lunes, 26 de abril de 2010

¡PRESIDENTE, VUELVA AL CABILDO!

Por Monseñor Ovidio Pérez Morales

La interpelación a Emparan

El 19 de abril de 1810, cuyo bicentenario acabamos de conmemorar, Francisco Salias, interpretando la voluntad popular, conminó al Capitán General Vicente Emparan a volver al Cabildo, máximo cuerpo representativo de la ciudadanía en ese momento. El Ayuntamiento había sido convocado para resolver la confusa situación nacional, a raíz de la crisis de poder originada en España por la intervención napoleónica. Emparan había sido invitado a la reunión capitular y conocía la finalidad de la misma; pero quiso evadir una decisión y por ello se dirigió a la Catedral para asistir a la celebración litúrgica del Jueves Santo.
El Ayuntamiento, además de sus miembros, congregaba en esos momentos a diputados, delegados, de diversos sectores de la ciudadanía, acompañados por una creciente aglomeración popular. Se tenía así una asamblea, la cual, en esa circunstancia, debía abordar la suerte política de Caracas y Venezuela, y, como se percibía en el ambiente, decidir sobre su identidad y futuro como pueblo soberano.
El volver al Cabildo, por parte del Capitán General, significaba enfrentar con realismo la desafiante situación, y responder, con receptividad y lucidez, a las profundas e ineludibles aspiraciones de libertad y autonomía de la Provincia de Caracas y de gran parte de la Nación. El margen de maniobra de Emparan era estrecho, pero su mejor opción no consistía en eludir responsabilidades, sino en enfrentar la crisis y favorecer una salida, la menos traumática posible para todos.
El Cabildo estaba consciente de que la agenda de ese día no la ocupaban intereses simplemente de un estrato determinado de la población o problemas sólo sectoriales por grande que fuesen. Lo que estaba sobre el tapete era cómo recoger, dándoles forma institucional, los anhelos y propósitos autonómicos de un vasto conjunto humano, que el Acta de la Independencia denominaría, al año siguiente, como “la Confederación americana de Venezuela en el continente meridional”. El cuerpo capitular reflejaba y representaba, con acierto y limitaciones, un sentimiento unitario nacional. Se estaba en una etapa germinal y este sentimiento debía traducirse ulteriormente en estructuras socio-económicas, políticas y culturales coherentes con una verdadera unidad. En ese momento, en efecto, persistían discriminaciones y exclusiones, no sólo de hecho, sino también de derecho (afirmación que, a doscientos años de distancia podemos repetir con humildad y reconociendo pecados actuales).
A propósito de estos hechos es oportuno traer aquí a colación lo expresado por la Conferencia Episcopal Venezolana en su reciente carta pastoral sobre el Bicentenario: “…entre el 19 de Abril de 1810 y el 5 de Julio de 1811, los fundadores de la Patria tomaron la difícil decisión de formar la República de Venezuela y proclamaron un hermoso sueño nacional, conscientes de la grandeza del mismo, del sacrificio que implicaba, así como de las limitaciones para llevarlo a cabo”. (No.4).
“Tanto el 19 de Abril como el 5 de Julio—señala este documento—fueron dos acontecimientos en los que brilló la civilidad. La autoridad de la inteligencia, el diálogo, la firmeza y el coraje no tuvieron que recurrir al poder de las armas o a la fuerza y a la violencia. La sensatez en el intercambio de ideas y propuestas respetó a los disidentes y propició el anhelo común de libertad, igualdad y fraternidad”. (No.5). Más allá de la ambivalencia de aquellos acontecimientos, y posteriores procesos, el gran resultado tangible fue nuestro nacimiento como país independiente y la voluntad “…de lograr formas de convivencia y libertad para toda persona sin exclusión… aspiración primordial, pero imperfecta”. (No.9).

Doscientos años después

En verdad, la Venezuela que conmemora su Bicentenario reconoce los límites de aquel sueño y esa aspiración, pues si “de derecho todos estaban incluidos en la esperanza y en la bendición de Dios, invocada para… una forma de convivencia que… fuera ámbito de vida, de libertad y de dignidad para todos, de hecho… la gran mayoría de los sectores populares quedó excluida”(id.), pero, además, tras comenzar en 1998 “…un proyecto… de “refundar” la República… (cuya) ambición no sólo toca el tejido material y organizativo… sino también y, sobre todo, afecta el fondo íntimo, espiritual, del alma nacional” (id. 20), la Patria es hoy, en primera instancia, un país desgarrado, que se desangra e involuciona. Decir esto no significa en modo alguno ser “profeta de lamentaciones y desgracias” e ignorar la positividad tanto del existir mismo de la comunidad nacional en cuanto crisol de razas y pueblos, como de los valores y logros que registra el haber de su peregrinaje. Significa, sí, rememorar responsablemente, dar un aldabonazo a la conciencia de todos mis hermanos para un “despierta y reacciona”, ante la grave crisis que nos amenaza e interpela.

Sin pretender, obviamente, ser exhaustivo, expongo algunos elementos sobresalientes de esa crisis:

1. Venezuela, en efecto, ya no es una como sueño ni una como experiencia de convivencia. Por motivos ideológico-políticos se la ha dividido artificialmente, Por lo menos a la mitad se la califica de apátrida y hasta de antipatriótica, decretándosela excluida del goce pleno de los derechos ciudadanos. ¿Cómo se va a celebrar festivamente, en democracia, el cumpleaños de una República cuya unidad se niega? Ya no se la considera la casa común que soñaron los fundadores, amplia, acogedora, tolerante, pacífica, fraterna, sino el recinto cerrado, exclusivo, único, de una secta maniquea. No ya la gran familia sino un ámbito inclemente de rechazos, y de apartheid superado en otras latitudes. ¡Los Derechos Humanos no son ya de todos los humanos!

2. Venezuela tampoco es ya plural. No se quiere que sea el hogar de un pueblo variado, multicolor, multicultural, donde los diferentes y también los díscolos tienen su lugar. A pesar de que en el Referéndum de 2007 se dijo “no” a la propuesta de convertir la República en un “Estado Socialista”, porque contradice a “la Constitución, y a una recta concepción de la persona y del Estado”—Conferencia Episcopal Venezolana, 19 de octubre de 2007—, se persiste, desde el Poder, en la desobediencia manifiesta al mandato referendario y en la imposición, mediante hechos y “leyes”, de un tal sistema. La Constitución, en efecto, está siendo violada; más aún, no se oculta su interpretación y utilización como simple función del proyecto “socialista”, distorsionándola radicalmente. Está así en juego, obviamente, la legalidad del régimen. El proceso de dependencia de los poderes de uno solo, de estatización global, de centralismo nominalmente comunitario, de hegemonía masificante, acelera su marcha en los distintos campos de lo económico, lo político y lo ético-cultural. La democracia es, por el momento, soportada, pero está acosada, paulatinamente, por un voluntarismo “revolucionario” de vocación autocrática y “mesiánica”, y de desconocimiento o desvirtuación del derecho del hombre.

3. Venezuela ya no es ámbito de vida. Somos un país en monstruosa hemorragia culpable. Ocupamos lugar destacado en el mundo en materia de violencia y criminalidad. Nuestras calles son escenario de incontrolada delincuencia e impunidad; nuestras morgues, abarrotados lugares de doloroso compartir; nuestros juzgados y tribunales, recintos de injusticia por corrupción de venalidad o politización; nuestras cárceles recintos de inhumanidad, antítesis de reeducación, antesalas de muerte. Todo esto no era totalmente inédito, pero se ha exacerbado exponencialmente, al tiempo que el gobierno, de palabra y obra, siembra violencia cuando descalifica, injuria, amenaza y discrimina; cuando exhibe y acrecienta su arsenal bélico, radicaliza la militarización de la población y acentúa la represión de la disidencia. El lema “Patria, socialismo o muerte” es la correspondiente consigna militarista necrófila, de trágicas memorias históricas. No faltan quienes ante la galopante e irrefrenada inseguridad se plantean el interrogante de si ella no correspondería a una política de Estado, tendiente a que muerte y miedo conduzcan a una parálisis que facilitaría la sumisión de la ciudadanía.

4. Venezuela ya no es una nación en “vías de desarrollo. Tenemos un petrocapitalismo de Estado, con liberalidades selectivas hacia afuera y populismo dentro. Motivos ideológico-políticos y el afianzamiento del poder privan sobre las verdaderas necesidades y aspiraciones de la población. Todo ello, unido a una ineficaz, ineficiente y dolosa gestión, está llevando a la caída de la producción nacional, del abastecimiento y del consumo, agravada por crisis inéditas previsibles en los servicios eléctrico e hídrico, configurando un cuadro de carencias y dependencia, objetivamente funcional también al “Proyecto” de concentración y control.

5. Venezuela ya no es respetada en su alma e identidad. La subjetividad y centralidad, la moralidad y espiritualidad de la persona humana se diluyen, para privilegiar la base material productiva y lo simplemente colectivo-estructural, literalmente “alienantes”. Se habla de refundar el país. ¿Sobre qué valores? El “socialismo del siglo XXI” (de creciente referencia marxista-leninista y con confeso modelo castro-comunista) se erige como fin y criterio supremos; se absolutiza y sacraliza la “Revolución”, hecha régimen establecido, convirtiéndola en norma definitiva de lo verdadero y lo bueno. Y todo esto tiende a personificarse en el líder máximo, inobjetable, inapelable, insustituible, omnipotente. En este marco se reformulan los símbolos, se rehace la memoria histórica y se decreta alianzas o mancomunidades con otros Estados, al margen de sentimientos nacionales y populares; se monopoliza la comunicación social, se reestructura la educación, la mentira se hace anti-cultura, se redefine el arte, se instrumentaliza lo religioso.

Volver al Cabildo

A partir de esta celebración del Bicentenario del 19 de abril, considero, pues, un urgente deber de conciencia, como ciudadano, creyente y obispo, retomar la interpelación de Francisco Salias e instar al comandante Hugo Chávez Frías: ¡Ciudadano Presidente, “vuelva usted al Cabildo”!
Le hago este llamado, con el debido respeto a la investidura y a la función, pero también con la claridad y la sinceridad que me exige, desde mi fidelidad a Dios y a mi conciencia, el servicio a Venezuela. Lo hago con esperanza creyente, sabiendo que Dios nos ama a todos, sin excepción, y nos ayuda en cualquier circunstancia a rehacer caminos para el mayor bien de nuestro prójimo. Lo hago también sin juzgar intenciones—cosa que sólo a Dios corresponde—ni considerarme sin responsabilidad respecto de los males que sufre el país. Lo hago, finalmente, sin pretender infalibilidad en mis apreciaciones. Sólo quiero y debo servir.
¿Qué significa hoy “volver al Cabildo”? Ante todo, no se trata de una vuelta “mecánica o anacrónica” a formas u organismos desaparecidos o históricamente datados, sino fidelidad creadora, memoria crítica, despertar consciente, sueño esperanzador.

En pocos puntos le sintetizaré lo que entiendo por ello.

1. Volver a la unidad de la Patria. Esta unidad no podría ser pseudo-armonía etérea o bucólica, tampoco uniformidad monolítica ni homogeneidad masificadora, asfixiantes, sino compartir plural, diversificado. Esto obliga a promover la efectiva participación de todos, individual y grupalmente considerados; a impulsar la solidaridad que integra, así como la subsidiaridad que estimula y conjuga la actividad de los cuerpos sociales intermedios, articulándola con la tarea que corresponde al Estado, en aras del bien común y de su punto culminante: la paz en la justicia y la verdad. Esto recuerda y exige, en lo concreto y cercano, saldar una deuda pendiente con nuestra memoria histórica integral y una responsabilidad con hombres y mujeres reales caídos, mutilados, exiliados, presos o absueltos, convocando a una “comisión de la verdad” sobre los sucesos de Abril 2002. Tarea prioritaria de un Presidente es, en efecto, buscar la cohesión, la confraternidad de todos los ciudadanos, por encima de distingos de cualquier género, con miras a un trabajo corresponsable y compartido para lograr el progreso material, moral y espiritual de la Nación. El Primer Magistrado lo es de todos los venezolanos, no de un “proyecto”, ideología o partido, sino de una sola y misma patria. Nada debe estar más presente en la función presidencial que la prédica y acción convocantes, congregantes, a todos, de quienes es, a la vez, mandatario y servidor (y quienes, si pragmáticamente a ver vamos, son también contribuyentes que pagan los gastos presidenciales).
El retorno a la unidad es volver a la gente con miras a una convivencia ciudadana, viva y polícroma. Esto implica romper el encierro y la polarización en el yo, una idea o la secta. Liberar al país del símbolo por antonomasia de toda hegemonía oficial, y que arbitrariamente secuestra el tiempo y la privacidad del pueblo soberano: las “cadenas”. Abrirse al compartir ciudadano y a las preocupaciones de la entera comunidad; al diálogo sereno y a la discusión respetuosa, que tendrían expresión simbólica en una impostergable iniciativa de reconciliación nacional y en el debate civilizado de un “cabildo” (Asamblea, Gobernaciones, Alcaldías, Comunas) multicolor.

2. Volver a Venezuela como ámbito de vida. Recordemos que el primer instinto es el de conservación y el derecho primordial humano es el de la vida. La primera tarea de una sociedad es la de preservar y resguardar la supervivencia de sus miembros. El primer deber de un Estado es asegurar y favorecer la salud física, mental y moral de sus ciudadanos. De allí lo necesario y urgente de promover una cultura de la vida, frente a la proliferación y arraigamiento en muchas formas de una anticultura de muerte. En documento sobre La violencia y la inseguridad publicado a raíz de su última asamblea plenaria, el Episcopado expresó lo siguiente: “Es un deber de la ciudadanía exigir a los poderes del Estado, principalmente al gobierno, que cree las condiciones necesaria para que el derecho a la vida, a la integridad física, a la protección a la propiedad, al libre tránsito, entre otros, sean derechos al alcance de todos. Actualmente, la respuesta ante la violencia social es el miedo, que nos lleva a encerrarnos y a protegernos, a desconfiar de todos. Sálvese quien pueda y como pueda, parece ser la consigna ante un Estado indolente y cómplice” (No. 12). Volver a la vida es asumir prioritariamente y con decisión la defensa de la vida integral de los venezolanos, de todos los compatriotas hastiados de la delincuencia, irreductibles ante la impunidad, militantes contra toda prepotencia que descalifica y excluye, que pretende penalizar expresiones legalmente reconocidas o descalificar reclamos judicialmente garantizados. Volver a la vida es reconocer al otro como persona, creado a imagen y semejanza de Dios y portador, por tanto, de derechos inalienables; merecedor de respeto a su integridad física y moral, a la promoción y defensa de sus derechos inalienables, a la solidaridad con él, especialmente si es pobre y necesitado; es trabajar por la fraternidad y la paz, sobre el fundamento de la verdad y del bien. A quien preside la República le toca en esta tarea una responsabilidad de primer protagonismo. De allí que le corresponde acercarse con amorosa sencillez a las personas concretas, con sus logros y frustraciones, sus alegrías y tristezas, sus derechos humanos inalienables, su anhelo muy sentido de vivir en paz y seguridad, sin un continuo sobresalto y zozobra, y una permanente y agotadora confrontación verbal de tono militarista y nihilista, e iniciativas sociales con proclamas belicistas.

3. Volver al progreso en el marco de la Constitución. El pueblo venezolano se la ha dado como expresión de su soberanía; ella ilustra y garantiza el Estado de Derecho para todos, la estabilidad jurídica de las instituciones y el bienestar integral de la Nación. La Constitución, establece, en su letra, el marco normativo tanto de la ciudadanía para el ejercicio de sus derechos y deberes, humanos y cívicos, como del Estado y de sus órganos, servidores de aquélla; y en su espíritu encarna el consenso fundamental de convivencia, el pacto social de principios y valores compartidos. Es necesario y urgente rescatarla, no sólo como “ley de leyes” y paradigma de toda legalidad, sino también para revalorizar la función humanizadora, radicalmente ética, del derecho. Según el artículo 2 de nuestra Carta Magna, “Venezuela se constituye en un Estado democrático y social de Derecho y de Justicia, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico y de su actuación, la vida, la libertad, la justicia, la igualdad, la solidaridad, la democracia, la responsabilidad social y en general, la preeminencia de los derechos humanos, la ética y el pluralismo político”. Sobre estos principios fundamentales ha de construirse el progreso integral y compartido que requiere el país, el cual exige, además, la participación de todos los ciudadanos, grupos y entidades sociales, cuya iniciativa es indispensable acoger y promover, evitando exclusiones y sumando esfuerzos.

4. Volver a Venezuela. Apreciando sus raíces; haciendo memoria, crítica sí, pero fiel, realista y comprensiva, de su pasado; aceptando con humildad que somos herederos de “héroes y villanos”, no pretendiendo recomponer al arbitrio árboles genealógicos, practicar saltos antihistóricos ni violentar la biografía o el mensaje de los antecesores. No se puede pretender una refundación del país, pasando por encima de la identidad del pueblo; vaciando el alma nacional de sus vivencias espirituales y religiosas; minusvalorando el vecindario natural y la fisonomía cultural para priorizar extrañas alianzas; copiando modelos ideológico-políticos fracasados y lejanos a la idiosincrasia y a los verdaderos intereses venezolanos. Volver a Venezuela entraña también preocuparse ante todo por la propia Nación, no cayendo en aquello de “luz en la plaza y oscuridad en la casa”. La solidaridad internacional tiene que liberarse de tentaciones criptoimperialistas favorecidas por la potencia petrolera, de un lado, y recaídas neocolonialistas por sujeciones ideológicas, del otro. Venezuela es y ha de ser de todos como casa común y ámbito de acogida fraterna.
“Volver al Cabildo” exige, de modo prioritario y patente, que asuma Usted su responsabilidad de Presidente de la República. Este delicado cargo implica la escucha y dedicación a todos los venezolanos, trabajando por su unión en pro del bien común nacional. Nada más contradictorio con ello, que la identificación, implícita o explícita—y, peor, cuando se la exhibe—con sólo un sector de la población, despreciando y marginando a los demás, con base en motivos ideológico-políticos, raciales, religiosos o de cualquier otro género. El Presidente lo es, de verdad, cuando respeta a los ciudadanos “no a pesar de”, sino “precisamente por” sus diferencias, conviviendo en la diversidad comprensible e inevitable de una sociedad democrática, pluralista. Cuando tiene el reconocimiento de todos: los que lo eligieron y los que no votaron por él o lo adversan, pero que, en todo caso, deben y necesitan percibirlo sensible, cercano, humano, como su Presidente. De otro modo, está en juego la legitimidad de su ejercicio como mandatario.
La “vuelta al Cabildo”, Ciudadano Presidente, no podría menos que acarrear al país la alegría del reencuentro de los venezolanos, con la esperanza de lógicos frutos: progreso compartido, vigencia de la justicia y el derecho, fraterna solidaridad, paz estable, cultura de civilidad.
Como cristiano pido a Dios por Usted, para que, superando obstáculos y no dejándose amilanar por dificultades, prejuicios e intereses, presentes y pasados, pueda contribuir eficazmente, desde su alta responsabilidad, a reencauzar a esta nación por el camino de la unidad, en la verdad y la paz, la cual Cristo Jesús enfatizó en la Última Cena, en perspectiva religiosa, como valor máximo, y Simón Bolívar subrayó, en su postrer mensaje, como condición de solidez y progreso de nuestros pueblos. ¡Señor Presidente, vuelva al Cabildo!

En Caracas, el 24 de abril de 2010
http://www.referenciadigital.com/

jueves, 22 de abril de 2010

Bicentenario

Por Rafael Díaz Blanco
Alzando la voz

Mientras la conmemoración oficial del Bicentenario se convierte en tergiversación de la historia y propaganda mentirosa; los obispos venezolanos nos ofrecen una Carta Pastoral con sus de reflexiones y orientaciones.
Para el Episcopado, el 19 de abril y el 5 de julio brilló la civilidad. Luego, ante la incomprensión del sueño de libertad, unidad y paz prevalecería la división y la guerra.
Los prelados señalan que después de 1830 todo el siglo XIX estaría afectado del militarismo dificultando el desarrollo social, económico y político. En el siglo XX terminan las guerras civiles pero surgen dictaduras que conculcan los derechos fundamentales.
El tiempo presente lo desglosan en dos períodos contrastantes. El primero a partir de 1958 caracterizado por bonanza económica relativa, movilidad social, institucionalidad democrática y afianzamiento de una cultura civilista, de pacificación y pluralismo, con progresos en salud, educación y cultura. A finales de los 70: economía dislocada, creciente desilusión de las mayorías, demandas de cambio en la distribución equitativa y justa del ingreso petrolero, de participación protagónica de los más pobres, de combate a la corrupción y los privilegios. En el segundo período que comprende las últimas tres décadas observan desgaste y distorsión en la vida democrática por agotamiento de los partidos, desencanto ciudadano e insuficiente e inadecuada atención a las necesidades y expectativas de las mayorías solo atenuada por la descentralización. Destacan el inicio, con gran respaldo popular, del proceso constituyente que concretaría un cambio de régimen, y luego de sistema, calificado como revolucionario, de pretensión totalitaria. Para la Iglesia, el proyecto de socialismo del siglo XXI dista mucho de lo que el pueblo venezolano aspira y reclama. Millones de venezolanos continúan en condiciones materiales, institucionales y morales indignas.
El Episcopado exige luchar contra la explotación, dominación y arbitrariedad y crear un “espacio común” espiritual y social e instituciones que promuevan los derechos humanos integralmente. Llama a colaborar en la reconstrucción material y espiritual de la República. Rechaza el individualismo y el estatismo. Constata la deuda social y condena el populismo, el derroche y la discontinuidad administrativa.
La Iglesia concluye pronunciándose por una sociedad auténticamente justa, sin exclusiones ni divisiones; libre y democrática, con pluralismo, división de poderes, estado de derecho, calidad cultural. Una Venezuela de todos y para todos, con atención preferencial a los más débiles, sin exclusiones ni presos políticos.

Publicado en el Diario La Verdad de Maracaibo el 22 de abril de 2010
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miércoles, 21 de abril de 2010

A mi Madre la Iglesia

Andrés Bravo
Capellán de la UNICA

Yo soy de los que creen, con San Cipriano (siglo III), que “no se puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre”. En un contexto de graves divisiones y errores doctrinales dentro de la Iglesia, se levanta valiente la voz del Obispo de Cartago (África) para consagrarse con amor apasionado, con acciones y reflexiones, por la unidad de la Iglesia. Para él esta unidad abarca a la humanidad entera. Pues, “la Iglesia, inundada de la luz del Señor, esparce sus rayos por todo el mundo y, sin embargo, es una sola la luz que se difunde por doquier, y no se divide la unidad del cuerpo; extiende sus ramas con gran generosidad por toda la tierra; envía sus ríos, que fluyen con largueza por todas partes. Y sin embargo una sola es la cabeza, uno solo el origen y una sola la Madre, rica por los frutos de su fecundidad. De su seno nacemos, con su leche nos alimentamos, y por su espíritu somos vivificados”. Además, para el Santo Africano que selló con el martirio su fe en Dios y su amor a su Madre la Iglesia, la unidad es comunión de amor de todo el género humano entre sí que tiene por fuente, modelo y meta en el mismo misterio de Dios que es Comunión de Amor, Trinidad Santa. Es de él de quien la misma Iglesia en el Concilio Vaticano II recibe su inspiración para descubrir su identidad renovadora: “Toda la Iglesia aparece como el pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Lumen gentium 4 citando a Cipriano). He ahí el fundamento de la Iglesia Sacramento de Comunión.

La Iglesia es Madre porque da la vida, porque une, porque ama. Es para los pueblos como la gallina-mamá que desea unir a sus pollitos-hijos y protegerlos entre sus alas (cf. Mat 23,37). Es Aquella de quien profetizó Isaías cuando, como Madre de los pueblos, la nueva Jerusalén (la Iglesia) sea la que les alimente y les lleve en sus brazos, la que sentándolos en sus rodillas les acariciare y consuele, indicando así los días de gloria (cf. Is 66,12-13). Es, sin duda, el gozo más grande de una Madre, la de lograr que sus hijos vivan unidos en el amor, capaces de respetarse y servirse entre sí, bajo su guía y en su seno amoroso. Por el contrario, nada hace sufrir a una Madre como ver a sus hijos en discordia, divididos, enemistados, dispersos y maltratándose. Por más que expresen con palabras su amor a la Madre, si no viven en el amor como hermanos, no podrán hacerla feliz. Por eso, tal como lo dije al comienzo, soy de los que creen que no se puede tener a Dios por Padre, quien no tenga a la Iglesia por Madre. Pero, además, no entiendo cómo se puede tener a Dios como Padre si no reconocemos a los otros como hermanos. Y, de la misma manera, tampoco podemos entender tener como Madre a la Iglesia si no somos hermanos entre sí. Pues, así como Dios Padre se ha revelado plenamente en el Hijo amado; así también quiere permanecer presente y actuando su salvación en su Iglesia que, en la comunión de amor de sus hijos, es sacramento para toda la humanidad. En suma, para tener a Dios por Padre y a la Iglesia por Madre, debemos vivir en la Comunión de amor.

Para nuestra interpretación cristiana, la Madre Iglesia (o la Comunidad Cristiana, como prefieren denominarla algunos) es aquella mujer preñada del Apocalipsis (cf. Ap 12 y 13) que, a pesar de gritar dolores de parto y en el apuro de dar a luz, se enfrenta al gran Dragón, de siete cabezas y siete cuernos, presto a devorar a su Hijo que va a nacer. El Varón nace y es conducido hasta el trono de Dios. Pero, la Madre debe quedarse y andar el desierto de la historia humana, lugar de peligrosas tentaciones. Entre otras importantes lecturas de la rica simbología del texto, aquí vemos la situación de la Iglesia presente en el mundo, no extraña, más bien encarnada como su Señor. Debe andar con sus hijos pelegrinos históricos el desierto del mundo hasta la Comunión Trinitaria, lugar de plena libertad. Aquí la Iglesia se encuentra entre dos polos de la historia de la salvación, marcada por el Señor, entre la primera venida (Navidad) y la segunda venida (Reino de Dios). Con su vocación de santidad y la lucha constante contra el pecado que le ataca desde sus debilidades. Pareciera revivir la vocación de María Madre de andar el vía crucis de Jesús, sabiendo que una espada atravesará su alma (cf. Lc 2,35).

Es por eso que la mejor manera de interpretar a la Iglesia entre la dialéctica de vivir en el mundo sin ser del mundo y, además, sin condenar al mundo, sino servirle, amarle y salvarle, es lo que el teólogo francés Henri De Lübac (1896-1991) define como la Paradoja y Misterio de la Iglesia (1967). Con palabras del teólogo termino esta reflexión confesando: “¡Qué realidad tan paradójica es la Iglesia, en todos sus aspectos y contrastes! Durante los veinte siglos de su existencia, ¡cuántos cambios se han verificado en su actitud!... Se me dice que la Iglesia es santa, pero yo la veo llena de pecadores… Sí, paradoja de la Iglesia. No se trata de un juego inútil de retórica. Paradoja de una Iglesia hecha para una humanidad paradójica… Pues bien, en esa comunidad yo encuentro mi sostén, mi fuerza y mi alegría. Esa Iglesia es mi Madre. Y así es como empecé a conocerla, primero en las rodillas de mi madre carnal… La Iglesia es mi Madre porque me ha dado la vida. Es mi Madre porque no cesa de mantenerme y porque, por poco que yo me deje hacer, me hace profundizar cada vez más en la vida… En una palabra, la Iglesia es nuestra Madre, porque nos da a Cristo… Cuando más crece la humanidad, más tiene que renovarse también la Iglesia. No todos sus hijos la comprenden. Unos se espantan, otros se escandalizan… En medio de estas coyunturas, los que la reconocen como Madre tienen que cumplir con su misión, con una paciencia humilde y activa. Porque la Iglesia lleva la esperanza del mundo…”.

viernes, 9 de abril de 2010

ELOGIO DE LA CARIDAD

San Agustín
(Sermón 350,2-3)

El amor por el que amamos a Dios y al prójimo resume en sí toda la grandeza y profundidad de los demás preceptos divinos. He aquí lo que nos enseña el único Maestro celestial: "Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu entendimiento; y amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos mandamientos depende toda la Ley y los profetas” (Mt 22, 37-40). Por consiguiente, si te falta tiempo para estudiar página por página todas las de la Escritura, o para quitar todos los velos que cubren sus palabras y penetrar en todos los secretos de las Escrituras, practica la caridad, que lo comprende todo. Así poseerás lo que has aprendido y lo que no has alcanzado a descifrar. En efecto, si tienes la caridad, sabes ya un principio que en sí contiene aquello que quizá no entiendes. En los pasajes de la Escritura abiertos a tu inteligencia la caridad se manifiesta, y en los ocultos la caridad se esconde. Si pones en práctica esta virtud en tus costumbres, posees todos los divinos oráculos, los entiendas o no.
Por tanto, hermanos, perseguid la caridad, dulce y saludable vínculo de los corazones; sin ella, el más rico es pobre, y con ella el pobre es rico. La caridad es la que nos da paciencia en las aflicciones, moderación en la prosperidad, valor en las adversidades, alegría en las obras buenas; ella nos ofrece un asilo seguro en las tentaciones, da generosamente hospitalidad a los desvalidos, alegra el corazón cuando encuentra verdaderos hermanos y presta paciencia para sufrir a los traidores.
Ofreció la caridad agradables sacrificios en la persona de Abel; dio a Noé un refugio seguro durante el diluvio; fue la fiel compañera de Abraham en todos sus viajes; inspiró a Moisés suave dulzura en medio de las injurias y gran mansedumbre a David en sus tribulaciones. Amortiguó las llamas devoradoras de los tres jóvenes hebreos en el horno y dio valor a los Macabeos en las torturas del fuego.
La caridad fue casta en el matrimonio de Susana, casta con Ana en su viudez y casta con María en su virginidad. Fue causa de santa libertad en Pablo para corregir y de humildad en Pedro para obedecer; humana en los cristianos para arrepentirse de sus culpas, divina en Cristo para perdonárselas. Pero ¿qué elogio puedo ver yo de la caridad, después de haberlo hecho el mismo Señor, enseñándonos por boca de su Apóstol que es la más excelente de todas las virtudes? Mostrándonos un camino de sublime perfección, dice: “Aunque yo hablara las lenguas de los Hombres y los de Ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Y aunque tuviera el don de profecía y supiera todos los misterios y toda la ciencia; y aunque tuviera tal fe que trasladar los montes, si no tengo caridad, nada soy. Y aunque distribuyera todos mis bienes entre los pobres, y aunque entregara mi cuerpo para ser quemado, si no tengo caridad, de nada me aprovecha.
La caridad es paciente: es benigna; la caridad no es envidiosa, no obra precipitadamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca su interés, no se irrita, no piensa mal, no se goza con el mal, se alegra con la verdad. Todo lo tolera, todo lo cree, todo lo espera, lo soporta todo. La caridad nunca fenece” (1 Cor 13, 1-8).
¡Cuántos tesoros encierra la caridad! Es el alma de la Escritura, la virtud de las profecías, la salvación de los misterios, el fundamento de la ciencia, el fruto de la fe, la riqueza de los pobres, la vida de los moribundos. ¿Se puede imaginar mayor magnanimidad que la de morir por los impíos, o mayor generosidad que la de amar a los enemigos?
La caridad es la única que no se entristece por la felicidad ajena, porque no es envidiosa. Es la única que no sufre el remordimiento de la mala conciencia, porque no obra irreflexivamente. La caridad permanece tranquila en los insultos; en medio del odio hace el bien; en la cólera tiene calma; en los artificios de los enemigos es inocente y sencilla; gime en las injusticias y se expansiona con la verdad.
Imagina, si puedes, una cosa con más fortaleza que la caridad, no para vengar injurias, sino más bien para restañarlas. Imagina una cosa más fiel, no por vanidad, sino por motivos sobrenaturales, que miran a la vida eterna. Porque todo lo que sufre en la vida presente es porque cree con firmeza en lo que está revelado de la vida futura: si tolera los males, es porque espera los bienes que Dios promete en el cielo; por eso la caridad no se acaba nunca.
Busca, pues, la caridad, y meditando santamente en ella, procura producir frutos de santidad. Y todo cuanto encuentres de más excelente en ella y que yo no haya notado, que se manifieste en tus costumbres.

(Tomado de: José Antonio Loarte, El tesoro de los Padres, Rialp, Madrid 1998, pags. 229-230)