes de la Pasión y muerte del Señor y aún extenderse, según las circunstancia al Sábado Santo, para que de este modo se llegue al gozo del domingo de Resurrección con ánimo elevado y entusiasta(CONC. VAT. II, Const. Sacrosantum Concilium, 110).

El ayuno tradicional es consumir en las tres comidas solo pan y agua y destinar a una obra de caridad el dinero ahorrado con esa privación. Por razones de edad, trabajo o salud se puede reducir el ayuno a una o dos comidas. En cada Cuaresma la Iglesia católica en Venezuela ofrece concretamente la posibilidad de destinar nuestros ahorros y aportes a la Campaña Compartir, que este año llega a su trigésima quinta edición y está dedicada a promover la salud integral y a colaborar en la prevención y atención de las enfermedades y epidemias que están azotando nuestro país.

El ayuno no se circunscribe exclusivamente a la privación de alimentos. Es muy conveniente que las modalidades que sean elegidas a la hora de practicar el ayuno incidan de manera efectiva en la búsqueda de la liberación de nuestras esclavitudes personales. San Bernardo así nos lo aconseja:Ayunen los ojos de toda mirada curiosa. Ayunen los oídos no atendiendo a las palabras vanas y a cuanto no sea necesario para la salud del almaAyune la lengua de la difamación, murmuración, de las palabras vanas, inútiles (…) Ayunen las manos de estar ociosas. Pero ayune mucho más el alma misma de los vicios y pecados, y de imponer la propia voluntad y juicio. Pues, sin este ayuno, todos los demás son reprobados por Dios (San Bernardo, Sermón en el comienzo de ayuno).

En este año de la Vida Consagrada, proclamado por el Papa Francisco, recojamos la doctrina sobre esta materia de dos grandes santos y doctores de la Iglesia que han enriquecido con sus enseñanzas y testimonios la espiritualidad cristiana del ayuno: Agustín de Hipona, autor de una Regla que ha inspirado muchos Institutos de vida consagrada y Tomás de Aquino, religioso dominico de la Edad Media y  figura cimera de la escolástica.

Santo Tomás de Aquino menciona tres motivos que hacen necesario y conveniente el ayuno cristiano: reprime la inclinación al mal, la concupiscencia, que nos impulsa a pecar; facilita que la mente se eleve a las cosas del cielo; finalmente nos prepara para pedir perdón por nuestros pecados (Suma Teológica, 2-2, q. 147, a.19). San Agustín, recogiendo la enseñanza del profeta Isaías 58,1-12, nos invita a ayunar para ser solidarios con el prójimo.Tus privacionesdice el santo- serán fecundas si muestras generosidad con otros. El ayuno nos ayuda a tomar conciencia de que todo ser humano es nuestro hermano y de nuestra obligación de tender la mano a los que sufren toda clase de privaciones  para ayudarlos a salir de sus condiciones deprimidas.  Para que la oración del Padre Nuestro no sólo salga de los labios sino también del corazón y sea escuchada por Dios debemos cumplir lo que nos dice San JuanSi alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? (1Jn 3,17).

Hermanos, Hermanas, como vemos el ayuno y la caridad van juntos. Acojamos la Palabra de Dios, escuchemos los santos doctores y la enseñanza de la liturgia cuaresmal.  En estos momentos que vivimos en Venezuela, signados por la desunión, el enfrentamiento y la discordia, es más necesario que nunca que cada uno de nosotros sea parte de la solución y contribuyamos todos juntos, con nuestro modo de vivir y de compartir nuestros bienes,  a la superación de los conflictos y a la reconciliación. No hay posibilidad de reconciliación con Dios si no hay reconciliación con el prójimo que sufre. La Madre Teresa expresó una vez una verdad sencilla y profunda a la vez:No pienses que el amor para ser genuino debe ser extraordinario. Lo que necesitamos es amar sin cansarnos.

¡Queridos hermanos, volvamos a la práctica del ayuno cristiano y amemos  sin cansarnos! Que la Santísima Virgen María que vivió la solidaridad con su prima Isabel y con su hijo Jesús en el Calvario, nos ayude a entrar en este tiempo de gracia, vivirlo a plenitud y llegar bien dispuestos a la celebración de las santas fiestas de Pascua. 

Maracaibo 16 de febrero de 2015


+Ubaldo Ramón Santana                                  +Ángel F Caraballo Fermín
Arzobispo de Maracaibo                                            Obispo Auxiliar