martes, 26 de mayo de 2015

La Iglesia Comunión

Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 25
A los 50 años de la Lumen gentium (21/11/1964)
Fiesta de la Santísima Trinidad

            Yo doy gracias a Dios por la época en que me ha tocado vivir. Especialmente, agradezco la fe cristiana y la pertenencia a la Iglesia Católica. Pienso que el Concilio Vaticano II (1962-1965) marcó la época eclesial y, aunque su programa aún no ha tenido total respuesta, ha despertado un camino renovador extraordinario que, visto los últimos acontecimientos, parece no detenerse. Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y nuestro actual Francisco, cada uno con su estilo personal y colocando sus acentos en lo que han considerado lo importante para la Iglesia y la humanidad entera, nos han dejado un legado repleto de enseñanzas y compromisos.
Quiero destacar el Magisterio que, después del Concilio, se ha venido enriqueciendo con diversos temas de la vida humana iluminados desde el Evangelio. En lo particular, pienso que nos han enseñado que la fe cristiana se centra en la comunión. Esta es la clave de vivir como Iglesia. Porque, para su autocomprensión, la Iglesia no se busca más en las categorías de poderes y riquezas terrenales, sino en el misterio mismo de Dios, revelado por el galileo Jesús. “Así toda la Iglesia aparece como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Lumen gentium 4). Como Dios es comunión, la vocación del ser humano también es la comunión, porque fuimos creados a su imagen. Y la Iglesia es su sacramento de comunión.
Juan Pablo II nos regaló para el comienzo del presente milenio un documento sencillo, que nos ayuda a edificarnos en la vida espiritual y pastoral, bajo la clave conciliar de la comunión. Confieso que es uno de los documentos pontificios que cuenta con mi particular aprecio. Su lectura y reflexión nos ayuda a una mayor profundización de nuestra fe. Se trata de la Carta Apostólica al concluir el Gran Jubileo de Año 2000: Novo millennio ineunte (NMI), fechado el 6 de enero del 2001.
“Se abre para la Iglesia una nueva etapa de su camino” (NMI 1), comienza diciendo el papa. Y, recordando la exigencia del Señor de remar mar adentro, nos quiere movilizar, que nos levantemos de nuestras lamentaciones y perezas, de nuestros fracasos y decepciones, y asumamos el compromiso que nos reta a echar las redes con el fin de conquistar a las personas humanas para formar una familia fundada en el amor mutuo, en la comunión fraterna. Pero, ya no con nuestra débil fuerza humana, sino con la gracia de Dios, “en su nombre”.
Es así como debemos ejercer nuestro servicio en la construcción de una nueva sociedad, desde una verdadera espiritualidad, la que Juan Pablo II llama “espiritualidad de comunión”. Entendiendo por espiritualidad no la exaltación del alma espiritual maltratando lo que de nosotros hay de material. No, la espiritualidad consiste, como lo enseña San Pablo, en vivir según el Espíritu Santo (Rom 8) que habita en nuestras existencia y nos moviliza para salir de nosotros mismos al encuentro con los otros (Hermanos) y con el Otro (Dios-Amor), para ser comunión, en la relación amorosa interhumana y humano-divina.
Todo esto nace del encuentro con Jesucristo que, ungido por el Espíritu Santo, se hace humano para revelarnos al Padre. Pues, “el cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no sólo con la creación del mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su criatura, y después de haber hablado muchas veces y de diversos modos por medio de los profetas, últimamente, en estos días, nos ha hablado por medio de su Hijo” (NMI 4). Cristo es el Dios-con-nosotros, la cercanía más evidente del Absoluto. Porque el Dios revelado por Cristo, no sólo es comunión en sí (tres personas distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, perfectamente unidas en comunión de amor, que es un solo Dios), sino que también se hace comunión con nosotros.
La comunión cristiana no es fruto del esfuerzo de los hombres y mujeres que deciden unirse para algún fin en particular. Esto puede ser, como lo ha acusado el Papa Francisco, una ONG piadosa, pero no es la Iglesia de Cristo, comunidad de amor interhumana y humano-divina. Sin duda, nuestra respuesta humana, libre como el amor, es necesaria por la fe. Pero, la comunión cristiana es fruto del misterio de Dios, comunidad divina de amor, misterio al que estamos llamados a participar en el seguimiento a Cristo.
Juan Pablo II, en esta Carta Apostólica a la que hago referencia, nos propone un proyecto que centra nuestra vida en Jesucristo: contemplar su rosto, sobre todo, su rostro doliente en la cruz, donde nos ama hasta el extremo. Ahí es el entregado por el Padre, como el hijo de la promesa ofrecido por Abraham. En esta contemplación del rostro del Señor podemos escuchar su llamado: “Sígueme”. Al descubrir, así, nuestra vocación, el santo papa nos invita a que, con renovado impulso, caminemos en Cristo. Este camino no es otro que el proyecto del amor de Dios: la vivencia de la comunión fundamentado en el siempre novedoso mandamiento de amarnos (Jn 13,34).
El compromiso que nos deja es el de “hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión” (NMI 43). Para esta misión, “hace falta promover una espiritualidad de la comunión” (NMI 43). Es lo que san Juan nos dice siempre, sólo conocemos a Dios si nos amamos, porque “Dios es Amor” (Jn 4,16). También en el acontecimiento del bautizo de Jesús podemos contemplar la revelación del Dios, comunión de Amor, del Padre amante que presenta a su Hijo amado y al Espíritu Santo, el amor que une en comunión al Padre y al Hijo. Ese es el Dios Amor, comunidad trinitaria, donde las distintas Personas Divinas se unen en la comunión perfecta de un solo Dios verdadero. Esta es la meta histórica de la humanidad, llegar habitar en la casa de la Divina comunión trinitaria, siendo nosotros una comunión humana de amor fraterno.
Esta es la esencia de la Iglesia, la casa donde se vive la comunión, la escuela donde se aprende a vivir en comunión y, como añade Mons. Santana, el taller donde se construye esta comunión interhumana y humano-divina. Y, porque la misma Iglesia se ha mirado a sí misma, en el Concilio Vaticano II, a través del misterio de Dios Trinidad, se auto-comprende “como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen gentium 1).
            Maracaibo, 31 de mayo de 2015

viernes, 22 de mayo de 2015

Una Iglesia al Servicio del Mundo

Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 24
Domingo de Pentecostés
 
            Quiero dedicar estas reflexiones, a propósito de la solemnidad de Pentecostés, cuando la Iglesia es ungida por el Espíritu Santo y transformada en sierva del mundo para anunciar el Evangelio a los pobres, luchar por la liberación de los oprimidos y proclamar que un mundo gobernado por Dios es posible (cf. Lc 4,16-18), a una persona que fue testimonio de esto, Mons. Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado por los escuadrones de la muerte el lunes 24 de marzo de 1980, en el preciso momento cuando consagraba el pan eucarístico – “este es mi cuerpo entregado…” – en la capilla del hospital de la Divina Providencia en la colonia Miramonte de San Salvador. Ahí selló con su sangre la alianza de amor con su pueblo que hoy lo venera como el beato Mons. Romero, mártir de América. Es beatificado por el papa Francisco este sábado 23 de marzo, víspera del Domingo de Pentecostés.
            Su pueblo era dominado por un régimen militar totalitario desde 1962, con una fuerza opositora reprimida violentamente, arrestos, desaparecidos, allanamientos de moradas. Por otro lado, una Iglesia comprometida con el pueblo, también sufre la persecución, expulsiones y asesinatos de sacerdotes. Represiones violentas a religiosas y laicos comprometidos. No faltaron reacciones de guerrillas izquierdistas que, mucho más grave, seducían a cristianos cansados ante la situación inhumana de miseria y opresión. Sin embargo, Mons. Romero, el 10 de febrero de 1977, al ser designado arzobispo, aclaró que “el gobierno no debe tomar al sacerdote que se pronuncia por la justicia social como un político o elemento subversivo, cuando éste está cumpliendo su misión en la política de bien común”.
            Mons. Romero es querido, seguido y criticado. Muchos, incluso, lo acusan de izquierdista. Pero, le tocó vivir una situación muy difícil. O era indiferente, cuidando su imagen y evitando que lo acusaran de tomar partido por alguna ideología, o, con la convicción de la fe y el compromiso del Evangelio de Jesús, como la Iglesia en Medellín (1968), sin pretender ningún poder ni defender ideología alguna, optar por la opción preferencial por los pobres. Y, con sólo la predicación de la Palabra de Dios, se convierte en profeta de la paz y de los derechos humanos. Tomó muy en serio lo del Vaticano II: “El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo, de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón” (Gaudium et spes 1).
            Mons. Romero nos dejó sus palabras en numerosas homilías y discursos. Quiero sólo referirme a un discurso extraordinario, pronunciado cincuenta días antes de dar testimonio de su auténtica fe cristiana con el martirio, cuando recibió el doctorado honoris causa por la Universidad de Lovaina, el 2 de febrero de 1980. Le pidieron que hablara sobre la dimensión política de la fe cristiana. Provocador el tema para uno que se presenta ante tan académico público como pastor: “Sencillamente voy a hablarles más bien como pastor, que, juntamente con su pueblo, ha ido aprendiendo la hermosa y dura verdad de que la fe cristiana no nos separa del mundo, sino que nos sumerge en él, de que la Iglesia no es un reducto separado de la ciudad, sino seguidora de aquel Jesús que vivió, trabajó, luchó y murió en medio de la ciudad, en la polis”.
            En el primer punto tratado, una Iglesia al servicio del mundo, simplemente se basa en el Vaticano II: “La esencia de la Iglesia está en su misión de servicio al mundo, en su misión de salvarlo en totalidad, y de salvarlo en la historia, aquí y ahora. La Iglesia está para solidarizarse con las esperanzas y gozos, con las angustias y tristezas de los hombres. La Iglesia es, como Jesús, para evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos, para buscar y salvar lo que estaba perdido (Lumen gentium 8)”. Ante esto, ¿a qué mundo debe servir la Iglesia local de Mons. Romero? Es el punto siguiente, el mundo de los pobres: “El mundo al que debe servir la Iglesia es para nosotros el mundo de los pobres… Y de ese mundo de los pobres decimos que es la clave para comprender la fe cristiana, la actuación de la Iglesia y la dimensión política de esa fe y de esa actuación eclesial. Los pobres son los que nos dicen qué es el mundo y cuál es el servicio eclesial al mundo. Los pobres son los que nos dicen qué es la polis, la ciudad y qué significa para la Iglesia vivir realmente en el mundo”.
            Dando testimonio de su Iglesia arquidiocesana, pasa al fundamento teológico de lo que ha afirmado: “El constatar estas realidades y dejarnos impactar por ellas, lejos de apartarnos de nuestra fe, nos ha remitido al mundo de los pobres como a nuestro verdadero lugar, nos ha movido como primer paso fundamental a encarnarnos en el mundo de los pobres. En él hemos encontrado los rostros concretos de los pobres de que nos habla Puebla. (cfr. 31 -39). Ahí hemos encontrado a los campesinos sin tierra y sin trabajo estable, sin agua ni luz en sus pobres viviendas, sin asistencia médica cuando las madres dan a luz y sin escuelas cuando los niños empiezan a crecer. Ahí nos hemos encontrado con los obreros sin derechos laborales, despedidos de las fábricas cuando los reclaman y a merced de los fríos cálculos de la economía. Ahí nos hemos encontrado con madres y esposas de desaparecidos y presos políticos. Ahí nos hemos encontrado con los habitantes de tugurios, cuya miseria supera toda imaginación y viviendo el insulto permanente de las mansiones cercanas… Este acercamiento al mundo de los pobres es lo que entendemos a la vez como encarnación y como conversión”.
            Estas reflexiones han querido ser el recuerdo agradecido de un cristiano que supo que la eternidad se consigue entregando la vida para que su pueblo la tenga en abundancia. Quizás, este párrafo explique por qué, ante la evidencia de un asesinato anunciado, Mons. Romero no se detuvo ni se escondió: “Esta fe en Dios es lo que explica lo más profundo del misterio cristiano. Para dar vida a los pobres hay que dar de la propia vida y aún la propia vida. La mayor muestra de la fe en un Dios de vida es el testimonio de quien está dispuesto a dar su vida. Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por el hermano (Jn 15,13). Y esto es lo que vemos a diario en nuestro país”. Mons. Romero, ruega para que también nosotros podamos ser dóciles al Espíritu Santo que nos convierte en servidores del mundo de los pobres.
            Maracaibo, 24 de mayo de 2015

miércoles, 20 de mayo de 2015

Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 23
Un disparo a la Eternidad
 Domingo de la Ascensión del Señor
            A propósito de la fiesta de la Ascensión de Jesús a la casa del Padre, evento que marca la culminación de su ministerio histórico y comienzo de la misión de sus seguidores, me he motivado a reflexionar sobre el sentido de la historia. Buscando apoyo, me encontré con una meditación personal del padre Alberto Hurtado donde afirma que su vida es un disparo a la eternidad. He ahí, pues, el sentido de la historia: la visión trascendente de nuestra existencia o, como lo diría el santo Sacerdote, la visión eterna de la vida.
Este Sacerdote Chileno, canonizado en el 2005 por el Papa Benedicto XVI y proclamado Patrono de la Universidad Católica Cecilio Acosta (UNICA) por Mons. Santana, hizo de su historia un camino dinámico de entrega en el amor a Jesús en los pobres, asumiendo grandes compromisos sociales que lo proyectó como un disparo hacia la eternidad. Si su mirada hacia el horizonte de su existencia es la eternidad, la trascendencia de este mundo hacia la Casa del Padre Dios, entonces su peregrinación no pudo ser la pasividad, la instalación, el estar arrojado al mundo en espera del fin.
Como él, en el ejercicio de la libertad, nosotros orientamos nuestra historia. El Evangelio de Jesús es una propuesta que se acoge con libertad, respondiendo a Dios quien nos ama primero. Jesús nos llama a darle un sentido eterno a nuestro peregrinar por el mundo y nos da al Espíritu Santo para dinamizar nuestra existencia hacia la realización de nuestra vocación a ser eterno. En este sentido el padre Hurtado es claro al desafiarnos: “Uno es santo o burgués, según comprenda o no esta visión de eternidad. El burgués es el instalado en el mundo, para quien su vida sólo está aquí. Todo lo mira en función del placer. La vida para él es un limón que hay que exprimir hasta la última gota; una colilla de cigarro que se fuma con fruición, sin pensar que luego quedará reducido a una colilla; un árbol cuyas flores hay que cortar pronto… Burguesa es la mentalidad opuesta en todo al cristianismo: es resolver los problemas con sólo el criterio del tiempo. ¡Aprovecha el día! Goza, goza”.
Por el contrario, estamos llamados a construir el reino que es eterno, mientras existimos en el mundo. De ahí que toda vivencia de valores y virtudes, toda opción libre por el bien en el amor, nos proyecta hacia la eternidad. Para ser eterno, nos enseña Jesús, debemos entregarnos por su causa, asumir la cruz y gozar de su victoria ante la muerte. Aquel que entiende así su historia no le tiene miedo a la aventura de la fe, a la lucha liberadora, a vivir la esperanza en acción y a asumir los sacrificios del conflicto producidos por la ruptura constante de una existencia cómoda, resignada y cobarde. Así es muy difícil ser oprimido u oprimir. Por eso, los regímenes totalitarios suelen justificarse con ideologías materialistas.
Esto no es una idea abstracta de la vida. Hoy podemos reflexionar sobre el sentido eterno de la historia presentando modelos significativos. Hace dos mil años nació un hombre llamado Pablo quien, desde su vida combativa en la fe de Jesús, nos recomienda aún a mantenernos firmes, revestirnos de la verdad y protegernos con la rectitud; estar listos a anunciar y vivir el mensaje de paz; que la fe sea el escudo que nos libre de las flechas encendidas de la maldad (cf. Efesios 6,14ss.). Él ha vivido como ciudadano del cielo (visión eterna de la existencia), por eso tiene autoridad para exigirnos mantenernos firmes en la fe (cf. Filipenses 3, 17-4,1), para luchar contra el mal a fuerza de bien.
La historia recuerda a los tiranos, sus destrucciones, sus maldades, y… también sus derrotas. Pero, aun seguimos a personas cuyas vidas son inmortales. Sus existencias son eternas, así vivieron: un disparo a la eternidad. El sentido eterno que le dieron a su historia sigue activo. Por eso, Francisco de Asís aun sigue generando asombro, convenciéndonos de la posibilidad de un ideal cristiano, de despojarse totalmente para ser libre en la entrega. Están vivas en la memoria de la humanidad personas que no se detuvieron ante las adversidades, sino que siguen construyendo sus sueños porque su existencia es eterna. El Pastor bautista Martín Luther King proyectó su historia sin abandonar su sueño: “He tenido un sueño de que llegará un día en que mis cuatro hijos vivirán en una nación en que no serán juzgados por el color de la piel, sino por el valor de su misma persona”. Igual Gandhi por la liberación y la dignidad de la India fue capaz de grandes sacrificios. Proyectó su existencia convencido del triunfo de la justicia. Oscar Arnulfo Romero sigue predicando contra la tiranía de los dictadores latinoamericanos. La Madre Teresa de Calcuta vive para aliviar el dolor de los pobres, víctimas del pecado de los seres mezquinos que reducen la vida en la ambición del tener, poder y placer.
Personalmente desearíamos acoger con libertad el mensaje del Patrono de la UNICA cuando se preparaba a pasar a la eternidad: “Al partir, volviendo a mi Padre Dios, me permito confiarles un último anhelo: el de que se trabaje a crear un clima de verdadero amor y respeto, porque el pobre es Cristo”.
            Maracaibo, 17 de mayo de 2015

jueves, 7 de mayo de 2015

La Madre del Salvador

Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 22
6° Domingo de Pascua 
            Aún cuando el mes de mayo es para nosotros largo y caluroso, para los pueblos europeos es primavera, con el esplendor de las flores. Para los cristianos tiene un especial significado, porque lo dedicamos a venerar con gran relevancia a la persona de María de Nazaret, elegida por Dios para ser la Madre del Salvador. Precisamente, es en este mes cuando celebramos, con profundo sentimiento amoroso, el día de las Madres. Existe, pues, suficiente motivo para dedicar esta reflexión a la Madre del Hijo de Dios, quien, en el acto de donación más sublime, nos la entregó como Madre nuestra. Escuché una bella canción que dice que para ser un discípulo amado, como se sentía Juan, debemos acoger a María como Madre, al igual que hizo el mismo Juan al pie de la cruz (cf. Jn 19,25-27).
Por eso, el Concilio Vaticano II la proclama como Madre de Dios y de la Iglesia (Lumen gentium 52-69), asociada al plan de salvación, cuya grandeza sólo se puede contemplar en el misterio de Cristo, el Hijo de Dios encarnado: “El sagrado Concilio, al exponer la doctrina de la Iglesia, en la que el divino Redentor realiza la salvación, intenta iluminar cuidadosamente la misión de la Bienaventurada Virgen en el misterio del Verbo encarnado y del Cuerpo místico, así como los deberes de los redimidos para con la Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre de los hombres, especialmente de los creyentes” (Lumen gentium 54).
            También el Magisterio de la Iglesia Latinoamericana habla de la Virgen María como Madre y modelo de la Iglesia (Puebla 282-303). Ella es la realización más alta del Evangelio anunciado a nuestros pueblos: “Desde los orígenes en su aparición y advocación de Guadalupe; María constituyó el gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la cercanía del Padre y de Cristo con quienes ella nos invita a entrar en comunión. María fue también la voz que impulsó a la unión entre los hombres y los pueblos. Como el de Guadalupe, los otros santuarios marianos del continente son signos del encuentro de la fe de la Iglesia con la historia latinoamericana” (Puebla 282). Lo mismo podemos afirmar de nuestra bella imagen de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, Chinita de Maracaibo, Zuliana de los zulianos, Sagrada Dama del Saladillo. La Basílica nuestra es la casa el encuentro fraterno.
            Igual que la Iglesia, María es como un sacramento de comunión. Nos une a Dios y nos une entre nosotros en la fraternidad y la solidaridad. Ella recibe al Hijo en su vida para darlo a luz a la humanidad de todos los lugares y de todos los tiempos. Es el modelo más auténtico del cristiano. Sí, la amamos profundamente, no hay duda, pero de la manera como la ama Jesús. No podemos adorarla porque no es Dios. Es la humilde humanidad engrandecida por el Señor, porque al mirar a su servidora con amor, la ha hecho feliz en la entrega (cf. Lc 1,46-56). Por eso, no es correcto decir: “Mi corazón es un templo, donde a una Virgen se adora…”. Lo cierto es que nuestra existencia sí es un templo donde habita Dios a quien adoramos al igual que lo adora la Virgen. Ella es el primer templo por quien el Hijo encarnado habita en nosotros. Naturalmente, al habitar Dios en nosotros, también habita la Madre. Y, al adorar a Dios, la amamos a ella.
Así, pues, somos marianos porque seguimos a Jesús. Mariano como lo es Dios. En ella, el Todopoderoso ha hecho grandes cosas con nosotros. Nos ha reconciliado con su misericordia, ha deshecho nuestros planes orgullosos y puesto en alto nuestro servicio humilde. Cuando nos hemos rendido a los ídolos de la riqueza, el poder y el placer, nos ha vaciado, para que tengamos la pureza de María (cf. Lc 1,46-56). Y, libres y limpios, podamos seguirle en el camino hasta el calvario donde Hijo y Madre mueren para salvarnos.
Pienso que el mejor regalo para una madre es que sus hijos se amen entre sí, que se perdonen y se ayuden, que tengan en gran valor a la familia, y que trabajen para compartir. Así, el mejor regalo para la Madre de Dios es hacer lo que Jesús nos pida, como los sirvientes de la boda de Caná de Galilea (cf. Jn 2,1-12), para transformar la sociedad, según los criterios del Evangelio.
            Maracaibo, 10 de mayo de 2015