lunes, 28 de febrero de 2011

La Psicohistoria de la revolución

Dr. Ángel Lombardi
Rector de la UNICA


Las “revoluciones” se alimentan de una especie de complejo de Edipo colectivo como sería la necesidad del asesinato simbólico del padre para poder liberarse de él y así poder acceder a la condición de adulto. Igualmente puede asumirse como una catarsis colectiva para exorcizar la orfandad afectiva, real y psíquica de muchos. Normalmente los dirigentes “revolucionarios” son huérfanos en muchos sentidos y de allí la necesidad patológica de la compensación en una dialéctica de amor-odio, piénsese en Robespierre, en Stalin, en Hitler y en tantos otros, siendo la crueldad uno de sus rasgos principales. Estos liderazgos necesitan tanto del amor como del odio sin límites, un buen ejemplo reciente es Gadafi enloquecido en su crueldad.
Otra interpretación mítico-psicológica es el mito de Saturno, el poder a vencer, que vive devorando a sus hijos. La “revolución” siempre es fratricida. A través de la “revolución” se busca una gratificación, psíquica y material a través del poder y sus derivados como la riqueza y el reconocimiento. Necesidad que abreva profundamente en la conciencia de la modernidad, alimentada desde el Renacimiento, la Reforma y la Ilustración y particularmente entre los autores destaca Jeremías Bentham con su sentido utilitario y hedonista de la vida. En lenguaje de Spengler es la raíz “faústica” del capitalismo pero igualmente del comunismo, como expresión antagónica o dialéctica de la misma filosofía de la modernidad. El hombre moderno es el mismo en todas partes, como lo es el revolucionario en la modernidad más allá de su condición o ideología, en su psique consciente o inconscientemente se busca el poder y el prestigio, o como diría Bentham "las penas y los placeres de los sentidos” en un laicismo acentuado y en un relativismo moral y cultural que configura una verdadera erótica del poder.
Desde otro punto de vista la “revolución” implica de hecho un secuestro de la historia, dominando el presente se inventa y domina tanto el pasado como el futuro. La “revolución” es asumida social e históricamente como un tsunami o cataclismo natural que no sólo subvierte todo sino pretende cambiarlo todo, en una proyección mítico-fantasmagórica como una especie de asalto a la razón desde la imaginación y las emociones para recuperar el paraíso perdido.
“Revolución” y “revolucionarios” forman parte de la mitología de la contemporaneidad a partir de una rebelión, se pretende instaurar un nuevo orden, que termina siendo un reacomodo para que con el discurso del cambio, en el fondo nada cambie, lo único real es que unos nuevos grupos de poder sustituyen a los antiguos amos del poder.

el 28-02-2011

sábado, 19 de febrero de 2011

LA NUEVA EVANGELIZACIÓN


Por Mons. Rino Fisichella
Presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización


Primera conferencia en América Latina como presidente del nuevo Consejo vaticano, en la Pontificia Universidad Bolivariana de Medellín (Colombia), el 06-02-2011

Jesús de Nazaret ha querido la Iglesia para que fuera la continuación viva de su presencia en medio del mundo. En los dos mil años transcurridos desde aquel mandato de ir por el mundo entero para anunciar el Evangelio y hacer discípulos a todos los pueblos de la tierra, la Iglesia nunca abandonó esta obligación tan esencial para su propia vida. Ella ha nacido con la misión de evangelizar, y si renunciase a esta tarea, empobrecería su propia naturaleza. Anunciar el evangelio de Jesús no nos hace mejores que los otros, pero ciertamente nos impulsa a ser más responsables. Esta es una misión que se manifiesta sobre todo en un momento de crisis como el que estamos atravesando. Estamos al final de una época que, para bien o para mal, ha marcado la historia de estos últimos siglos; estamos por entrar en una nueva era del mundo todavía incierta en sus primeros pasos y que parece vacilar por la debilidad del pensamiento. Por este motivo, el rol de los católicos adquiere mayor importancia por la riqueza de la tradición que supimos construir en el pasado. De hecho, los discípulos del Señor estamos llamados a ser "sal" y "luz" para dar sabor a la vida e iluminar a quienes están a la búsqueda de sentido. Si disminuyese esta responsabilidad, el mundo no tendría una palabra de esperanza y nosotros nos convertiríamos en insignificantes.
El papa Benedicto XVI ha instituido el 21 de setiembre, fiesta litúrgica de san Mateo Apóstol y Evangelista, el Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización. Una intuición que considero verdaderamente "profética", porque atiende a nuestro presente con la intención de dar una respuesta significativa a los grandes desafíos que tenemos por delante; y al mismo tiempo, con clarividencia nos obliga a mirar el futuro, para comprender de qué manera, la Iglesia deberá desempeñar su ministerio en un mundo sometido a grandes transformaciones culturales que determinan el inicio de una nueva época de la humanidad. Con este pensamiento profético, el Papa quiere dar nuevamente fuerza al espíritu misionero de la Iglesia, sobre todo en aquellos lugares donde la fe pareciera debilitarse por la presión del secularismo. Es tarea de todos nosotros fortalecer la fe. No es opcional el dar razón de nuestro creer, sino un empeño que nos debemos en primer lugar a nosotros mismos, para mostrar la libertad de nuestra decisión. Recuperar el espíritu misionero con el cual estamos llamados a llevar el Evangelio a toda persona que encontramos en nuestro camino es una consecuencia inevitable a causa del deseo de compartir con otros la misma alegría reencontrada en la fe. El apóstol Pedro en su primera carta nos recuerda que debemos estar siempre listos para "dar razón de la esperanza que tenemos" (1 Pe. 3,15). Más aún en un momento como el actual, somos invitados a ser misioneros con la fuerza de la razón. Mostrar que ella y sus conquistas no se contraponen a los contenidos de la fe, porque la búsqueda de la verdad es común, y no se puede aislar en uno sólo de sus componentes; esto es tal vez lo que nuestros contemporáneos esperan. El Apóstol, además, indica una metodología que los cristianos estamos invitados a seguir: que el anuncio "sea hecho con dulzura, con respeto y con recta conciencia". He aquí un programa que los cristianos estamos invitados a realizar con esfuerzo y con constancia en la obra de la nueva evangelización.
No será inútil, entonces, partir del concepto mismo de "nueva evangelización", del cual debemos estudiar el sentido, producir una sistemática comprensión y explicación, sobre todo en el magisterio de los últimos Pontífices, para que no aparezca como una fórmula abstracta, y sobre todo para que no se piense que en el pasado reciente la Iglesia se hubiese apartado de lo que constituye su esencia. El Señor Jesús ha querido su Iglesia para transmitir de manera viva su Evangelio de generación en generación, sin tener en cuenta ninguna frontera territorial ni temporal. La Iglesia vive por la misión encomendada por su Maestro, de llevar al mundo la hermosa noticia que se realiza en el misterio de la Encarnación. Obedeciendo siempre a este mandato, desde la primera comunidad de discípulos hasta la multiforme presencia de la Iglesia en el mundo contemporáneo hemos llevado el anuncio de la semilla de vida eterna, que es salvación realizada en el misterio de la muerte y resurrección del Señor. En estos veintiún siglos, la Iglesia se ha inserto en la pluralidad de las culturas de los diversos pueblos para que puedan surgir en ellas aquellas tensiones de verdad que lleva a reconocer la revelación de Jesucristo como momento último y definitivo del proceso de la religión en nuestra marcha hacia el absoluto. La obra de la evangelización entra directamente en contacto con la cultura, la plasma y transforma así como ella viene determinada en su lenguaje y expresividad. Una cosa se puede verificar en los dos mil años de cristianismo: la atención permanente que la comunidad cristiana ha tenido en relación al tiempo en que vivía y al contexto cultural en el que se insertaba. Una lectura de los textos de los apologetas, de los Padres de la Iglesia, y de los varios maestros y santos que se han sucedido en el transcurso de estos dos mil años demuestra fácilmente la atención al mundo circundante y el deseo de insertarse en él para comprenderlo y orientarlo a la verdad del Evangelio. En la base de esta atención se encuentra la convicción de que ninguna forma de evangelización sería eficaz si la Palabra de Dios no entrase en la vida de las personas, en su modo de pensar y de obrar para llamarlas a la conversión. Esto ha sido siempre lo que hoy llamamos "nueva evangelización". No es diferente en nuestro tiempo; podemos usar una expresión diversa, pero la sustancia permanece idéntica. Somos llamados a anunciar el Evangelio de manera eficaz; esto requiere en primer lugar el trato frecuente de la Palabra de Dios, que permite a quienes nos escuchan verificar no sólo nuestro conocimiento del Evangelio, sino sobre todo nuestra credibilidad que se expresa en un coherente testimonio de vida. Al respecto vale la pena recordar lo que afirma el Documento final de Aparecida: "Encontramos a Jesús en la Sagrada Escritura leída en la Iglesia. La Sagrada Escritura Palabra de Dios escrita por inspiración del Espíritu Santo (DV9) es, con la Tradición, fuente de vida para la Iglesia y alma de su acción evangelizadora. Desconocer la Escritura es desconocer a Jesucristo y renunciar a anunciarlo" (n. 247) y más adelante: "Por esto, la importancia de una pastoral bíblica, entendida como animación bíblica de la pastoral, que sea escuela de interpretación o conocimiento de la Palabra, de comunión con Jesús u oración con la Palabra, y de evangelización inculturada o de proclamación de la Palabra" (n. 248). No se excluye en este proceso la atención permanente a lo que se vive y se piensa a nuestro alrededor; en una palabra, la "cultura" de nuestro tiempo.
La misma acción litúrgica en la pluralidad de sus ritos muestra con evidencia cómo se puede expresar la centralidad unicidad del misterio en maneras diversas, sin disminuir por ello la particularidad del lenguaje evocativo propio de la lex credendi. En este contexto vale la pena referir algunas palabras sobre el valor que la liturgia posee en orden a la nueva evangelización. "Encontramos a Jesucristo de modo admirable en la Sagrada Liturgia. Al vivirla, celebrando el misterio pascual, los discípulos de Cristo penetran más en los misterios del Reino y expresan de modo sacramental su vocación de discípulos y misioneros"[1]. La liturgia es la acción principal mediante la cual la Iglesia expresa en el mundo su carácter de mediadora de la revelación de Jesucristo. Desde sus orígenes la vida de la Iglesia ha estado caracterizada por la acción litúrgica. Todo lo que la comunidad predicaba, anunciando el Evangelio de salvación, lo hacía después presente y vivo en la oración litúrgica que se transformaba en el signo visible y eficaz de la salvación. Esta no era sólo anuncio de hombres voluntariosos, sino la acción misma que Espíritu realizaba por la presencia de Cristo mismo en medio de la comunidad creyente. Separar estos dos momentos significaría no comprender la Iglesia. Ella vive de la acción litúrgica como linfa indispensable para el anuncia y éste a su vez retorna a la liturgia como su complemento eficaz. La lex credendi y la lex orandi forman un todo donde resulta difícil encontrar el fin de uno y el comienzo del otro. La nueva evangelización deberá ser capaz de hacer de la liturgia su espacio vital para que el anuncio realizado alcance su pleno cumplimiento. Si del horizonte especulativo se pasa al plano pastoral, se comprende todavía más directamente la importancia de esta relación y su extraordinaria eficacia en un mundo sediento de signos que lo introduzcan en el misterio. Es suficiente pensar en el valor que de modo particular asume hoy la celebración de algunos sacramentos y sacramentales. Del bautismo al funeral, advertimos cuánta potencialidad tienen en sí mismos para comunicar un mensaje que de otra manera no sería escuchado. ¡Cuántas personas "indiferentes" al fenómeno religioso se acercan a estas celebraciones y cuántas personas a menudo en busca de una genuina espiritualidad están presentes! La palabra del sacerdote en estas circunstancias debería ser capaz de provocar la pregunta por el sentido de la vida propiamente a partir de la celebración en acto. Lo que celebramos,en fin, no es un mero rito extraño a la cotidianeidad del hombre, sino que está dirigido propiamente a su pregunta por el sentido, que espera una respuesta tantas veces perseguida en vano. En la celebración nuestra predicación y nuestros signos litúrgicos están llenos de un significado que va más allá de nosotros mismos y de nuestra persona; aquí realmente podemos permitir aferrarse a la acción del Espíritu que transforma el corazón con su gracia y los modela para disponerlos a captar el momento de la salvación.
La Iglesia existe para llevar en todo tiempo el Evangelio a toda persona, donde sea que se encuentre. El mandato de Jesús es de tal modo cristalino que no permite malos entendidos de ninguna naturaleza. Cuántos creen en su palabra son enviados a las calles del mundo para anunciar que la salvación prometida ahora ha llegado a ser realidad. El anuncio debe conjugarse con un estilo de vida que permita reconocer a los discípulos del Señor allí donde estén. De alguna manera, la evangelización se resume en este estilo que distingue a cuantos emprenden el seguimiento de Cristo. La caridad como norma de vida no es otra cosa que el descubrimiento de aquello que da sentido a la existencia, porque la atraviesa hasta en sus recovecos más íntimos de todo lo que el Hijo de Dios hecho hombre ha vivido en primera persona. Como se puede observar, la nueva evangelización se ubica en la sintonía de siempre. Ella quiere fundarse sobre la lógica de la fe que se articula en el creer en el anuncio, en la liturgia y en el testimonio de la caridad.
Se podrá discutir largamente sobre el sentido de la expresión "nueva evangelización". Preguntarse si el adjetivo determina al término no carece de racionalidad, pero tampoco agota la cuestión. El hecho de que se la llame "nueva" no pretende cualificar los contenidos de la evangelización que permanecen iguales, pero con la condición y la modalidad en la cual viene realizada. Benedicto XVI en la Carta Apostólica Ubicumque et semper subraya con razón que considera oportuno "ofrecer respuestas adecuadas para que la Iglesia entera se presente al mundo contemporáneo con una arrojo misionero capaz de promover una nueva evangelización". Alguno podría insinuar que decidirse por una nueva evangelización equivale a juzgar la acción pastoral desarrollada precedentemente por la Iglesia como fracasada por la negligencia puesta o por la poca credibilidad de sus hombres. Incluso esta consideración no carece de plausibilidad, sólo que se detiene en el aspecto sociológico en su fragmentariedad sin considerar que la Iglesia en el mundo presenta rasgos de santidad constante y de testimonios creíbles que todavía hoy son sellados con la entrega de la vida. Efectivamente, el martirio de tantos cristianos no es distinto del ofrecido en el transcurso de nuestra multisecular historia, y sin embargo es verdaderamente nuevo porque lleva a los hombres de nuestro tiempo, a menudo indiferentes, a reflexionar sobre el sentido de la vida y el don de la fe. Cuando desaparece la búsqueda del genuino sentido de la existencia, cuando se lo substituye por senderos que asemejan una selva de propuestas efímeras, sin que se comprenda el peligro que esto significa, entonces es justo hablar de nueva evangelización. Ella se transforma en una verdadera provocación a tomar en serio la vida para orientarla hacia un sentido completo y definitivo que encuentra su verdadera garantía en Jesús de Nazaret. El, manifestación del Padre y su revelación histórica, es el Evangelio que todavía hoy anunciamos como respuesta al interrogante que inquieta al hombre desde siempre. Ponerse al servicio del hombre para comprender el ansia que lo mueve y proponer un camino de salida que le brinde serenidad y alegría es lo que se resume en la bella noticia que la Iglesia anuncia. Por tanto, nueva evangelización, porque nuevo es el contexto en que viven nuestros contemporáneos, frecuentemente agredidos aquí y allá por teorías e ideologías trasnochadas. Lo recuerda el Santo Padre al delinear el destinatario de nuestra misión: "Existen regiones del mundo que todavía esperan una primera evangelización; otras que la han recibido, pero necesitan de un trabajo más profundo; otras finalmente, en las que el Evangelio ha echado raíces desde hace largo tiempo, dando lugar a una verdadera tradición cristiana, pero donde en los últimos siglos -por dinámicas complejas- el proceso de secularización ha producido una grave crisis del sentido de la fe cristiana y de la pertenencia a la Iglesia"[2]. Luego continua diciendo que nuestra tarea particular deberá ser "promover una renovada evangelización en los países donde ya ha resonado el primer anuncio de la fe y están presentes Iglesias de antigua fundación, pero que están viviendo una progresiva secularización de la sociedad y un especie de "eclipse del sentido de Dios" que constituye un desafío a encontrar medios adecuados para volver a proponer la perenne verdad del Evangelio de Cristo"[3].

La secularización

Como se observa, aparece en el horizonte el gran tema de la secularización, que quisiera exponer brevemente en sus rasgos más característicos. Ya ha pasado medio siglo desde cuando veía la luz el "manifiesto" de la secularización moderna propuesto y modificado sobre ls ideas iniciales de D. Bonhoeffer. La ciudad secular del profesor H. Cox de la Iglesia Bautista estadounidense, y Dios no existe del obispo anglicano de Woolwich, J. A. T. Robinson, daban a conocer al gran público las ideas madres de un movimiento que tenía un horizonte más amplio y raíces mucho más profundas de cuanto conocemos por la influencia en la teología y a nivel eclesial. El programa se concentraba en torno a la expresión que se ha convertido en tecnicismo: vivir y construir un mundo etsi Deus non daretur. El desafío venía a ponerse, en aquella época, sobre un terreno sumamente fértil y encontraba rápidamente un entusiasmo y receptividad que hoy, con el paso de los años, lleva a preguntarse con cuánto espíritu crítico fue recibido y acompañado. La Iglesia había terminado recientemente su segundo Concilio Vaticano y al horizonte ya se dejaban entrever los síntomas de una crisis que llegaría a cautivar a muchos creyentes; mientras el Occidente terminaba de vivir la gran contestación juvenil del '68. En una palabra, muchos parecían encontrar en la idea de la secularización la clave para darle al mundo su autonomía y a la Iglesia la posibilidad de descubrir la simplicidad de los orígenes. Sin embargo, no todo lo que relucía era oro.
Etiamsi daremus non esse Deum. La expresión de Grocio aparecía a la luz. Mirando bien, las interpretaciones iban más allá de la intención del jusnaturalista holandés. Para el filósofo, en relaidad, lo que importaba demostrar era el fundamento del derecho natural que conservaba todo su valor en sí mismo al punto de poder sobrevivir sin la demostración de la existencia de Dios. Sin embargo, progresivamente, de la simple enunciación de un principio teórico la secularización se infiltró en las instituciones hasta llegar a ser en nuestros días, cultura y comportamiento de masa, al punto que no podemos percibir sus límites objetivos. Como todo fenómeno, también la secularización esta sometido a la ambigüedad y a la pluralidad de las interpretaciones. Difícil precisar el verdadero rol que Bonhoeffer desempeñó en este movimiento; mucho más complejo aún el tratar de individuar el verdadero sentido de su manifiesto en la Carta: "Se impone reconocer honestamente el deber de vivir en el mundo como si no existiese algún Dios, y esto es realmente lo que reconocemos plenamente delante de Dios! Dios mismo nos conduce a esta conciencia: nos hace saber que debemos vivir como hombres que pueden arreglárselas sin El. El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona (Mc.15, 34)! Estamos continuamente en presencia del Dios que nos hace vivir en el mundo sin la hipótesis de Dios"[4]
Frente a movimientos de pensamiento que se apoyan sobre conceptos así genéricos y a menudo utópicos, los equívocos y los extremismos no tardan en aparecer; de diversas maneras, la secularización degeneró en secularismo con sus consecuencias negativas sobre todo en el horizonte de la comprensión de la existencia personal. Secularismo, de hecho, dice distancia de la religión cristiana; ésta no tiene y no puede tener ninguna voz en el momento en que se habla de vida privada, pública o social. La existencia personal se construye prescindiendo del horizonte religioso que queda relegado a un mero sector privado que no debe incidir en la vida de las relaciones interpersonales, sociales o civiles. Por otra parte, en el horizonte privado, la religión tiene un puesto bien delimitado; de hecho ella sólo interviene en parte y marginalmente en el juicio ético y en los comportamientos.A este punto, decir que la secularización es un fenómeno religiosamente neutro, significa no captar las consecuencias que se manifiestan en estos decenios y que tienen sus raíces en el secularismo. De cualquier manera que se quiera juzgar la autonomía del hombre, ella nunca podrá ser separada de su vinculación original con el creador; cortar el cordón umbilical no puede significar otra cosa que rechazar al que nos ha engendrado. Una autonomía creatural, en todo caso, debe tener como base la experiencia de la gratuidad sin la cual es imposible una comprensión coherente de la identidad personal. En fin, reducir todo el proceso de la secularización a una crítica del fanatismo religiosos o de la intolerancia, significa perder de vista la globalidad del movimiento y sus diversos rostros con los cuales se ha presentado. Pasado el entusiasmo que en los años '60 había contagiado a muchos, se debe concluir que el proceso de secularización y secularismo han identificado demasiado apresuradamente a Dios como una función sucedánea de la vida. En el horizonte contemporáneo, sin embargo, en el que la cultura de la muerte parece superar a la vida misma, todavía queda por demostrar la tesis de fondo del secularismo según la cual este mundo ha llegado a ser "adulto" y consecuentemente, no tiene más necesidad de Dios.
Uno de los primeros datos que emerge como proyecto del secularismo es el tentativo espasmódico de obtener la plena autonomía. El hombre contemporáneo está fuertemente caracterizado por el celo de la propia autonomía y la responsabilidad de vivir a su manera. Olvidando toda relación con la trascendencia, se ha vuelto alérgico a todo pensamiento especulativo y se limita al simple momento histórico, al instante, creyendo ilusoriamente que es verdad sólo lo que es fruto de la verificación científica. Perdido el vínculo con lo trascendente y rechazada toda contemplación espiritual, se precipita en una suerte de empirismo pragmático que lo lleva a apreciar los hechos y no las ideas. Sin resistencia cambia velozmente su modo de pensar y de vivir y parece cada vez más como un sujeto en movimiento, siempre listo a experimentar, deseoso de participar en cualquier juego aún cuando lo supere, sobre todo si lo arrebata en aquel narcisismo en absoluto velado que lo engaña acerca de la esencia de la vida. En fin, el proceso del secularismo ha generado una explosión de reivindicaciones de libertades individuales que llegan a la esfera de la vida sexual, de las relaciones interpersonales y familiares, de la actividad del tiempo libre así como del trabajo, también a la educación y a la comunicación arriba fatalmente y todo el ámbito de la vida viene modificado. Por paradójico que pueda parecer, las reivindicaciones sociales siempre se realizan en nombre de la justicia y de la igualdad, pero en el fondo siempre se encuentra el deseo de vivir más libremente a nivel individual; se toleran y soportan mucho más las injusticias y desigualdades sociales antes que las prohibiciones en la esfera privada. En suma, se ha creado una situación completamente nueva en la que los antiguos valores -expresados sobre todo por el cristianismo- se ven substituidos. En un horizonte como este, en que el hombre viene a ocupar el lugar central, criterio de toda forma de existencia, Dios se convierte en una hipótesis inútil y en un competidor que no sólo hay que evitar, sino en lo posible eliminar. La revolución antropológica se actúa de manera relativamente fácil, cómplice de una teología débil y de una religiosidad a menudo fundada sólo sobre el sentimiento e incapaz de mostrar el verdadero horizonte de la fe.
Dios, entonces, pierde su lugar central; la consecuencia que se derive, sin embargo, es que el hombre mismo viene a perder también el suyo. El "eclipse" del sentido de la vida hace que el hombre no sepa más como colocarse, que no encuentra más su lugar en la creación y en la sociedad. De alguna manera cae en la tentación prometeica de pensar ilusoriamente que es él el señor de la vida y de la muerte, porque puede decidir el cuándo y el cómo. Una cultura que tiende a idolatrar la perfección del cuerpo, que discrimina las relaciones interpersonales de acuerdo con la belleza o la perfección física, termina por olvidar lo esencial. Se cae así en una suerte de narcisismo constante que impide fundar la vida sobre valores permanentes y sólidos, para quedarse sólo al nivel de lo efímero. Nadie, sin embargo, denuncia esta situación como trágica porque no existe más el ejercicio auténtico de la libertad. El hombre, de hecho, perdida la relación con Dios, pierde consecuentemente la referencia a la creación. No es más el centro de la creación, sino una parte cualquiera del mundo. Por un lado se exalta al hombre a costa de Dios y contra Dios; por otro, se lo destruye convirtiéndolo en un simple fragmento de la naturaleza. Rota la armonía con la naturaleza para dar lugar al primado de la técnica, se ha venido a encontrar frente a un poder que ha violentado la naturaleza misma.
Otro conflicto al que se asiste es la pérdida del sentido de responsabilidad. Este horizonte viene simbólicamente encontrado en la pregunta que Dios dirige a Caín: "¿Dónde está tu hermano?". Por paradógico que pueda parecer, el secularismo nacido a la sombra de la responsabilidad plena delante a sí mismo con el rechazo de la autoridad de Dios, acaba con la destrucción del objetivo que se proponía. Cerrado en sí mismo, en un individualismo exasperado, el hombre de hoy a perdido de vista también al otro. Una lúcida expresión de esta situación se encuentra en la fórmula sartreana les autres son l'enfer. La ambigua concepción de la libertad, el fuerte subjetivismo que ya no sabe reconocer el valor de la verdad perenne y, sobre todo, el eclipse del sentido de Dios, han llevado a olvidar el valor de la vida y al desinterés por el hermano al punto de comprobar con horror que una sociedad que se proclama civilizada y evolucionada está cada vez más cerrada en el círculo de la muerte. En suma, una cultura secularizada que se pretende autónoma de Dios, termina con la pérdida del sentido mismo de la vida.
Aquí por tanto se pone el gran desafío que mira al futuro. Quien quiere la libertad de vivir como si Dios no existiera lo puede hacer, pero debe saber lo que le espera; debe tener conciencia de que esta elección no es premisa de libertad ni de autonomía. Limitarse a disponer de la propia vida nunca podrá satisfacer la exigencia de libertad; silenciar forzosamente el deseo de Dios que está radicado en la interioridad más profunda, nunca podrá arribar a la autonomía. El enigma de la existencia personal no se resuelve rechazando el misterio, sino eligiendo sumergirse en él (GS 22). Este es el sendero a recorrer; todo atajo corre el riesgo de perderse en los laberintos selváticos, donde es imposible ver tanto la salida como la meta a alcanzar.

Nueva evangelización

"El punto crucial de la cuestión es este: si un hombre, empapado de la civilización moderna, un europeo,puede todavía creer; creer propiamente en la divinidad del Hijo de Dios Cristo Jesús. En esto, de hecho, está toda la fe". Son palabras cargadas de provocación que provienen de uno de los escritores más significativos del siglo pasado: Dostoewskj. Preguntarse si el hombre de hoy está todavía dispuesto a creer en Jesús como Hijo de Dios comporta necesariamente la cuestión conexa: si el hombre de hoy siente todavía la necesidad de la salvación. Aquí está todo el problema para nosotros creyentes, para nuestra credibilidad en el mundo de hoy; pero también el problema para cuantos no creen y desean darle un significado pleno a su vida. No encuentro otra posibilidad fuera de esta cuestión, que impulsa a buscar una respuesta. Delante a la posibilidad de Jesucristo no se puede permanecer neutral; se debe dar una respuesta si se quiere dar un sentido a la propia vida. Según algunos, aquí se concentran las grandes cuestiones que nos tocan a cada uno de nosotros y la simple respuesta que la Iglesia ofrece anunciando, como si el tiempo nunca hubiesa pasado, el mismo contenido de los primeros años de nuestra existencia como cristianos: Jesús, crucificado y resucitado; El que ha pasado en medio a nosotros, anunciando el reino de Dios y haciendo el bien a cuantos se dirigían a Él.
Sabemos que estamos en medio a una profunda crisis que se ha convertido en crisis de Dios. Esquemáticamente se podría decir: la religión sí, pero Dios no. En dónde este "no", en todo caso, no debe entenderse en el sentido categórico de los grandes ateísmos. No existen más, permítaseme repetir, grandes ateísmos. El ateísmo de hoy en realidad puede nuevamente hablar de Dios sin entenderlo realmente. En síntesis, la crisis actual está determinada del poder y saber hablar de Dios; el tema no puede dejarnos indiferentes después de casi cincuenta años del Concilio Vaticano II, que tuvo entre sus principales objetivos el hablar de Dios al hombre de hoy de manera comprensible. La crisis que vivimos, entonces, se podría resumir de manera aún más sintética: Dios hoy no es negado, sino desconocido. Por parte del hombre contemporáneo hay algo de verdadero, probablemente, en este modo de plantearse el problema en torno a el nombre de "Dios". En algún sentido se podría decir que se ha pasado de la hipótesis inútil a la buena posibilidad ofrecida al hombre. Con respecto a esta perspectiva deberíamos ser capaces de agitar las aguas a menudo demasiado tranquilas de dos lagos artificiales: el de la indiferencia, que frecuentemente domina el contexto cultural referido a esta problemática; y el de la obviedad, que evidencia cuánta ignorancia, a menudo supina, existe acerca de los contenidos religiosos. Indiferencia e ignorancia, lamentablemente, se encuentran en la base del sentido común religioso todavía presente, haciendo siempre más débil la pregunta religiosa y, especialmente, la decisión consciente y libre. Retorna inmediatamente la escena tan familiar de Pablo en las calles de Atenas (Hch. 17, 16-34). No ha cambiado tanto desde entonces. Las calles de nuestra ciudad están repletas de nuevos ídolos. El interés hacia un muy genérico sentido religioso parecería tomarse una especie de revancha; expresiones religiosas se multiplican y frecuentemente están vacías de espesor racional. En algunos casos se sigue el soplo de la emotividad, en otros, al contrario, diversas formas de fundamentalismo; ambos no indican otra cosa que la ausencia de espesor intelectual. Por último, aparecen de nuevo en el horizonte mesías de la última hora, predicando el inminente fin del mundo. En este contexto hay que preguntarse quiénes son los nuevos Pablo de Tarso conscientes de ser portadores de una hermosas novedad que entra en el areópago de nuestro pequeño mundo con la convicción y la certeza de querer anunciar al "Dios desconocido".
"Dios": el término está entre los más usados del lenguaje mundial, y sin embargo, cuántos sentidos, diferentes y tantas veces, contrarios entre sí al punto de oponerse mutuamente. Debemos preguntarnos si Dios existe y qué cosa sea, o quién sea Dios. Preguntas inevitables que no pueden permanecer sin respuesta. El Dios del que hablamos, no sólo se ha hecho escuchar, sino que se ha hecho uno de nosotros. Y consigo trae a nuestra vida la respuesta a la pregunta fundamental por el sentido: "con la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre. Ha trabajado con manos de hombres, ha pensado con mente de hombre, ha actuado con voluntad de hombre, ha amado con corazón de hombre. Naciendo de María Virgen, él verdaderamente se ha hecho uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, menos en el pecado" (GS 22). Ningún pretexto de parte nuestra. Él ha experimentado en todo nuestra condición humana, sobre todo allí cuando ella significa dolor, sufrimiento, enfermedad, muerte. La nueva evangelización requiere, entonces, la capacidad de saber dar razón de la propia fe, mostrando a Jesucristo, el Hijo de Dios, único salvador de la humanidad. En la medida en que seamos capaces de esto, podremos ofrecer al mundo contemporáneo la respuesta que espera o que debemos provocar en él. Como decía Benedicto XVI el día antes de ser elegido Papa: "En estos momentos de la historia tenemos verdadera necesidad de hombres que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan a Dios creíble en el mundo...Tenemos necesidad de hombres que tengan la mirada dirigida a Dios, aprendiendo de Él la verdadera humanidad. Tenemos necesidad de hombres cuyo intelecto sea iluminado por la luz de Dios y a quienes Dios abra el corazón, de modo que su intelecto pueda hablar al intelecto de los otros y su corazón pueda abrir el corazón de los otros. Solamente a través de hombres tocados por Dios, Dios puede retornar a los hombres". La nueva evangelización, por tanto, parte de aquí: de la credibilidad de nuestra vida de creyentes y de nuestra convicción de que la gracia actúa y transforma hasta el punto de convertir el corazón. El mundo de hoy tiene necesidad profunda de amor, porque conoce desgraciadamente sólo sus grandes fracasos. Aquí probablemente nace la paradoja que se despliega nuestros ojos y que empuja a la mente a reflexionar sobre el sentido de una tal acción.

La imagen de la nueva evangelización

Una imagen con la que el nuevo dicasterio pretende identificarse, se encuentra en la Sagrada Familia de Gaudí. Quien la observa en su gravidez arquitectónica encuentra las voces de ayer y de hoy. A nadie escapa que es una iglesia, espacio sagrado que no puede ser confundido con ninguna otra construcción. Sus agujas se dibujan hacia lo alto, obligando a mirar el cielo. Sus pilares no tienen capiteles jónicos ni corintios y, sin embargo, los reclaman aún cuando se permiten de andar más allá para recorrer un espacio de arcos que hace pensar en una foresta donde el misterio lo invade a uno, sin suprimirlo, llenándolo de serenidad. La belleza de la SagradaFamilia sabe hablar al hombre de hoy, conservando al mismo tiempo los rasgos fundamentales del arte antiguo. Su presencia pareciera contrastar con la ciudad hecha de palacios y calles que al recorrerlas muestran la modernidad a la que somos enviados. Las dos realidades conviven y no desentonan, al contrario, parecen hechas la una para la otra; la iglesia para la ciudad y viceversa. Aparece evidente, entonces, que la ciudad sin la iglesia estaría privada de algo sustancial, manifestaría un vacío que no puede ser colmado por cualquier otra construcción, sino por algo más vital que empuja a mirar a lo alto sin apura y en el silencio de la contemplación.
Mirar al futuro con la certeza de la esperanza verdadera es lo que nos permite no permanecer recluidos en una suerte de romanticismo que mira sólo al pasado, ni caer en un horizonte de utopía, amarrados a hipótesis que carecen e garantías. La fe compromete en el hoy en que vivimos, por lo que no corresponder sería ignorancia o miedo; y a nosotros cristianos, no nos está permitido ni lo uno ni lo otro. Permanecer recluidos en nuestras iglesias podría darnos cierta consolación pero tornaría vano el día de Pentecostés. Es tiempo de abrir de par en par las puertas y retornar al anuncio de la resurrección de Cristo de la que somos testigos. Según las palabras del santo Obispo Ignacio en los albores del cristianismo: "No alcanza con ser llamados cristianos, es necesario serlo de veras" (a los Magnesios, I,1). Si alguno quiere reconocer a los cristianos, debería poder hacerlo por su compromiso de fe y no por sus intenciones.


NOTAS
[1] Aparecida, 250.
[2] Benedicto XVI, homilía de las primeras vísperas en la solemnidad de ss. Pedro y Panlo, 28 de junio de 2010.
[3] Ibidem
[4] Resistenza e Resa. Lettere dal carcere, Milano 1969, 278-279; Sobre Bonhoeffer siempre permanece válida la obra de I. Mancini, Bonhoeffer, Firenze 1969; sobre este aspecto, cf. pp 329-438



el día 19-02-2011

lunes, 14 de febrero de 2011

¿Qué haremos para heredar la vida eterna? (Mc 10, 17)


MENSAJE DEL
VIII ENCUENTRO DE JOVENES CON EL ARZOBISPO

Queridos Jóvenes:
Este año nuestro encuentro arquidiocesano coincide con una fecha muy significativa para la juventud de toda Venezuela. Efectivamente, hoy se celebra el Día de la Juventud venezolana, de la Batalla de La Victoria, que fue ganada en 1814 por José Félix Ribas con un improvisado ejército integrado por jóvenes del Seminario y de la Universidad de Caracas.
Hoy estamos llamados a emprender nuevas batallas –y que siempre sea así- no con espadas ni ametralladoras sino con otra arma mucho más poderosa: ¡la cruz de Jesucristo Nuestro Señor! Por eso hemos querido que fuera ella la que presidiera la apertura de este encuentro. Dos amores han regido este mundo, dice S. Agustín: el amor de sí mismo hasta la destrucción del otro y el amor del otro hasta la negación de sí mismo. La cruz representa para nosotros el segundo tipo de amor. Cristo lo llama el amor mayor: aquel que llega al colmo de entregar la vida por los que amamos (Cf Jn 15,13). Ese es el amor que Jesús quiere que nosotros también vivamos y comuniquemos a la Venezuela de hoy.
Este encuentro nos pone en camino hacia dos grandes acontecimientos juveniles: la XXVI Jornada Mundial de la Juventud que se realizará en Madrid el próximo mes de agosto con el lema «Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2,7) y la realización del 4o Congreso Americano Misionero, el CAM 4, que tendrá lugar aquí mismo, en Maracaibo a finales de enero de 2013 y que tendrá por tema: “Discípulos misioneros de Jesucristo desde una América multicultural y pluriétnica”. Todos estos eventos nos quieren introducir en un camino de novedad y de dinamismo profundo que nos conduzcan a un encuentro luminoso y decisivo con Jesús.
El tema escogido para el encuentro de hoy “¿Qué haremos para heredar la vida eterna?, está inspirado en un pasaje del evangelio de San Marcos (10,17-22). Jesús iba de camino hacia Jerusalén en compañía de sus discípulos, cuando un joven llega corriendo y se le acerca como acuciado por una urgencia inaplazable, se arrodilla ante él y le suelta de una vez su pregunta: “¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”.
No viene oprimido por una enfermedad sino por una inquietud interior. No parece preocuparle la vida terrena, tiene resuelta su subsistencia. Pregunta por una vida definitiva. ¿Cómo evitar que la muerte sea el fin de todo, qué hacer para conseguirlo? Jesús lo remite a los mandamientos de la Ley de Dios y cuándo él le contesta que los ha cumplido desde su juventud, el Señor fija su mirada llena de cariño, acentuando la comunicación personal y la simpatía por alguien que anda buscando a Dios.
La respuesta que le da entonces es muy diferente de lo que ha dicho a otros a la hora de invitarlos a su seguimiento. Ni a los primeros discípulos ni a Mateo les puso condiciones. A este joven no le dice “si quieres” sino que le suelta cuatro imperativos: Ve, vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y sígueme.
El joven había planteado su inquietud por la vida eterna en términos de posesión: ¿Qué he de hacer para heredar la vida eterna? Y lo que dice de los mandamientos es que los ha guardado. En su respuesta Jesús le sigue la corriente pero en otra dirección muy distinta. No le habla de heredar, de posesión sino de desapropiación, de desprendimiento, de entrega: “Ve, vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo. Después vente conmigo” (v 21). Eso es lo que le falta.
La inquietud del joven estaba centrada en la vida eterna, Jesús voltea su mirada hacia la vida terrena en la que es posible vender sus bienes y dárselo a los pobres. El está preocupado por el . Jesús le señala el . El camino para conseguir la otra vida, el tesoro del cielo, pasa por una manera muy concreta de utilizar los bienes de esta tierra a favor de los pobres y luego seguir a Jesús. Para acceder al tesoro del cielo tiene que aprender a gestionar al modo de Dios, el tesoro de la tierra. Tiene que hacerse generoso y desprendido como su Padre Dios. No se trata de guardar sino de dar; de reservarse sino de entregarse.
Todos ustedes están sin duda deseosos de una vida buena, de una vida que vaya más allá de las limitaciones del tiempo, de la fragilidad humana y la caducidad de las relaciones humanas. Una vida plena, honda, desbordante. ¿No se han fijado cómo todos los productos que nos ofrece la publicidad llevan explícita o implícitamente el gancho de la oferta de la vida?
Los que siguieron a Jesús hicieron la experiencia de estar junto a alguien que tenía vida plena a pesar de haberlo dejado todo. Su único tesoro era la confianza total en su Padre Dios y la gran propuesta que les tenía a sus discípulos era enseñarles a vivir desde la libertad y la alegría que da el desprendimiento de las ansias de poseer y acumular. El secreto de la felicidad para Jesús no está en poseer, retener, guardar, acumular sin en desprenderse, deshacerse, despojarse. La verdadera vida no está en tener más y más sino en ser más y más. No está en el poseer y guardar sino en el dar y darse por entero con Cristo y como Cristo a los demás.
Una cosa te falta. ¡El joven rico pensaba tenerlo todo! Ve, vende cuando tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo. Después vente conmigo. Estas palabras de Jesús nos llevan a descubrir las raíces profundas de la identidad cristiana y a desenmascarar todo el poder alienante que encierra el afán de las riquezas y la necesidad insaciable de tener siempre más y más.
Mis queridos jóvenes, el ser humano en verdad ha sido creado para lo grande, lo hermoso, lo infinito. Cualquier otra cosa es insuficiente. Aspiren pues a algo más de lo que ofrece la publicidad o los poderes terrenales. Dejen que Cristo Jesús fije su mirada de amistad y de amor en cada uno de ustedes y sueñen en algo mejor y más noble que no tenga fin. Los santos y santas fueron personas iguales que nosotros en todo. Lo que los diferencia de otros hombres y mujeres como ellos es que desde jóvenes le dieron a su vida una dirección decidida y optaron sin vacilación por Jesús y por su Reino. Dios los escogió y los llamó por su nombre, y ellos tuvieron la valentía de responderle con la autenticidad de sus vidas, haciendo de su ejemplo el primero y mejor instrumento de evangelización. Los santos de ayer y de hoy saben que somos seres incompletos y vacíos si Dios no ocupa el centro de nuestras vidas y no está en la base de su existencia.
Allí tienen los ejemplos de las beatas María de San José y Candelaria de San José. Allí tienen también el ejemplo de ese médico cristiano, profesor universitario, José Gregorio Hernández, que esperamos muy pronto suba a los altares. Y otros ejemplos más de santidad vendrán que surgirán, estoy seguro, de entre los que están aquí sentados escuchándome.
¿Están también ustedes dispuestos a aceptar el reto de la santidad? El papa los invita a intensificar su camino de fe en Dios. A tomar muy en serio su rol transformador en la sociedad y en la Iglesia. En esta época impregnada de un fuerte relativismo moral, cuando muchos carecen de referencias estables y flotan en la inseguridad, sin anclajes espirituales, ustedes están llamados a echar raíces profundas, a colocar fundamentos sólidos y a salir de sí mismos para tender la mano a los alejados, los extraviados, los marginados, los olvidados y dados por perdidos. Esta fue la experiencia que vivieron muchos jóvenes voluntarios durante las inundaciones que afectaron a millares de personas en la Goajira.
Algunos medios de comunicación nos inculcan el mensaje de que a más cosas poseídas mayor felicidad. En este evangelio por el contrario, encontramos la propuesta opuesta: aquel joven que se alejó de Jesús se quedó con todo lo que tenía y no se atrevió a abandonar pero se marchó entristecido. Quizá nunca le abandonó la nostalgia en medio de su prosperidad y éxito económico por no haber tenido el coraje de haber creído en la promesa de vida que le ofreció aquel galileo itinerante que un día se cruzó por su camino.
Hoy ponemos en las manos del Señor a tantos jóvenes prisioneros de sus riquezas, de sus posesiones, de sus apegos; de tantos jóvenes que giran como mariposas encandiladas en torno a la drogadicción, al alcohol, al sexo desenfrenado y a tantos placeres terrenales, en la esperanza de que en algún encrucijada de sus vidas se topen con Jesús, se decidan a romper sus ataduras y a caminar a su lado en libertad, desapego y despojamiento.
En cuanto a ustedes, mis amados jóvenes, sé que no están aquí por casualidad, Sea que decidieron venir por su propia cuenta, se que hayan venido traídos por sus novios, novias o sus amigos, igual da: el Señor los estaba esperando en esta encrucijada de sus vidas. En este momento está colocando su hermosa y profunda mirada en tus ojos y está tocando a la puerta de tu corazón. ¿Qué le van a decir? ¿Se van a escabullir? ¿Le van a dar una respuesta evasiva para zafarse de él? ¿Se van a ir tristes y cabizbajos porque no tienen la fuerza de renunciar a sus bienes? ¿O le van a decir como Pedro: “Señor, a quién iremos tú tienes palabras de vida eterna?” (Jn 6, 68).
Les propongo que decidan vivir una relación nueva con Jesús, el Hijo de Dios vivo. Que construyan la casa de su existencia con los valores del Evangelio de Jesucristo. Hoy millones de jóvenes en el mundo están siendo protagonistas de cambios profundos en la sociedad y en los Estados. A través de ellos se están abriendo puertas de esperanza y de libertad. Ustedes, como jóvenes católicos, tienen también un mensaje, un ideal, una propuesta de vida que trasmitir a las generaciones zulianas del presente. No es para mañana, es para hoy.
Asuman con entusiasmo la preparación de los próximos eventos de la vida de la Iglesia, particularmente el CAM 4. La Iglesia de Maracaibo les convoca a todos ustedes para que sean la avanzada juvenil de un nuevo amanecer misionero para todo nuestro continente. Jóvenes discípulos de Jesús no tengan miedo de ser sus mensajeros privilegiados para un mundo que necesita de Dios. Nuestra arquidiócesis va a ser anfitriona de millares de jóvenes y de misioneros de todos los horizontes de América. Es un gran desafío sin duda que pedirá grandes esfuerzos de todos pero que nos ofrecerá la oportunidad de vivir el espíritu de la misión, del envío de Jesús, como discípulos y misioneros de la Buena Noticia para que otros tengan vida, vida buena, vida en abundancia. Será el momento para testimoniar juntos que sin Cristo, muerto y resucitado, no hay salvación; que sólo Él puede liberar al mundo del mal y hacer crecer el Reino de la justicia, la paz y el amor, al que todos aspiramos” (Cf Benedicto XVI).
Necesitamos muchos jóvenes que crean en Jesús y caminen de su mano, muchos jóvenes que sepan interactuar con otros jóvenes, con adultos, con personas mayores, que sepan construir la Iglesia casa, escuela y taller de comunión y de solidaridad que pregonamos en nuestro proyecto arquidiocesano de renovación pastoral. Como Iglesia somos llamados a ir y evangelizar en nombre de Jesús, como sus amigos más convencidos de que su camino es el más válido para consolidarnos en el amor, la justicia y la paz.
¡Jóvenes zulianos, levanten la mirada hacia el cielo, levanten sus corazones porque Dios está aquí con nosotros, alcemos nuestras manos para bendecir al Dios de la vida, al Dios joven! María Santísima, Nuestra Señora de Chiquinquirá está a nuestro lado. Nos acompaña su oración y el amor que profesa a los jóvenes. Ella, la primera llena de vida eterna, proclamada bienaventurada por todas las generaciones, la llena de gracia que nunca se agota en el don, la entrega y la alegría de ser sierva de la Palabra y servidora de la Iglesia. Sigamos sus pasos seguros que nuestras vidas irán a desembocar como la de ella en ese mar inmenso de amor y felicidad que se llama Cristo Jesús presente entre los pequeños y los pobres de este mundo.
Maracaibo, 12 de febrero de 2011.

+Ubaldo R. Santana Sequera
Arzobispo de Maracaibo

+Cástor Oswaldo Azuaje
Obispo Auxiliar

miércoles, 9 de febrero de 2011

Dos acontecimientos

Por Andrés Bravo
Capellán de la UNICA

Dos acontecimientos nos despertaron temprano al amanecer del año nuevo 2011. El padre Nolberto López se despide. Su historia llega a su cumbre, pasa a la eternidad. Aunque tristes porque nos deja, nos alegra que él se haga parte de la Comunión Divina de Dios-Amor. Aquí anduvo sirviendo a Dios en la Iglesia peregrina, haciendo el bien, como fiel discípulo y misionero de Jesús. Hoy vive en la Iglesia celestial, la nueva Jerusalén. Seguro que el Señor lo estaba esperando con el corazón abierto para decirle: “Te he preparado un lugar, porque donde esté Yo ahí quiero que esté mi servidor. Ven bendito, porque has sido un sirviente fiel y bueno, pasa conmigo a participar de mi Reino. Además, porque me amaste en el necesitado”.
De pronto, otro acontecimiento estremece nuestras vidas. Como regalo de haber ofrecido al padre Nolberto, Dios bendice a Maracaibo al elegir al orden del episcopado a otro hermano nuestro. Mons. Edgar Peña se consagra obispo para una misión de gran importancia en nuestra Iglesia universal, ser nuncio apostólico (representante del Papa) en una mies abundante, Pakistán. Benedicto XVI le dijo con claridad que hoy su misión es particularmente más urgente. Debe ser obrero de Dios en una humanidad paradójica, donde los hombres de hoy vuelven las espaldas a Dios, sin embargo viven la nostalgia de los valores eternos. Está claro, no sólo la tierra asiática donde peregrinará Mons. Edgar, sino toda la humanidad es mies abundante y nosotros somos pocos.
Entre muchas verdades que el Papa dijo a Mons. Edgar mientras lo consagraba, está la de la necesidad de ser perseverante como eran los Apóstoles. La perseverancia pertenece a la esencia del ser cristiano y es fundamental para la tarea de los pastores. Otra es el llamado a construir la comunión, aquí está la clave del ser cristiano y de la vida eclesial. Para ello, el Papa le enseña que esta comunión se vive en la Eucaristía, y es este sacramento el que nos impulsa a partir el pan, a compartir la vida en el amor a los demás. Es importante tener presente que esta dimensión social de la caridad cristiana es la vida eucarística auténtica. “Rema mar adentro”, dice finalmente el Papa. Pero le recuerda que el mar de la humanidad de hoy es agitado: “Son llamados a echar la red del Evangelio en el mar agitado de este tiempo para obtener la adhesión de los hombres a Cristo; para sacarlo, por así decirlo, de las aguas salinas de la muerte y de la oscuridad en la que la luz del cielo no penetra. Deben llevarles a la tierra de la vida, a la comunión con Jesucristo”.
Así, pues, dos acontecimientos que si pasan desapercibidos es porque no hemos entendido el lenguaje de Dios. El mensaje está ahí, esperando nuestra respuesta. Sin ánimo de ser triunfalistas, debemos agradecer a Dios por la Iglesia que tenemos peregrinando en Maracaibo, por sus pastores entregados como ofrenda amorosa al servicio del pueblo de Dios. Pienso que tiene razón nuestro Arzobispo Ubaldo en la homilía de la primera pontifical del Neo-Arzobispo Edgar, el Señor nos quiere para ser sal y luz de la humanidad. Nuestros sacerdotes son valiosos, a pesar de sus debilidades. Ciertamente, nos amamos, pero sólo nos damos cuenta cuando el viento impetuoso del Espíritu Santo estremece nuestras almas.

martes, 8 de febrero de 2011

LA SAGRADA ESCRITURA Y EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA


Por Mons. Luís F. Ladaria
Secretario de la Pontificia Congregación para la Doctrina de la Fe


De dos maneras se puede entender el enunciado del tema que se me ha propuesto. Lo que el Magisterio de la Iglesia ha dicho sobre la Sagrada Escritura o las relaciones que existen entre una u otro. En realidad los dos aspectos están en íntima relación y no se pueden tratar el uno sin el otro. Por tanto estudiaremos las dos cuestiones en su conexión mutua.

El canon de las Escrituras

Trataremos en primer lugar de una cuestión en la que la interrelación de Escritura y Magisterio, sin olvidar la Tradición, aparece clara: la fijación del canon de las Escrituras. La importancia decisiva de la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia y en concreto como la fuente y la base de su doctrina y de su fe ha sido algo de hecho incuestionado e incuestionable desde los primeros momentos de la Iglesia naciente. Los primeros cristianos aceptan como algo normativo también para ellos el cuerpo que ahora nosotros llamamos el Antiguo Testamento. Nuestro "Nuevo Testamento" es prueba de ello. Es convicción de la iglesia apostólica que a partir de Cristo se entienden las Escrituras de Israel de un modo más completo, pero también, por otra parte, ellas prestan una ayuda decisiva a la comprensión de Cristo en cuanto ofrecen un marco para interpretar su figura y su obra salvadora. Cristo se coloca por una parte en continuidad con el Antiguo Testamento, pero por otra significa una radical novedad en cuanto lo trasciende. En todo caso el cristianismo naciente ha recibido de la fe de Israel la idea de un cuerpo de escritos que posee una autoridad normativa.
La vida espontánea va siempre por delante de la reflexión. Antes de que se forme explícitamente la idea de un "Nuevo" Testamento que se coloca al lado de los Escritos de Israel los Padres y escritores eclesiásticos empiezan a citar también, atribuyéndoles autoridad, los Evangelios y los escritos apostólicos. Ya la segunda carta de Pedro (2 Pe 3,16) nos ofrece un testimonio importante al mencionar un grupo de escritos, las cartas paulinas, que son colocadas al mismo nivel que las "otras Escrituras": «...como en todas las cartas en las que habla de estas cosas. En estas hay algunas cosas difíciles de comprender, que los ignorantes y los inciertos desvían, al igual que las otras Escrituras, para su perdición». Ya los Padres apostólicos parecen dar testimonio de un cuerpo que se ha recibido y al que no se puede quitar ni añadir nadase han de cumplir los mandamientos del Señor [1]. En los finales del siglo II y comienzos del III los padres y escritores eclesiásticos de primera importancia (Ireneo, Tertuliano, Clemente Alejandrino) conocen y citan, reconociéndoles normatividad, prácticamente todos los escritos del corpus neotestamentario. Se considera de gran importancia el llamado fragmento de Muratori, que se considera comúnmente de finales del siglo II, que conoce ya casi todos los escritos de nuestro Nuevo Testamento (faltan Hebreos, las dos cartas de Pedro, una de Juan, Santiago).
No tratamos ahora de la historia del canon. Sino sólo de ver cómo desde los primeros siglos del cristianismo se ha ido completando la idea de la Sagrada Escritura, añadiendo a los libros que constituyen nuestro actual Antiguo Testamento los que forman el "Nuevo". En los comienzos del siglo III se usa ya esta denominación [2]. En el siglo IV Atanasio (año 367) nos ofrece ya el canon que conocemos y que con diversas vicisitudes que no podemos exponer ha llegado hasta la fijación del mismo en los concilios de Florencia y de Trento (cf. DH 1335; 1502-1503). Es un primer elemento que necesariamente tenemos que señalar cuando tratamos del la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia. La Iglesia nos ha dicho autoritativamente qué escritos, distribuidos en Antiguo y Nuevo Testamento (conc. de Trento) considera Sagrada Escritura. Esto quiere decir, solamente en la Iglesia y a partir de su decisión sabemos lo que es la Sagrada Escritura, bajo cuya autoridad la Iglesia misma se coloca. La acción del Espíritu ha guiado al reconocimiento del carácter sacro de estos escritos, en particular de su inspiración. El primer paso es: la Iglesia y la Escritura no se entienden la una sin la otra. Ya diferentes intervenciones magisteriales de los primeros siglos, a partir de los años finales del siglo IV, enumeran los libros que la Iglesia recibe del Antiguo y del Nuevo Testamento [3]
La fijación del canon parte de un principio fundamental: los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento tienen a Dios como autor. Según el concilio de Florencia el mismo único Dios es el autor de la Ley, de los Profetas y del Evangelio, ya que los santos del Antiguo y del Nuevo Testamento han hablado bajo la inspiración del mismo Espíritu Santo (DH 1334). Estas pocas pero decisivas indicaciones son recogidas un siglo más tarde por el concilio de Trento, en un contexto nuevo, en el que junto al valor de la Escritura se había de poner también de relieve la importancia de la Tradición de la Iglesia, cuestionada por los Reformadores. Todo ello para que se conserve en la Iglesia la "puritas Evangelii", la pureza del evangelio [4]; éste había sido prometido por los profetas, promulgado por Jesucristo, que después ordenó a sus apóstoles predicarlo a toda criatura como fuente de la verdad y la disciplina de las costumbres. Y esta verdad y disciplina se contienen en los libros escritos y en las tradiciones no escritas que los apóstoles han recibido de la boca del mismo Cristo o nos han sido entregadas por los mismos apóstoles "Spiritu Santo dictante", bajo el dictado del Espíritu Santo. Todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, repetirá todavía el Concilio, tienen a Dios como autor. Las tradiciones que se refieren a la fe o a las costumbres, bien porque vienen de la palabra de Cristo, bien porque han sido dictadas por el Espíritu Santo, son acogidas con igual afecto y reverencia (pari pietatis affectu).
Junto a esta mención de la tradición, que ha dado lugar a problemas de solución difícil, el concilio de Trento aborda el problema de la interpretación de la Sagrada Escritura: es la Iglesia la que debe juzgar acerca de la interpretación de las Escrituras, a nadie le es lícito interpretarlas contra el sentir de la Iglesia o contra el unánime consenso de los Padres. Es clara la intención antiprotestante. Si la Escritura nos es entregada por la Iglesia ella es también la encargada de interpretarla. La "Iglesia", dice el concilio de Trento, sin ulteriores distinciones. En tiempos posteriores se va a matizar más.

El Magisterio de la Iglesia y la interpretación de las Escrituras

Vemos que junto a la autoridad magisterial de la que Trento hace uso para la fijación del canon se nos habla también de la autoridad de la Iglesia en la interpretación de las Escrituras. Tienen que pasar varios siglos antes de que el magisterio vuelva a ocuparse de cuestiones directamente relacionadas con la Sagrada Escritura, su valor y su sentido. En relación con los problemas relacionados con los descubrimientos científicos y con la mentalidad de la Ilustración las de la interpretación de la Escritura, de su valor histórico aparecerán bajo una nueva luz. Y también se va a profundizar en la función y el sentido del "magisterio", palabra que, en el uso actual, entró en documentos oficiales solamente a principios del s. XIX [5]. Gregorio XVI la usa en una encíclica a los católicos de Suiza en 1835 en la cual significativamente dice: «La Iglesia dispone, por institución divina, de un poder ... de magisterio para enseñar y definir lo que concierne a la fe y a las costumbres e interpretar las Sagradas Escrituras sin peligro de error». Definir lo que concierne a la fe y a las costumbres e interpretar las Sagradas Escrituras van juntos. No deja de ser significativo que, cuando se introduce el término de "magisterio" para dar un nombre a una función, que ciertamente se había ejercido desde hacía muchos siglos, se mencione de manera explícita la interpretación de las Escrituras sin error. Se ha dado una precisión respecto a la indicación más genérica del concilio de Trento, que decía simplemente "la Iglesia".
Las declaraciones del concilio de Trento son retomadas tres siglos más tarde por el concilio Vaticano I. Las afirmaciones del concilio sobre la Sagrada Escritura se encuentran en la constitución dogmática Dei Filius de fide catholica, y, dentro de ella, en el capítulo dedicado a la revelación. Afirmado que Dios puede ser conocido con certeza a partir de las cosas creadas, se añade enseguida que, por su sabiduría y su bondad, Dios se ha complacido en revelarse a sí mismo y los decretos de su voluntad a los hombres de una manera sobrenatural. Esta revelación no es en modo alguno necesaria, pero Dios ha ordenado al hombre a un fin sobrenatural, es decir, a la participación en los bienes divinos que superan toda humana inteligencia. Esta revelación, se nos dice, se contiene en los libros escritos y en las tradiciones que recibidas por los apóstoles de la boca de Cristo o recibidas por los apóstoles por el dictado del Espíritu Santo han llegado hasta nosotros [6]. Los libros a los que el Concilio se refiere son los del Antiguo y Nuevo Testamento en todas sus partes, tal como el concilio de Trento los enumera. La Iglesia tiene estos libros por sagrados y canónicos no porque hayan sido aprobados por su autoridad siendo una obra humana, ni tampoco solamente porque contengan la revelación sin error, sino porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo tienen a Dios como autor y como tales han sido entregados a la Iglesia ("...Spiritu Santo inspirante conscripti Deum habent auctorem, atque ut tales ipsi Ecclesiae traditi sunt"). La formulación se ha hecho clásica, y ha sido repetida desde entonces en multitud de ocasiones. De nuevo la relación entre la Escritura y la Iglesia es puesta de relieve. Solamente ésta puede reconocer un libro como inspirado. El concilio Vaticano I ha vuelto a referirse al concilio de Trento al tratar de la interpretación de la Sagrada Escritura. El sentido de la misma es el que siempre retuvo y retiene la Iglesia (tenuit ac tenet). Nadie puede interpretar la Escritura contra este sentido o contra el unánime sentir de los Padres. Novedad respecto de Trento es la inserción de estas referencias en el contexto más amplio de la "revelación". el concilio de Trento habló simplemente de los libros sagrados y las tradiciones. Ahora, en el siglo XIX, ya el término revelación ha adquirido carta de naturaleza. No existía todavía como término técnico en el sentido en que lo usamos ahora en el s. XVI. Fue usado por vez primera por el magisterio en el año 1835, por Gregorio XVI (cf. DH 2739), y después de él lo usó también Pío IX ya mucho antes del Vaticano I (enc. "Quam pluribus" de 1946; cf. DH 2777; 2781) [7].
La cuestión de la Sagrada Escritura ha sido afrontada en tiempos posteriores en diversas encíclicas, empezando por la "Providentissimus Deus" de León XIII, del año 1893. Es la primera respuesta del magisterio a la exégesis liberal, aunque ya alguna pequeña alusión se había hecho en el concilio Vaticano I al problema de la historicidad de los milagros que algunos negaban o cuestionaban [8]. El comienzo de la encíclica, inspirado en los primeros versículos de la carta a los Hebreos, recuerda que Dios, después de haber hablado por los profetas y por sí mismo, nos ha dado la Escritura canónica, como una carta que el Padre celestial escribe a sus hijos que están lejos de la patria [9]. El Papa recuerda los principios fundamentales para la recta interpretación de la Escritura siguiendo lo establecido en el concilio de Trento que fueron a su vez recogidos en el Vaticano I, es decir que a nadie le es lícito interpretar la Escritura contra el sentido que le ha dado la Iglesia y contra el unánime consenso de los Padres [10]. Dios ha puesto las Escrituras en las manos de la Iglesia, y para su interpretación recibimos de ella una guía infalible. En aquellos en los que se perpetúa la sucesión apostólica tenemos la exposición segura de las Escrituras [11]. Esto no quiere decir que la Iglesia coarte la investigación en la ciencia bíblica, sino que más bien ayuda a su progreso en cuanto la protege del error. El espacio para la labor del estudioso es muy amplio en los campos en los cuales la Iglesia no se ha pronunciado definitivamente y su investigación puede contribuir a que la Iglesia pueda pronunciarse con su autoridad. Por otra parte incluso en aquellos puntos en los que hay un juicio definitivo, cabe también un progreso en cuanto siempre se puede proponer una explicación más clara o más ingeniosa (cf. DH 3282). No faltan reglas detalladas sobre la interpretación de los libros sacros. No me detendré en los particulares. Pongo solamente de relieve que se indica, citando a san Agustín, que los escritores sagrados o más bien el Espíritu Santo que ha hablado mediante ellos, no quiso enseñar a los hombres las cuestiones relativas a la constitución de las cosas visibles, ya que estos conocimientos "en nada aprovechan para la salvación" [12]. Fundamental en la interpretación de la Escritura es el sentido literal de la misma, pero a veces éste no es suficiente dada la sublimidad del pensamiento, en estos casos el mismo sentido literal llama en auxilio otros sentidos, que sirven para esclarecer la doctrina o para fortificar los preceptos morales [13].
El valor histórico de la Escritura ha de ser establecido con firmeza, porque a partir de él se puede afirmar con certeza la divinidad de Cristo, su misión, la institución de la Iglesia, el primado de Pedro, etc. [14]. Esta dimensión apologética es por tanto para el papa León XIII de capital importancia.
No es legítimo reducir el ámbito de la inspiración y de la inerrancia de la Escritura a lo que se refiere explícitamente a la fe y las costumbres, dejando de lado todo lo demás. Todos los libros que la Iglesia recibe como sagrados y canónicos, en todas sus partes, "Spiritu Sancto dictante conscripti sunt" (DH 3292), de tal manera que se excluye todo error, ya que Dios, que es la suma verdad, no puede ser autor de ningún error (ib.). En efecto, siguiendo las afirmaciones conciliares que ya conocemos, se repite que los libros del antiguo y del Nuevo Testamento tienen a Dios como autor. El Espíritu Santo se ha servido de hombres como instrumentos, de manera que con una fuerza sobrenatural les movió a escribir y les asistió mientras escribían para que no concibieran en su mente ninguna otra cosa sino lo que él mismo ordenaba y lo expresaran con verdad infalible. De otro modo no sería el autor de las Escrituras. Los Padres han profesado unánimemente «libros eos et integros et per partes a divino aeque esse afflatu. Deumque ipsum, per sacros auctores elocutum, nihil admodum a veritate alienum ponere potuisse» (DH 3293).
Notemos por último que León XIII ha utilizado una frase que ha hecho fortuna: la Sagrada Escritura debe ser como el alma de toda la teología [15]. La repetirá Benedicto XV y luego la constitución Dei Verbum del concilio Vaticano II, como habrá ocasión de indicar.
No entramos en el análisis detallado de las diferentes respuestas que la Pontificia Comisión Bíblica dio entre los años 1903-1915 [16]. Se refieren sustancialmente a la historicidad de la Escritura y a la autenticidad de diferentes escritos bíblicos, es decir, a la real pertenencia a los autores a los que tradicionalmente se atribuyen. Con el pontificado de Benedicto XV termina esta serie de respuestas de la Comisión Bíblica a las diferentes cuestiones históricas que se planeaban. Ciertamente la mentalidad que prevalecía en aquel momento era la apologética. El Papa reafirma la doctrina ya expuesta en el concilio Vaticano I con las mismas palabras allí utilizadas. La Iglesia ha mantenido siempre firmemente que «libros sacros Spiritu sancto inspirante conscriptos Deum habere auctorem atque ut tales ipsi Ecclesiae traditos esse». Por otra parte si es verdad que los libros de la Escritura han sido escritos «Spiritu sancto inspirante vel suggerente vel insinuante vel etiam dictante», como escritos por él mismo, no obstante tampoco hay que dudar de que los autores humanos, cada uno según su naturaleza y su ingenio, han llevado a cabo su obra libremente, con la inspiración divina (cf. DH 3560). Junto al autor divino aparece la importancia del autor humano. La doctrina magisterial sobre la Sagrada Escritura se enriquece notablemente con esta nueva perspectiva. Las consecuencias que de ahí se seguirán para la interpretación de la Escritura serán notables.
Efectivamente se pone de relieve la importancia decisiva del autor humano de la Escritura, que en los textos hasta ahora citados había quedado un tanto en la penumbra. Se progresa lentamente en la conciencia de que no sólo la inspiración es importante en el conocimiento de la que es la Escritura, sino que también se ha de tener presente al autor humano que, inspirado por Dios, ha actuado libremente según su índole y su ingenio propio. En esta misma línea se afirma que hay que considerar la acción de Dios en cada autor sagrado. Se basa el Papa en la doctrina de la inspiración de san Jerónimo, que, según sus palabras, afirma que «Dios, con su gracia, aporta a la mente del escritor luz para proponer a los hombres la verdad en nombre de Dios; mueve además su voluntad y le impele a escribir; finalmente le asiste de manera especial y continua hasta que acaba el libro» (3651). No basta reducir la inerrancia o la exclusión del error al elemento primario o religioso de los libros sacros, como si lo que no pertenece a él hubiera sido escrito simplemente por el autor sagrado, Dios únicamente lo hubiera permitido y lo hubiera dejado a la debilidad del autor humano. Frente a esta opinión mantiene Benedicto XV la idea de León XIII, que decía que era importante lo que Dios había dicho y no sólo el motivo por el que lo había dicho. Si la inspiración se extiende a todos los libros de la Biblia no se puede pensar que haya ningún error en el texto inspirado (cf. DH 3652) [17]. No se puede trasladar por otra parte a los hechos históricos el principio que se aplica a las cosas naturales (in physicis), es decir, que los hagiógrafos han hablado de ellas según lo que aparecía a sus ojos. Los eventos históricos les eran conocidos directamente. Importante tener presente que aparece en esta encíclica la noción de los "géneros literarios" (genera litterarum ) de la que se hará amplio uso en tiempos posteriores, aunque ciertamente en un sentido más positivo que el que aquí se utiliza. Se pretende hallar en la Biblia, afirma Benedicto XV, algunos géneros literarios con los que no puede concordar la íntegra y perfecta verdad de la palabra divina (cf .DH 3654).
La encíclica habla también de las diferentes maneras de aproximación al texto bíblico: la lectura espiritual, la lectura exegética, el ministerio de la palabra. En cuanto al estudio exegético se indica que no se puede oponer la riqueza del sentido espiritual a la "pobreza" del sentido histórico. Es con la base del sentido literal e histórico como se puede acceder al sentido pleno. Una cierta reserva se expresa en relación con el uso de la alegoría, que se va a confirmar en una carta de la Comisión bíblica en 1941, aprobada por el papa Pío XII (DH 3792-3793), que indica que el uso de la alegoría fue un exceso grave de la escuela alejandrina querer encontrar en todas partes un sentido simbólico, «incluso en perjuicio del sentido literal e histórico». Todos los sentidos se fundan sobre el literal, como ya enseñaba santo Tomás. Se citan en el mismo sentido los textos a que ya nos hemos referido de León XIII y de Benedicto XVI. La exégesis científica y la lectura espiritual de la Escritura no pueden contraponerse [18].
La encícilica Divino afflante Spiritu, del año 1943 dio un nuevo impulso al estudio de la Sagrada Escritura de manera que ésta fuera cada vez mejor conocida por todo el pueblo de Dios y para alimentar la vida de los cristianos [19]. En efecto, al final de la misma el Papa alude a los tiempos difíciles de la guerra en que la encíclica fue publicada y se refiere a la palabra de Dios como consolación de los afligidos y camino de la justicia para todos. Pío XII se coloca en la línea de los documentos anteriores al señalar que la primera tarea que se impone al exégeta católico es la de exponer el sentido de los libros sagrados. Por ello su primera preocupación ha de ser la de establecer y exponer el sentido literal de la Escritura, usando del conocimiento de las lenguas, de la comparación con otros pasajes. Pero no se puede olvidar otro elemento que ya ha aparecido diversas veces en nuestra exposición: la custodia y la interpretación de la Sagrada Escritura han sido confiadas a la Iglesia, y por ello han de tener presentes las interpretaciones del magisterio de la Iglesia y los Santos Padres, y la "analogía de la fe", de la cual había ya hablado León XIII [20]. Junto con las cuestiones que atañen a la arqueología, a la historia o a la filología, el exégeta debe también tener en cuenta la teología de los libros sagrados, de manera que los estudios sobre la Escritura ayuden a elevar la mente a Dios. No se puede excluir del estudio de la Sagrada Escritura el sentido "espiritual", ya que las cosas dichas o hechas en el Antiguo Testamento al mismo tiempo prefiguraban de manera espiritual las que iban a realizarse en la Nueva Alianza de la gracia. Por lo tanto, a la vez que se ha de hallar y exponer el sentido literal de las palabras, se ha de hacer lo mismo con el sentido espiritual, pero con una clara advertencia: ha de constar debidamente que éste fue dado por Dios, no se deja esta exposición a la iniciativa de cada uno. Solamente Dios pudo conocer y revelarnos el sentido espiritual. En los evangelios el mismo Salvador nos enseña este sentido, como también los Apóstoles, la doctrina de la Iglesia y el uso de la liturgia. Se debe por tanto proponer este sentido espiritual, pero con atención a no proponer otros sentidos traslaticios (cf. DH 3828). A la clara aceptación y afirmación del sentido espiritual de la Escritura, en particular del Antiguo Testamento, acompaña una invitación a la cautela. Efectivamente, sería fácil el engaño en una cuestión en la que se puede mezclar fácilmente la imaginación personal. La advertencia de la Comisión Bíblica de unos años antes tenía su concreta razón de ser en alguna exageración precisa. Los teólogos y exégetas católicos, e incluso el mismo magisterio, han vuelto a hablar en tiempos posteriores el sentido espiritual de la Escritura e incluso el mismo Magisterio ha hecho uso de la expresión y ha dado claras indicaciones al respecto [21]. El Papa Pío XII señala igualmente que las cuestiones de la inspiración de la Escritura han sido estudiadas por los teólogos católicos últimamente de modo más apropiado y perfecto de lo que se había hecho con anterioridad.
Hemos visto mencionada la noción de los "géneros literarios" en la encíclica Spiritus Paraclitus de Benedicto XV, en una breve alusión que parece tener tintes negativos. Pío XII más de veinte años después, vuelve sobre el tema con mucha más amplitud. Se señala que no hay que descuidar la luz que viene de las investigaciones modernas acerca del hagiógrafo, las condiciones de su vida, para mejor determinar lo que quiso decir (cf. DH 3829). Hace falta que de algún modo el exégeta se remonte en un cierto sentido a aquellos lejanos tiempos para que ayudándose de la arqueología, de la historia, de la etnología y de las otras ciencias discierna los géneros literarios que los autores han empleado. «Los antiguos orientales no siempre empleaban, para expresar sus conceptos, las mismas formas y el mismo estilo que nosotros hoy, sino aquellas que se usaban entre los hombres de su tiempo y de su tierra. Cuáles fueran esas formas, el exégeta no lo puede establecer como de antemano, sino solo por la cuidadosa investigación de las antiguas literaturas de Oriente» (DH 3830). Precisamente para subrayar la necesidad de atender a las circunstancias en que el autor humano de la Sagrada Escritura ha vivido y se ha expresado establece una analogía con el misterio de la encarnación: «De la misma manera que el Verbo sustancial de Dios se ha hecho en todo semejante a los hombres, 'excepto el pecado' (Heb. 4,15), así las palabras de Dios, expresadas en lengua humana, son en todo semejantes al lenguaje humano, exceptuado el error. Se trata de la synkatabasis de la Providencia divina...» [22]. Volveremos a encontrar la idea en la constitución dogmática Dei Verbum del concilio Vaticano II.
El Papa Pío XII no deja de hacer referencia a la dificultad del trabajo exegético y por consiguiente advierte que sería poco prudente por parte de los hijos de la Iglesia rechazar o tener por sospechoso todo lo nuevo que los exégetas pueden proponer. Éstos según el Pontífice gozan de un amplio espacio de libertad: «...de lo mucho que en los libros sagrados, legales, históricos, sapienciales y proféticos son muy pocas las cosas cuyo sentido haya sido declarado por la autoridad de la Iglesia y no son tampoco más aquellas en que unánimemente convienen los Padres. Quedan, pues, muchas y muy graves cosas en cuyo examen y exposición puede y debe ejercitarse libremente el ingenio y la agudeza de los intérpretes católicos...» (DH 3831). La encíclica de Pío XII confirma por tanto cuanto se ha dicho previamente acerca de la autoridad de la Iglesia en la interpretación de las Escrituras y la importancia del consenso de los Padres, pero añade la constatación de hecho de que son relativamente pocos los puntos que los que se ha dado un pronunciamiento de la autoridad o en los que se puede constatar un acuerdo unánime de los Padres. No se quiere frenar la investigación bíblica, sino más bien estimularla para que se desarrolle en libertad. En una continuidad básica los acentos no siempre se colocan de la misma manera. El magisterio de la Iglesia es "vivo", y esto quiere decir entre otras cosas que tiene en cuenta los diferentes momentos y circunstancias en que se ejercita.
El concilio Vaticano II. La constitución dogmática "Dei Verbum"
El concilio Vaticano II ha tratado del valor de la Sagrada Escritura en el contexto de la teología de la revelación. Ha seguido en esto la pauta del concilio Vaticano II en el cap. 2 de la constitución dogmática "Dei Filius" de fide católica, aunque con un desarrollo muchísimo mayor. Me referiré solamente a lo que en la Dei Verbum se dice explícitamente sobre la Sagrada Escritura, teniendo presente por supuesto el contexto, para mantener nuestra exposición en límites razonables.
Tengamos presente ante todo que para el Vaticano II, que sigue la ininterrumpida tradición de la Iglesia, la revelación divina, que tiene una larga historia, encuentra en Cristo su plenitud. En él de manera máxima Dios se manifiesta y se comunica a sí mismo y los eternos decretos de su voluntad para la salvación de los hombres. Presupuestas estas afirmaciones fundamentales se indica que esta revelación ha de transmitirse a los hombres de todas las edades, «lo cual fue realizado fielmente tanto por los apóstoles, que en la predicación oral comunicaron... lo que habían recibido por la palabra, por la convivencia o por las obras de Cristo, o habían aprendido por la inspiración del Espíritu Santo, como por aquellos apóstoles y varones apostólicos que, bajo la inspiración del Espíritu Santo, escribieron el mensaje de la salvación» (DV 7). Esta transmisión empieza con la predicación de los Apóstoles y continúa con sus sucesores que ellos han dejado para que se mantuviera siempre vivo e íntegro el Evangelio. Por tanto, continúa el Concilio, «la predicación apostólica, que se expresa de modo especial en los libros inspirados, debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión continua» (DV 8). No es ahora el caso de entrar en la compleja noción de tradición que el Concilio expone y que se halla en una íntima relación con la Escritura. Surgen de una misma fuente y tiene un mismo fin. «La Sagrada Escritura es la palabra de Dios (locutio Dei) en cuanto se consigna por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo (divino afflante Spiritu). La Sagrada Tradición transmite íntegramente la palabra de Dios confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo a los Apóstoles a los sucesores de éstos, para que, con la luz del Espíritu de la verdad, la guarden fielmente, la expongan y la difundan con su predicación...» (DV 9). Se ha hablado de la Escritura como locutio Dei, y esta expresión se usa solo con referencia a ella. En cambio se habla a continuación de la Escritura y la Tradición como de un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, encomendado a la Iglesia (DV 10). Y a la vez a continuación se habla de la palabra de Dios escrita o transmitida (verbum Dei scriptum vel traditum), cuya interpretación ha sido confiada al Magisterio vivo de la Iglesia. Hay por tanto una noción amplia de palabra de Dios que no se usa solamente para la Escritura, sino que abraza también la Tradición. Pero solamente respecto de la Escritura se dice directamente que es palabra de Dios [23]. Afloran los temas ya conocidos: la Escritura (y la tradición) ha sido confiada a la Iglesia y por consiguiente su interpretación no es un asunto privado; sólo el Magisterio de la Iglesia es intérprete auténtico de la misma. El magisterio no está por encima de la palabra de Dios sino que, con la asistencia del Espíritu Santo, la oye con piedad (pie audit), la custodia santamente (sancte custodit) y la expone con fidelidad (fideliter exponit). Tenemos aquí una indicación clara no solamente de lo que el Magisterio dice acerca de la Sagrada Escritura, sino también de cómo se relaciona respecto a ella. Sólo de este depósito de la fe saca lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer (cf. DV 10). Esta doctrina se encuentra ya explicitada en el Vaticano I (cf. DH 3011). En efecto, esta es la fórmula que se ha usado en los últimos tiempos en las definiciones dogmáticas: la verdad que se propone se presenta efectivamente a la Iglesia como revelada por Dios (cf. p. ej. DH 3903, definición de la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos; ya 3073, definición de la infalibilidad pontificia en el concilio Vaticano I) [24]. La Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia están unidos entre sí de manera que no tienen consistencia cada uno de ellos sin los otros. En esta interacción contribuyen los tres, cada uno a su modo, a la salvación, bajo la acción del Espíritu. Esta unión y articulación de estos tres elementos no es difícil de explicar. La Escritura, que de modo eminente es locutio Dei, palabra de Dios nos llega en la Iglesia en la Tradición que proviene de los apóstoles. Esta Tradición no se transmite en la Iglesia sin la acción de los sucesores de los apóstoles, por consiguiente no sin el Magisterio. Se ha señalado antes que "prelados y fieles", es decir, todo el pueblo santo, colaboran en el ejercicio y en la conservación de la fe recibida (DV 10,1). Sobre la relación del Magisterio a la Escritura y a la Tradición comenta Josef Ratzinger:
Con este presupuesto habrá que alabar por una parte la expresa mención de la función ministerial del Magisterio como por otra la afirmación de que su primer servicio es el escuchar; que siempre está referido a la recepción oyente de las fuentes, depende de la siempre nueva escucha e interrogación de las mismas, para así verdaderamente poder explicarlas y defenderlas. Defenderlas no en el sentido de la protección..., sino en el sentido de la fidelidad, que rechaza el poder extraño y defiende a la vez el señorío de la palabra de Dios contra el Modernismo y el Tradicionalismo. A la vez la contraposición entre la Iglesia que enseña y la Iglesia que escucha se reduce a su justa medida. En último término toda la Iglesia escucha, y a la vez toda la Iglesia participa en la permanencia en la verdadera doctrina [25].
El primado de la Sagrada Escritura como palabra de Dios está por tanto claramente expresado. El Magisterio se entiende a sí mismo al servicio de esta Palabra que la tradición conserva y transmite. Solamente en función de la garantía de la interpretación auténtica de esta palabra transmitida tiene sentido la función magisterial.
Con estos preámbulos, explicados un tanto sumariamente, se pasa a la consideración más explícita de la Sagrada Escritura que es lo que ahora nos interesa en primer lugar. La Iglesia tiene por santos y canónicos todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienes a Dios como autor y como tales han sido entregados a la misma Iglesia. Resuenan aquí sin duda los ecos del texto del Vaticano I al que ya nos hemos referido. Pero a continuación, siguiendo la línea que ya hemos hallado en las últimas encíclicas consideradas, se resalta la importancia del autor humano: «en la redacción de los libros sagrados Dios eligió a hombres de los que se sirvió (adhibuit) en el uso de sus propias facultades y capacidades, de tal manera que, obrando Dios en ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos autores todo y solo lo que Él quería» (DV 11). La importancia del autor humano se pone de relieve. Los hagiógrafos son verdaderos autores de sus escritos, actúan según sus fuerzas y capacidades. Se abandonan las categorías del "instrumento", o del "dictado", aunque sigue quedando claro que la iniciativa es de Dios, ya que, «todo lo que las autores inspirados o hagiógrafos afirman debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo. Por ello los libros de la Escritura enseñan sin error la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación» (ib.) [26].
Solo para nuestra salvación Dios nos ha hablado, «por hombres y en manera humana». Éste es el gran misterio de la Escritura, Palabra de Dios y a la vez palabra humana. De ahí derivan las normas de interpretación de la Escritura que el Concilio propone, siguiendo y profundizando cuanto se había dicho en las precedentes intervenciones pontificias. Buscar qué quisieron decir los hagiógrafos, conocer los géneros literarios, ya que la verdad se propone de modo diverso en los textos históricos, poéticos, proféticos, etc. (cf. DV 12). En este punto se da una notable precisión respecto a las afirmaciones anteriores. Según san Agustín la Escritura ha de ser leída e interpretada con el mismo Espíritu con que se escribió [27]; por ello hay que atender a la unidad de la Escritura y a la Tradición viva de la Iglesia y a la analogía de la fe [28]. El tema es importante para nuestro cometido. La interpretación de una afirmación concreta no puede hacerse sin tener en cuenta el conjunto de la revelación. Una afirmación se entiende así a la luz de las otras. Y con el crecimiento y el progreso de la tradición que tiene su rigen en los apóstoles (cf. DV 8), progresa también la inteligencia de las Escrituras. En este proceso, en el que toda la Iglesia está implicada, ejerce el magisterio una función irremplazable. « [La Tradición] va creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el estudio de los creyentes que las meditan en su corazón (cf. Lc 2,19.51); ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales; ya por el anuncio de aquellos con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad [29]» (DV 8). El magisterio tiene por tanto un papel decisivo en el crecimiento de la inteligencia de la revelación que la predicación apostólica nos ha trasmitido. Esta predicación apostólica se expresa de modo especial en los libros inspirados, «in inspiratis libris speciali modo exprimitur» (DV 8). No es de extrañar por ello que el estudio de la Escritura se vea en relación con el crecimiento en la inteligencia de la revelación, que adquiere su manifestación más alta en los juicios definitivos que la Iglesia en su magisterio debe madurar. Con el estudio de los exégetas debe ir formándose y madurando el juicio de la Iglesia. «Porque todo lo que se refiere a la interpretación de la Sagrada Escritura está sometido en última instancia a la Iglesia que cumple el mandato y el ministerio divino de conservar e interpretar la palabra de Dios (verbi Dei servandi et interpretandi)» (DV 12) [30]. De nuevo aquí la palabra de Dios se refiere explícitamente a la Escritura. Y con claridad todavía mayor nos dice Verbum Domini: «Aunque el Verbo de Dios precede y excede la Sagrada Escritura, con todo ésta, en cuanto inspirada por Dios, contiene la Palabra divina (cf. 2Tm 3,16) 'en modo del todo singular'» (VD 17) [31]. Función del magisterio no es solo interpretarla, sino conservarla. Esta es una acción fundamental del munus docendi, que ha de tener siempre esta palabra como punto de referencia. Un punto de referencia que reenvía siempre a Jesús, en quien la revelación ha alcanzado su plenitud y que es la palabra por excelencia [32]. En efecto, de nuevo, como ya Divino afflante Spiritu, también Dei Verbum habla de la condescendencia de la sabiduría divina, para que conozcamos la benignidad de Dios. «Porque las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas, se han hecho semejantes al lenguaje humano, como en otro tiempo, el Verbo del Padre eterno, tomando la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13). Esta analogía con la encarnación usada ya por Pío XII, fue recogida de nuevo en el discurso de Juan Pablo II a la Pontificia Comisión Bíblica del año 1993, precisamente para celebrar el 50 aniversario de este último documento [33].
Siguiendo esta misma analogía de la encarnación, y ampliándola a su vez a la Eucaristía, - una analogía que no se podría reducir a una total equiparación - indica el Concilio Vaticano II que la Iglesia distribuye a los fieles el pan de la vida de la palabra de Dios y del cuerpo de Cristo, sobre todo en la liturgia [34]. Las Sagradas Escrituras, inspiradas por Dios y escritas de una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra del mismo Dios y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los profetas y de los apóstoles. Por ello toda la predicación se debe regir por ella. Evidentemente algo semejante se puede decir respecto del Magisterio: también este, como la predicación, debe hacer resonar la voz del Espíritu, aunque aquí este aspecto no se mencione explícitamente. En este contexto es de decisiva importancia la recomendación que la misma constitución hace acerca del uso de la Escritura en la teología: «Las Sagradas Escrituras contienen la palabra de Dios, y, por ser inspiradas, son en verdad la palabra de Dios (vere Dei verbum sunt); por consiguiente el estudio de la Sagrada Escritura ha de ser como el alma de la sagrada teología» (DV 24) [35]. No se dice que la Sagrada Escritura deba ser el alma del Magisterio. Pero tenemos elementos para descubrir en este sentido alguna analogía con lo que se dice respecto de la teología: en efecto, el Magisterio y la teología tienen en la Iglesia funciones diversas y bien delimitadas. Pero a la vez hay entre ellos notables analogías. La Comisión Teológica Internacional señaló ya en 1975, junto a las evidentes diferencias, algunos elementos comunes [36]. Así, ambos tienen en común la tarea de conservar el depósito sagrado de la revelación, penetrarlo más profundamente, exponerlo, enseñarlo, defenderlo. Este servicio implica, ante todo, salvaguardar la certeza de la fe. Por otro lado teología y magisterio están al servicio de la Palabra de Dios; así se indica siguiendo las enseñanzas del concilio Vaticano II. Señala también la Comisión Teológica que el Magisterio y la teología deben atender al sentido de la fe, que posee todo el pueblo de Dios, en la concordia entre los pastores y los fieles. Es evidente el reclamo al concilio Vaticano II, Lumen Gentium,12: «La universalidad de los fieles que tiene la unción del Santo (cf. Jn 2,20.27) no puede fallar en su creencia, y manifiesta esta peculiar propiedad suya mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando 'desde los obispos hasta los últimos fieles laicos' [37] muestra el asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres. Con este sentido de la fe, que el Espíritu Santo mueve y sostiene, el pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio, al que sigue fielmente, recibe no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios...». Igualmente la atención a la Tradición es necesaria, puesto que «ni el magisterio ni la teología tienen derecho a desatender las huellas que la fe ha dejado en la historia de la salvación del pueblo de Dios» [38].
Establecidos estos elementos comunes del Magisterio y la Teología se podría por tanto de alguna manera hablar de la Sagrada Escritura como "alma del Magisterio", analógicamente. Y si tenemos presente los principales momentos de la historia nos damos cuenta de que esto con frecuencia ha sido así. Nos hemos referido ya a los primeros concilios. Lo mismo podemos decir de muchos de los grandes documentos del magisterio en todos los momentos de la historia. Pienso por ejemplo en uno de los grandes documentos del concilio de Trento, su decreto sobre la justificación (cf. DH 1520-1583). Es evidente que, muchas veces, por la preocupación de una precisión doctrinal y conceptual en las formulaciones dogmáticas esta inspiración bíblica no parece tan evidente. Pero esto no quiere decir que esté ausente. Ciertamente encontramos esta inspiración bíblica bien clara y manifiesta en las últimas intervenciones magisteriales importantes, sobre todo a partir del concilio Vaticano II.
El Magisterio no se sobrepone nunca a la palabra de Dios que tiene la función de interpretar para el bien de toda la Iglesia, ni quiere tampoco sustituirla. No dejan de ser elocuentes las palabras con que se concluye la constitución dogmática Dei Verbum (n. 26): «Así, pues, con la lectura y el estudio de los Libros Sagrados la palabra de Dios se difunda y resplandezca (2 Tes 3,1), y el tesoro de la revelación confiado a la Iglesia llene más y más los corazones de los hombres. Como la vida de la Iglesia recibe su incremento de la asidua frecuentación del misterio eucarístico, así es de esperar un nuevo impulso de la vida espiritual de la acrecida veneración de la palabra de Dios que permanece para siempre (Is 40,8; cf. 1 Pe 1,23-25)». La necesaria interacción de Escritura y Magisterio no cuestiona en ningún modo el primado de la primera. Este primado aparece con toda claridad en la liturgia de la Iglesia. El valor que la Iglesia atribuye a la Escritura y su importancia en la vida de la Iglesia se encuentra resumido en Verbum Domini 7, que después de haber explicado los diversos sentidos de la expresión "palabra de Dios", comenzando por el primero y principal, el cristológico, añade: «Todo esto nos hace comprender por qué en la Iglesia veneramos en gran manera las Sagradas Escrituras, aunque la fe cristiana no es una "religión del libro". El cristianismo es la "religión de la palabra de Dios", no de "una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y viviente" (San Bernardo). Por tanto la Escritura ha de ser proclamada, escuchada, leída, acogida y vivida como Palabra de Dios siguiendo la Tradición apostólica de la cual es inseparable». En relación con la Palabra de Dios por antonomasia que es Jesucristo adquiere la Sagrada Escritura todo su valor. Como dice san Jerónimo, la ignorancia de las Escrituras es la ignorancia de Cristo [39]. De ahí que el Magisterio de la Iglesia, cuya autoridad deriva de la que Cristo mismo dio a sus apóstoles, tenga como misión fundamental en la fidelidad a Cristo la fidelidad a la Escritura que da testimonio de él, para el bien de toda la Iglesia.
La extensión de la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini a la que ya en diversas ocasiones nos hemos referido hace imposible un resumen, ni siquiera sumario, de la misma. Ponemos de relieve que se coloca en la línea de los documentos anteriores, subrayando de modo especial el sentido cristológico de la palabra de Dios. Jesucristo, culmen de la revelación, es la palabra por excelencia. A partir del evento de la encarnación tiene sentido hablar de la palabra de Dios que es a la vez palabra humana en la Sagrada Escritura [40]. Se insiste igualmente en la hermenéutica de la Sagrada Escritura que se ha de hacer ante todo en la vida de la Iglesia [41]. Vuelve también Benedicto XVI sobre los diferentes sentidos de la Escritura, y de la articulación necesaria entre el sentido literal y el sentido espiritual del texto; este último es el sentido de los textos bíblicos cuando son leídos bajo el influjo del Espíritu Santo en el contexto del misterio pascual de Cristo y de la vida nueva que de él surge [42]. En esta misma línea se trata de la relación entre Antiguo y Nuevo Testamento; ésta es la del cumplimiento del Antiguo en la muerte y resurrección de Cristo, según un triple movimiento: la continuidad, la ruptura y la superación. El Antiguo Testamento conserva siempre en sí mismo su propio valor como revelación, ya que el Nuevo lo reconoce como Palabra de Dios. La Iglesia ha debido oponerse siempre al "marcionismo recurrente". Pero por otra parte la lectura cristológica es originalmente cristiana: en las obras del Antiguo Testamento se descubren prefiguraciones de cuanto Dios ha cumplido en el Hijo encarnado (tipología) [43]. La relación entre ambos testamentos se expresa en la famosa frase de san Agustín que ya se encuentra citada en la constitución dogmática Dei Verbum : el Nuevo Testamento está oculto en el Antiguo, y el Antiguo se encuentra manifestado en el Nuevo [44].
La unidad de la Escritura y el Magisterio de la Iglesia
Cualquier intervención magisterial, y en particular las definiciones dogmáticas, deben referirse a la revelación divina, y, en concreto, como ya hemos tenido ocasión de notar, esto ha sido tenido presente en las últimas intervenciones solemnes y en la reflexión que el magisterio ha hecho sobre sí mismo. Ha surgido el problema de si las formulaciones dogmáticas, que quieren regular el común lenguaje de la fe y señalar los límites de la unidad de la Iglesia, a la vez que trazan la línea para no apartarse de ella, no serían algo opuesto al Nuevo Testamento. En efecto, en este se hallaría una pluralidad de concepciones teológicas que pueden parecer no responder a la exigencia de unidad que el magisterio de la Iglesia presupone. Pero se ha de tener siempre presente que la diversidad de concepciones, evidente por otra parte, que hallamos en el Nuevo Testamento, contienen un vínculo fundamental de unidad, que está en la base de la formación del canon, este vínculo es simplemente la persona misma de Jesús. Él es el objeto de la fe y del anuncio en todos los libros del Nuevo Testamento. En realidad la exigencia de la unidad de los que creen en Cristo se repite muy frecuentemente en el Nuevo Testamento, en escritos de diversas características (cf. Jn 10,16; 17,21-23; 1 Cor 1,12-13; 12, 12-13; Gál 3,28; Ef 4,3-6). Esta exigencia de unidad a la que la Iglesia ha tratado de responder no significa eliminar todas las distinciones y los matices. Lo prueba el hecho de que no tuvo éxito el intento de agrupar en uno los cuatro evangelios (Diatessaron). Pero esto no quita que la necesidad de la unidad no haya sido vista como una consecuencia lógica del mensaje neotestamentario. La misma denominación "las Escrituras" más frecuente en el Nuevo Testamento que el singular "Escritura " (que también aparece, cf. Jn 10,35; Rom 4,3; 1 Pe 2,6) muestra que es el mismo Cristo el que las refiere a la única Palabra [45]. Cuando el Magisterio se preocupa de asegurar la unidad de la fe, especialmente cuando lo hace mediante las "definiciones" dogmáticas no se coloca al margen de la tendencia neotestamentaria y de la exigencia que de ella brota. Las declaraciones magisteriales son una interpretación de la Escritura a partir de la analogía de la fe y no la simple repetición de una u otra de sus formulaciones. El dogma «es el resultado de una escucha histórica de la Escritura: representa un punto de convergencia de diversos testimonios escriturísticos» [46].
El Magisterio de la Iglesia no constituye un principio de unidad independiente de la Escritura. La misma fidelidad a esta última, como quedó ya claro a partir de las controversias cristológicas y trinitarias de los siglos IV y V, no puede reducirse a una repetición literal de las fórmulas que en ella se encuentran. El Magisterio, en sus formulaciones dogmáticas, refleja la unidad de la Escritura, la unidad de la fe, concentra en una expresión o en una fórmula lo que se halla disperso en formulaciones diversas del Nuevo Testamento. Por esto estas fórmulas son vinculantes para nosotros, para el mantenimiento de aquella unidad en la fe que el Nuevo Testamento nos exige. Es esta conciencia de la fidelidad a la verdad revelada la que ha dado lugar al desarrollo de la teología del concilio o del primado del obispo de Roma. Las intervenciones del Magisterio representan un paso más en el proceso de reflexión sobre la fe que ya empezó antes del Nuevo Testamento tal como lo conocemos, y que prosiguió después pero ya con un punto de referencia claro en este último. Este proceso de reflexión aparece "normado" por el Nuevo Testamento, sólo en él puede fundarse la "regula fidei", la regla de la fe que ha dado origen a nuestro Credo. El Nuevo Testamento, en su variedad y en la diversidad de sus escritos, encuentra su unidad en el testimonio de Cristo. Pero es la misma verdad de la Escritura la que queda comprometida cuando a partir de sus formulaciones literales no es posible resolver un problema que se ha planteado en un contexto y en una situación cultural que no responde ya a las circunstancias en las que el Nuevo Testamento ha aparecido. La intervención magisterial en este caso garantiza la recta inteligencia de la Escritura y la unidad de la fe que la misma Escritura exige. De todas maneras, lo hemos indicado ya, el Magisterio nos señala el recto camino para la interpretación de la Sagrada Escritura, pero no puede ni quiere ocupar nunca su lugar. En aquélla y no en éste tenemos el testimonio original de la revelación de Cristo. El Magisterio nos remite siempre a la Escritura y de ella y de la tradición viva de la Iglesia que nos la ha trasmitido ha sacado los contenidos esenciales de su enseñanza.
La acción del Espíritu en la interpretación de la Escritura.
Hemos aludido ya a la enseñanza de san Agustín, recogida por Dei Verbum, según la cual la Escritura ha de ser leída e interpretada según el mismo Espíritu con el que se escribió. El texto es eco, sin duda, de cuanto encontramos en la segunda carta de Pedro: «Tened presente que ninguna profecía de la Escritura puede ser interpretada por cuenta propia; porque nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios» ( 2 Pe 1,20-21). Si el Espíritu Santo ha inspirado a los autores sagrados, se nos enseña, la interpretación de estos textos no es cosa privada. No se nos dice de manera explícita a quién corresponde la interpretación. Pero la mención del Espíritu Santo nos ayuda a responder la cuestión en un sentido eclesiológico. La relación del Espíritu Santo y Iglesia es evidente en la Escritura y en toda la tradición. Ciertamente la Iglesia no tiene ningún tipo de dominio sobre el Espíritu, que es Señor (cf. 2 Cor 3,17), que sopla siempre donde quiere y escapa a todo control humano (cf. Jn 3,8). Pero ella es sin duda el lugar privilegiado, aunque ciertamente no exclusivo, de su acción [47]. En la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, el Espíritu Santo suscita los diferentes carismas y dones para la utilidad de todos (cf. 1 Cor 12,4-11). San Ireneo indica con claridad esta relación del Espíritu Santo y la Iglesia:
Este es el don confiado a la Iglesia, como el aliento de Dios a su criatura, que le inspiró para que tuviesen vida todos los miembros que lo recibiesen. En éste te halla el don de Cristo la comunicación de Cristo, es decir, el Espíritu Santo, prenda de incorrupción, confirmación de nuestra fe y escalera para subir a Dios. en efecto, «en la Iglesia Dios puso apóstoles, profetas y maestros» (1 Cor 12,28), y todos los otros efectos del Espíritu. De éste no participan quienes no se unen a la Iglesia, sino que se privan a sí mismos de la vida por su mala doctrina y su pésima conducta. Pues donde está la Iglesia ahí se encuentra el Espíritu de Dios y donde está el Espíritu de Dios ahí está la Iglesia y toda gracia. Porque el Espíritu es la verdad. Por tanto los que no participan de él no reciben del pecho de su madre el alimento de la vida, no reciben nada de la fuente más pura que brota del cuerpo de Cristo [48].
Si el Espíritu actúa preferentemente en la Iglesia y a ésta ha sido confiadas las Escrituras inspiradas por el Espíritu, se entiende sin dificultad que sólo en el Espíritu puede ser comprendida y acogida la Palabra de Dios que hallamos en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: «Como la Palabra de Dios viene a nosotros en el cuerpo de Cristo, en el cuerpo eucarístico y en el cuerpo de las Escrituras mediante la acción del Espíritu Santo, así esta Palabra puede ser solamente acogida y comprendida sólo gracias al mismo Espíritu» [49]. Es el Espíritu Santo el que anima la vida de la Iglesia y por tanto la hace capaz de interpretar y entender la Escritura [50]. La Escritura no puede ser leída y comprendida "en la Iglesia", por la acción del Espíritu, sin tener presente la función de aquellos a quienes el mismo Espíritu Santo ha puesto como vigilantes para pastorearla (cf. Hch 20,28). Toda lectura de la Biblia en la Iglesia, como toda labor teológica presupone que Dios ha hablado, que su palabra encuentra el cauce de transmisión cuando es leída o celebrada, y que hay órganos de interpretación auténtica y actualizadora de ella [51].

Conclusión

Las relaciones entre la Sagrada Escritura y el Magisterio eclesial son ciertamente complejas. Por una parte el primado de la Palabra de Dios ha de ser siempre claramente afirmado. Por otro se ha de afirmar también que la Escritura no puede verse nunca separada de la vida misma de la Iglesia que le ha dado origen y que asistida por el Espíritu ha determinado con decisiones solemnes, fundadas en una larga tradición, qué libros se han de considerar inspirados por el Espíritu Santo y entran por tanto en el canon de las Escrituras. La Iglesia es el único ámbito adecuado para la interpretación de la Escritura como palabra actual de Dios [52] porque es el ámbito privilegiado de la acción del Espíritu. En este ámbito se coloca la función propia del Magisterio que a la escucha de la Palabra saca lo que debe proponer a todos los fieles como verdad revelada. No podemos habar de Escritura sin la Tradición viva de la Iglesia que nos la propone como tal y sin el Magisterio que con su autoridad ha determinado sus precisos límites y juzga sobre su interpretación. Por otro lado la misma tradición de la Iglesia y su Magisterio vivo nos indican el primado de la Sagrada Escritura, Palabra de Dios en un sentido del todo singular, como aparece ante todo en la liturgia de la Iglesia. El principio lex orandi, lex credendi, se aplica también aquí y nos muestra el lugar privilegiado que la Escritura tiene en la vida de la Iglesia y por tanto debe tener en la vida de todo fiel cristiano.

[1] Cf. Didaché, 4,13; Ep. Ps. Bernabé, 19,2.11.
[2] Cf. Th. Söding, Neues Testament, LThK3, del mismo, Kanon, ib.
[3] Cf. DH 179s; 186; 213.
[4] Es evidente que esta palabra se entiende en un sentido lato. Toda la predicación de Jesús y de los apóstoles es "evangelio", buena noticia".
[5] Usado por vez primera al parecer a finales del s. XVIII la palabra entra por vez primera en un documento oficial. Cf. B. Sesboué (dir.), Histoire des dogmes, IV, 217-218.
[6] Cf. DH 3996, cita literal del Concilio de Trento.
[7] Cf. S. Pié-Ninot, La teología fundamental, Salamanca 2001, 247-248.
[8] Cf. DH 3034. Ya antes DH 3009.
[9] Cf. ASS 26 (1893/94) 269. Pío XII, Divino afflante Spiritu II; AAS 35 (1943) 308, recogerá de nuevo la idea.
[10] Repetido a continuación, cf. DH 3284. La autoridad de los otros intérpretes católicos es menor, pero también a sus comentarios se ha de atribuir el honor que les compete, DH 3285.
[11] Cf. B. Sesboüé (dir.), Histoire des Dogmes IV, Paris 1996, 356.
[12] Cf. DH 3288, "nulli saluti profutura", cita de S. Agustín, De Gen. ad lit. II 9,20.
[13] Cf. B. Sesboué, o.c., 355.
[14] Cf. Providentissimus : ASS 26 (1893/94) 284
[15] Cf. ib. 283
[16] Cf. DH 3372; 3373; 3394-3387; 3505-3509; 3398-3400; 3505-3509; 3512-3519; 3521-3528; 3561-3567; 3568-3578; 3581-3590; 3591-3593; 3628-3630.
[17] Cf. León XIII, Providentissimus (cf. DH 3291).
[18] Cf. AAS 12 (1920),
[19] Dejamos de lado en nuestra exposición, como también hemos hecho en relación con otros documentos anteriores las declaraciones sobre la autoridad de la Vulgata.
[20] Cf. Providentissimus ASS 26 (1893/94) 281: « In ceteris analogia fidei sequenda est, et doctrina catholica, qualis ex auctoritate Ecclesiae accepta, tamquam summa norma est adhibenda».
[21] Cf. por ejemplo cuanto dice la Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (año 1993). II B 2. el párrafo se titula precisamente "Sentido espiritual". Y recientemente Benedicto XVI, Verbum Domini, 37. Siguiendo el texto citado de la Pontificia Comisión Bíblica el sentido espiritual se define como aquel «sentido expresado por los textos bíblicos cuando son leídos bajo el influjo del Espíritu Santo en el contexto del misterio pascual de Cristo y de la vida nueva que de él resulta». Cf. ib. 38. También el CEC, 118.
[22] Cf. AAS 35 (1943) 316.
[23] J. Ratzinger, LThK II, 525: «Kehren wir zu unserem Text zurück, so werden wir feststellen, dass im Anschluss an die Betonung der Einheit von Schrift und Überlieferung eine Art Definition der beiden Grössen versucht wird. Dabei ist wichtig, dass nur über die Schrift eine eigentliche „Ist" -Definition gegeben wird: Von ihr wird gesagt, dass sie schriftlich festgehaltenes Sprechen Gottes ist. Die Tradition wird dagegen nur funktional beschrieben, von dem her, was sie tut: Sie vermittelt Wort Gottes, „ist" es aber nicht. Kommt schon auf diese Weise der Vorrang der Schrift deutlich zum Vorschein, so zeigt er sich noch einmal bei der näheren Charakterisierung des Vorgangs der Überlieferung, deren Auftrag das „Bewahren. Auslegen und Verbreiten" ist; sie ist nicht „produktiv" sondern konservativ, dienend, einem Vorgegebenen zugeordnet».
[24] Sobre la cuestión en los recientes documentos magisteriales, cf. Luis F. Ladaria, Ad tuendam fidem. Consideraciones teológicas, Madrid 2009.
[25] J. Ratzinger, LThK II, 527-528,
[26] A. Grillmeier, LThK II, 554: "Sinn der Inerranz der Schrift ist es, besondere Garantie des Verbleibens und Wirksamwerdens der Heilswahrheit Gottes unter den Menschen zu sein".
[27] Cf. De doctrina christiana III 18,26; cit. en Dei Verbum 12.
[28] El tema ha aparecido en diversas ocasiones, ya desde León XIII. Sin duda tiene que ver con el nexus mysteriorum de que ya hablaba el concilio Vaticano I (cf. DH 3016).
[29] La expresión, como es bien sabido, se remonta a san Ireneo, Adv. Haer. IV 26,2, aunque aquí el concilio no lo cita. «...los cuales, por la sucesión en el episcopado, recibieron el carisma seguro de la verdad» (trad. de A. Orbe). La idea, con explícita referencia al concilio Vaticano II, se encuentra de nuevo en Verbum Domini, 17.
[30] En nota se remite al concilio Vaticano I, const. Dei Filius de fide catholica, c. 2, « De revelatione » (cf. DH 3007).
[31] Y a continuación se nos dice: «De esto se deduce cómo sea importante que el pueblo de Dios sea educado y formado en modo claro a acercarse a las Sagradas Escrituras en relación con la viva Tradición de la Iglesia, reconociendo en ellas la palabra misma de Dios».
[32] Verbum Domini, 7, que habla del uso análogo de la expresión "palabra de Dios".
[33] Ib. 6-7.
[34] De nuevo Verbum Domini 16 insiste en la triple analogía: «La palabra de Dios viene a nosotros en el cuerpo de Cristo, en el cuerpo eucarístico y en el cuerpo de las Escrituras mediante la acción del Espíritu Santo».
[35] El Concilio Vaticano II ha usado otra vez la misma expresión, Optatam totius 16. Ya sabemos que la expresión viene de León XIII, Providentissimus, y la repitió Benedicto XV, Spiritus Paraclitus. La recoge de nuevo Verbum Domini,31, con explícita referencia a las afirmaciones anteriores; cf. también ib. 47.
[36] En el documento Magisterio y teología; cf. Documentos 1969-1996, Madrid 1998, 127-136. A este documento me refiero a continuación.
[37] S. Agustín, De praed. sanct. 14,27.
[38] Cf. Magisterio y teología (p. 129).
[39] Comm. in Is. Prol, 1.
[40] Cf. Verbum Domini 7. Cf. también los nn. siguientes que hablan de las diversas dimensiones de la Palabra de Dios.
[41] Cf. ib. 29.
[42] Cf. ib. 27; ib. 38, el paso de la letra al espíritu no es automático, hace falta que se trascienda la letra misma, la palabra de Dios no está presente en la pura literalidad, hace falta un proceso de comprensión que se deja guiar por el movimiento interior.
[43] Cf. ib. 41.
[44] Cf. S. Agustín, Quest. in Hept. 2,73, cit en Verbum Domini 41; Dei Verbum 16.
[45] Cf. Verbum Domini 39.
[46] W. Kasper, Dogma unter dem Wort Gottes, Mainz 1965, 105.
[47] Cf. Juan Pablo II, enc. Redemptoris missio 29: «La acción universal del Espíritu no se ha de separar de la acción peculiar que lleva a cabo en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia... Cualquier presencia del Espíritu ha de ser acogida con estima y gratitud, pero discernirla corresponde a la Iglesia, a la cual Cristo ha dado su Espíritu para guiarla a la verdad toda entera».
[48] Ireneo de Lión, Adv. Haer. III 24,1 (SCh 211,474).
[49] Verbum Domini, 16. Cf. todo el resto de este número en el que se citan diversos testimonios de Santos Padres y autores medievales sobre la función del Espíritu en la relación que el creyente debe tener con las Escrituras.
[50] Ib. 29.
[51] Cf. O. González de Cardedal, La teología en España (1959-2009), 496.
[52] Cf. Verbum Domini 33.
el 8-2-2011