viernes, 23 de enero de 2015

Servidora de la Palabra





Andrés Bravo
Profesor de la UNICA

Reflexión Semanal 10 
Cuarto domingo ordinario


            La Iglesia es en Cristo maestra y profeta. Por eso se esmera en enseñar como Cristo, con la autoridad que le brinda una existencia auténtica, “es una enseñanza nueva, con autoridad” (Mc 1,27). En esto consiste la novedad de la evangelización, sorprender a la humanidad con la autoridad de sus palabras, es decir, con la fidelidad al Evangelio (cf. Mc 1,21-28). Sólo así es capaz de hacer eficaz la Palabra anunciada, hasta arrancar del mundo el mal y hacer nacer vidas nuevas. Esta ha sido la tarea de la Iglesia, que la Palabra de verdad llegue al corazón de las personas humanas y se vuelva vida, para la edificación de la comunidad y la vivencia del amor preferencial por los pobres y necesitados (cf. Puebla 380-382). Para esto, “la Iglesia se convierte cada día a la Palabra de verdad; sigue a Cristo encarnado, muerto y resucitado, por los caminos de la historia y se hace servidora del Evangelio para transmitirlo a los hombres con plena fidelidad” (Puebla 349). Esto significa que la autoridad de la Iglesia como servidora de la Palabra no la asume por el poder, sino por el testimonio de la fe, don de Dios.
            La Iglesia es evangelizada antes de ser evangelizadora. Como María de Nazaret que primero recibe a Cristo (la Palabra hecha carne) en su seno y luego lo da a luz para que la humanidad goce de su presencia. De igual forma, la Iglesia se hace oyente devota de la Palabra que penetra en su interior, para luego proclamarla con valentía para que el Señor siga encarnado, presente entre nosotros como uno de tantos, como Palabra de vida, “para que todo el mundo, con el anuncio de la salvación, oyendo crea, creyendo espere y esperando ame” (Dei Verbum 1).
Muchas son las enseñanzas del Magisterio al respecto, desde que el Vaticano II subraya la preeminencia de la Palabra para la vida de la Iglesia. Pues, “la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios… Así el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo” (Dei Verbum 8).
            Muchas veces la Palabra de Dios se comunica en el silencio del misterio que nos ha revelado en la historia a través de acciones humanas extraordinarias. La lucha de los jóvenes por la libertad y la democracia, asumiendo toda clase de sacrificios, ante la incomprensión de los demás y la represión del poder. El servicio silencioso de muchos que, como dicen actualmente, hacen la diferencia cuando se dedican a acciones que cambian el mundo, en la educación, en el cuidado ecológico, en la siembra de valores éticos y espirituales, en la defensa de la familia. En fin, toda actividad social con sentido auténtico de servicio a la humanidad. Son acciones donde la Palabra de Dios se hace carne, se hace historia, se hace vida. Ahí se debe sentir la presencia de la Iglesia con el anuncio del “verdadero rostro de Cristo, porque en él resplandece la gloria y la bondad del Padre providente y la fuerza del Espíritu Santo que anuncia la verdadera e integral liberación de todos y cada uno de los hombres de nuestro pueblo” (Puebla 189).
            El papa Juan Pablo II, cuyo magisterio es tan magno como su ministerio petrino, escribe una carta apostólica al comienzo del nuevo milenio, Novo millennio ineunte (6/1/2001), que fortalece esta reflexión. Nos presenta el santo papa un itinerario espiritual basado en la contemplación del rostro de Jesús (Novo millennio ineunte cap. II) teniendo como fundamento las Sagradas Escrituras. Pues, citando a san Jerónimo, afirma una gran verdad: “Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo” (Novo millennio ineunte 17). De ahí la importancia de una pastoral bíblica que cumpla con el mandato del Concilio Plenario de Venezuela de entregar la Biblia al pueblo. Pero, como lo enseñan también muchos de nuestros teólogos latinoamericanos, la Palabra se lee en la realidad que habla, que cuestiona y exige respuesta.
            Así podemos caminar desde Cristo (Novo millennio ineunte cap. III). Es un llamado a la santidad que “sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la Palabra de Dios” (Novo millennio ineunte 39), para revitalizar la tarea de la evangelización. Así, “alimentándonos de la Palabra para ser servidores de la Palabra en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio” (Novo millennio ineunte 40). Este servicio se trasciende a sí mismo hasta la vida en comunión (Novo millennio ineunte 43).
            Maracaibo, 1 de febrero de 2015

lunes, 19 de enero de 2015

Llamados a ser Iglesia



Andrés Bravo
Profesor de la UNICA



Reflexión Semanal 9
Tercer domingo ordinario


            El pasaje del Evangelio testimoniado por san Marcos (Mc 1,14-20) donde Jesús da comienzo a su misión, tras la paulatina desaparición de Juan Bautista, recorriendo los caminos de este mundo con el mensaje del Evangelio del reino y llamando a unos pescadores a seguirle para ser sus apóstoles, me motiva a reflexionar sobre la Iglesia que Jesús va haciendo nacer con ellos, como “signo e instrumento de salvación” (Lumen gentium 1), al servicio de la humanidad. Misterio de comunión y misión.
Pero, más que preocuparnos sobre qué es la Iglesia, debemos ocuparnos en ser Iglesia (Comunión de fe, esperanza y caridad). Al igual que los grandes padres de los primeros siglos, considero que la Iglesia no es simplemente un objeto de estudio, es un modo de vivir el seguimiento de Jesús en comunión. Por eso el papa Francisco insiste en exigirnos en no convertirla en una ONG, ni en ningún organismo de poder: “La gran tentación de la Iglesia es pretender tener luz propia… Se vuelve autorreferencial y se debilita su intención de ser misionera. Deja de ser esposa para terminar siendo administradora. De servidora se transforma en controladora” (Al CELAM 28 de julio 2013). Si el apóstol abandona su misión, se convierte en siervo del poder mundano.
En este sentido, Puebla resalta varias notas importantes que caracterizan a la Iglesia. Ella “es inseparable de Cristo porque Él mismo la fundó por un acto expreso de su voluntad, sobre los Doce (apóstoles) cuya cabeza es Pedro, constituyéndola como sacramento universal y necesario de salvación” (Puebla 222). Señala a la Iglesia como pueblo y familia de Dios (cf. Puebla 238-249). Un pueblo enviado al servicio de la comunión (cf. Puebla 267-273). La Iglesia es en Cristo, no es autosuficiente. Ella es el signo e instrumento de salvación. Es ella la que debe servir de candelabro para que la verdadera luz que es Cristo ilumine al mundo. Ella, en especial, es servidora del reino de Dios: “La Iglesia es también el instrumento que introduce el reino entre los hombres para impulsarlos hacia su meta definitiva” (Puebla 227).
            El apostolado de la Iglesia es evangelizar. Ella es evangelizadora. Esta es su vocación e identidad. Se puede decir que la Iglesia es la Apóstol de Jesús, elegida para anunciar la buena noticia del reino, la liberación del mal y la reconciliación entre nosotros y con Dios. Es que la Iglesia es llamada y elegida para hacer que los seres humanos se acerquen y escuchen a Dios y se identifiquen con su Palabra. Porque “el anuncio no adquiere toda su dimensión más que cuando es escuchado, aceptado y cuando hace nacer en quien lo ha recibido una adhesión de corazón. Adhesión a las verdades que en su misericordia el Señor ha revelado, es cierto. Pero más aún, adhesión a la persona de Cristo y al programa de vida… que Él propone. En una palabra, adhesión al reino, es decir, al mundo nuevo, al nuevo estado de cosas, a la nueva manera de ser, de vivir, de vivir juntos, que inaugura el Evangelio” (Evangelii nuntiandi 23).
             No puedo dejar de referirme, en primer lugar, al Concilio Plenario de Venezuela (2000-2006), donde la Iglesia se desafía a sí misma a una renovación en Cristo, hacia la comunión y la solidaridad, para convertirse en una Iglesia viva y evangelizadora, en comunión de hermanos, solidaria con los pobres, profeta y abierta al diálogo sincero con todos. Les exhorto a que conozcamos los documentos de este extraordinario Concilio Plenario, sin dudas, el más importante acontecimiento eclesial de la Iglesia peregrina en Venezuela, de los últimos años.
            En segundo lugar, como Iglesia, debemos dejarnos mover por los vientos renovadores que nos da el Espíritu Santo, a los cincuenta años del Vaticano II, con nuestro papa Francisco. Considero que debemos asumir su compromiso, aprender de su magisterio, dejarnos “Primerear” (Evangelii Gaudium 24) y salir decididos a construir el reino. En su extraordinaria exhortación Evangelii gaudium (la alegría del Evangelio) nos ofrece su programa pastoral, el modelo de Iglesia que quiere que vivamos. Una Iglesia pobre al servicio de los pobres, una Iglesia en salida, misionera, comunidad evangelizadora en búsqueda de los alejados. Una Iglesia de calle, saliendo de sí misma al encuentro con la gente de los pueblos. La Iglesia de Cristo.
            Maracaibo, 18 de enero de 2015

miércoles, 14 de enero de 2015

La Vocación Cristiana





Andrés Bravo
Profesor de la UNICA


Reflexión Semanal 8
Segundo domingo ordinario


            Nuestra existencia se desarrolla históricamente como un proyecto de Dios. Esta es la clave de la visión cristiana de la persona humana, vivir según nuestra vocación (Ef 4,1), es decir, según el llamado recibido del Señor. Contemplamos la experiencia del joven Samuel que en el descanso de la noche escucha a Dios que lo llama a servirle en su plan de salvación, respondiéndole decidido: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1Sam 3,10). Así, con fidelidad a la voluntad del Señor, Samuel vivió su existencia como profeta, de acuerdo a su vocación.
La vocación tiene su origen en la elección de Dios, es pura gracia divina. Pero, la respuesta es humanamente libre. El cristiano responde libremente a un amor primero. “La libertad implica siempre aquella capacidad que en principio tenemos todos para disponer de nosotros mismos” (Puebla 322). Por eso, la respuesta al llamado del Señor no es mecánica ni alienante, no dispone de nuestra voluntad sino que la invita a vivirla para una misión superior. De esta forma Dios cree en el ser humano y se interesa por él, sabe que tiene grandes valores, porque así lo creó. Ciertamente, el elegido puede responder que no (cf. Mt 19,16-30). Pero, si responde positivamente, le llena de gracias especiales que lo capacita a cumplir su vocación. Pasamos, pues, por este mundo sirviendo a Dios en la construcción de su reino, la fraternidad universal.
En la historia de la salvación, que llega a nosotros a través de las Sagradas Escrituras, contemplamos un hecho importante. Es que Dios prefiere elegir a los más jóvenes y a los más pobres. Entre muchos ejemplos, elige al tímido muchacho Moisés como líder de la liberación, a Jeremías como su profeta en tiempos difíciles, al pastor David para gobernar a su pueblo. Podemos referirnos también al valiente e inquieto Gedeón (Jueces 6), quien en medio de la angustia de ver a su pueblo destruirse, cuestiona al Ángel y le responde que Dios no está con ellos. Pero el mensajero divino le comunica su vocación. Es el mismo Dios, a quien creía ausente, quien lo llama a salvar a su pueblo. Pero el joven le responde que no puede ser porque él es el más chico de su familia y su familia es la más pobre de su tribu. Sin embargo, el Señor es insistente porque prefiere actuar su salvación con los más jóvenes y con los más pobres. Por eso, para la Iglesia latinoamericana “el período juvenil es período privilegiado, aunque no único, para la opción vocacional” (Puebla 865). A la vez, descubre todo “el potencial evangelizador de los pobres… por cuanto muchos de ellos realizan en su vida los valores evangélicos de solidaridad, servicio, sencillez y disponibilidad para acoger el don de Dios” (Puebla 1147).
Es también ésta la experiencia que nos presenta el Evangelio. Jesús llama a algunos que elige para ser sus apóstoles, servidores de su reino. Pero, todo aquel que se confiesa cristiano está llamado a seguirle, asumir su causa y vivir su vida en la entrega hasta el amor extremo, el sacrificio de la cruz. Como lo enseñan algunos teólogos latinoamericanos, “seguir a Jesús es pro-seguir su obra, per-seguir su causa y con-seguir su plenitud”. La clave de la vocación cristiana es el seguimiento a Jesús. ÉL llama por el nombre propio, compromete con su misión, guía y enseña una existencia auténtica, lleva a vivir con él, advirtiendo, no obstante, que no tiene ni donde reclinar su cabeza. Pero, exige más para que amen más. En principio, no acepta un no, insiste, no obliga pero da la gracia para responderle con total libertad, dejándolo todo. Su llamado es radical, cuando es sí es sí: “Uno que echa mano al arado y mira atrás no es apto para el reinado de Dios” (Lc 9,62).
Además, la vocación cristiana es una experiencia de amor misericordioso. Sabiendo que somos pecadores, el Señor nos mira con ojos de misericordia y nos llama a seguirle (cf. Mc 2,13-17). Por eso, la misma respuesta implica la conversión y la renuncia, como los apóstoles ante el llamado del Señor lo dejan todo y le siguen. Dejan su manera de vivir para comenzar a vivir según el Señor. Para concluir esta reflexión, quisiera que hagamos un ejercicio de discernimiento interrogándonos sobre lo que Dios quiere de nosotros, cómo podemos servirle. Es pues, lo que hacen los primeros discípulos, acercarse al Señor, saber dónde vive y quedarse con él. Así descubro qué debo cambiar, qué debo renunciar y cómo debo vivir mi vocación cristiana.
Maracaibo, 18 de enero de 2015

jueves, 8 de enero de 2015

Jesús es bautizado



Andrés Bravo
Profesor de la UNICA

Reflexión Semanal 7
Segundo domingo de Navidad

            Hasta el mismo Juan el Bautista se sorprende de que Jesús se haya acercado a él para pedirle que lo bautice. ¿Qué pretende Jesús con eso?, cuestionaría el precursor cuando le dijo: “Yo debería ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?” (Mt 3,14). Ciertamente, el mismo Bautista había aclarado la diferencia de su bautizo con respecto al bautizo que esperamos recibir del Señor que ha venido a reconciliarnos: “Yo, en verdad, los bautizo con agua para invitarlos a que se vuelvan a Dios, pero el que viene después de mí los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego” (Mt 3,11). La predicación de Juan se centra en la conversión y en la reconciliación, para disponernos a recibir al Señor. Para acompañar y fortalecer su llamado, utilizó un rito sencillo, bañarse en el Jordán (según el significado etimológico del verbo bápto. Bautizo es inmersión, baño). Es el bautizo de purificación, de lavarse de la suciedad del pecado.
La purificación o el baño de regeneración al que invita Juan se convierte también en una puerta de entrada al grupo de los que esperan la liberación que nos trae el Mesías, tal como lo profetiza Isaías: “Verdaderamente traerá la justicia. No descansará ni su ánimo se quebrará, hasta que establezca la justicia en la tierra” (Is 42,3-4). Y lo testimonia después el apóstol Pedro: “Dios envió su palabra a los hijos de Israel, para anunciarles la paz por medio de Jesucristo, Señor de todos”. Y, refiriéndose a que también Jesús se alista en el grupo de los que participan de la esperanza liberadora del pueblo, dice Pedro: “Ustedes bien saben lo que pasó en toda la tierra de los judíos, comenzando en Galilea, después que Juan proclamó que era necesario bautizarse. Saben que Dios llenó de poder y del Espíritu Santo a Jesús de Nazaret, y que Jesús anduvo haciendo bien y sanando a todos los que sufrían bajo el imperio del mal” (Hechos 10, 37-38).
             Pero, el acto bautismal de Jesús se transforma en la presentación del Mesías que nos salva. Se produce una revelación del amor de Dios que es Trinidad, comunidad divina de amor. Se abre el cielo y el Padre amante presenta al Hijo amado y donado: “Tú eres mi Hijo amado, a quien he elegido” (Mc 1,11). Luego, Juan asegura que “en cuanto Jesús fue bautizado y salió del agua, el cielo se abrió y vio que el Espíritu de Dios bajaba sobre él como una paloma” (Mt 3,16). Jesús es el Cristo (el ungido, el Mesías). Por eso, al presentarse con su programa misionero en la sinagoga de Nazaret, él se sabe el profetizado por Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado para llevar la buena noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar la libertad a los presos y dar vista a los ciegos; a liberar a los oprimidos; a anunciar el año favorable del Señor” (Lc 4,18-19; cf. Is 61,1-2). En fin, Jesucristo es el Hijo del Padre y el crismado (el Cristo) con el Espíritu Santo. Y, por eso, Jesús nos bautiza con el Espíritu Santo.
            Este misterio nos hace entender que el bautismo cristiano es un acontecimiento trinitario: somos bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Mt 28,19). En efecto, inmerso Cristo en el mundo humano, la humanidad es inmersa, por nuestro bautismo, en la comunión divina de Dios. Somos, lo dice san Pablo, incorporados a Cristo (cf. Rom 6,1-14). De esta manera comenzamos a ser, por él, hijos de Dios. Y, consagrado por el Espíritu Santo que habita en nosotros, participamos de su misterio pascual, de su plan de salvación, de su entrega amorosa en la cruz y de su triunfo glorioso de la vida eterna.
            Quisiera concluir esta reflexión indicando los puntos fundamentales de la dignidad bautismal, siguiendo las observaciones previas del ritual (Praenotanda) promulgadas el quince de mayo de 1969. Ante todo, el bautismo es un sacramento de fe que nos permite, movidos por el Espíritu Santo, responder a nuestra vocación cristiana o, como lo dice este documento, responder al Evangelio de Jesús. Desde las gracias recibidas por Cristo, en el Espíritu Santo, el Padre nos adopta como hijos para comenzar a vivir en comunión con la Iglesia. Además, el baño del agua en la Palabra de vida, nos hace también participar de la comunión divina de amor: “La invocación de la Santísima Trinidad sobre los bautizados hace que los que son marcados con su nombre le sean consagrados y entren en la comunión con el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo”. Así, pues, por el bautismo somos hijo de Dios-Padre, hermano de Dios-Hijo y templo de Espíritu Santo que nos une a los bautizados en una sola familia, la Iglesia.
            Maracaibo, 11 de enero de 2015