Mons. Eduardo Herrera Riera
Obispo Emérito de Carora
C.I. 650.501
Carora 09 de abril
Se dirige a usted este anciano obispo emérito de Carora,
con 84 años acuesta, que además padece las graves consecuencias de un fuerte
tratamiento de quimioterapia y de radioterapia, que me han dejado
extremadamente débil por haber rebajado 16 kilos de peso. Soy como un esqueleto
ambulante, que no se puede movilizar por sí solo, llevándome siempre en silla
de ruedas. Todo eso me da la seguridad de que mi muerte está muy cercana. De
todo esto podrá deducir la sinceridad y el sano deseo que me mueven para
hablarle con la mayor claridad...
Hay una frase de Jesús en el Evangelio, que por cierto la
acaba de citar el Cardenal Urosa en Televisión, que dice: "No todo el que
dice Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que cumple la
voluntad de mi Padre Celestial”. Usted ha dado diversas demostraciones de fe y
de confianza en Dios, llamándolo "Diosito mío", abrazando y besando
crucifijos, visitando el santuario del Santo Cristo de La Grita y muchas otras
cosas por el estilo. Si todo eso se hace con sinceridad, es muy laudable y se
lo aplaudo; pero, lamentablemente, eso no basta para recibir el perdón de Dios
y entrar en el reino de los cielos. Es estrictamente necesario, además, reparar
el mal y las injusticias que se le han causado a las personas y a las
instituciones, y que usted llevado por su soberbia, las ha cometido en
innumerables ocasiones. "El gran pecado" llama la sagrada escritura a
la soberbia, y eso fue lo que llevó al bellísimo y poderoso arcángel Luzbel a
rebelarse y querer emular el poder de Dios, alzándose contra Él, junto con un
grupo de ángeles que le siguieron en su loca empresa. Pero Dios envió contra
ellos al poderoso arcángel San Miguel, que les presentó batalla y los venció
enviándolos a los terribles y eternos sufrimientos del infierno. Desde entonces
Luzbel, que ahora se llama satanás y que no ha perdido sus dotes de
inteligencia y poder, no cesa de trabajar por llevar a su reino a todos los
humanos que desprecian el infinito amor y misericordia de nuestro padre Dios.
Como le decía, señor Presidente, usted ha cometido muchas
y muy graves injusticias. Sólo para recodarle algunos casos más emblemáticos:
La injusta prisión de María de Lourdes Afiuni y la de los tres comandantes de
la policía; y así como ellos, innumerables casos más que han hecho sufrir muy
gravemente a ellos y a sus familias. Todo eso debe y puede ser reparado
con una orden suya, que estoy cierto se cumpliría de inmediato de abrir las puertas
de las prisiones a todos los presos políticos y, además, las puertas del país a
todos los exiliados que se han visto obligados de abandonar su patria huyendo
de las casi seguras represalias.
Prédica de violencia
Hay, además, Presidente, otro mal tremendo que le ha
causado al país: Su inexplicable prédica de odio y de violencia que le han
proporcionado a casi todas las ciudades de nuestra patria ese doloroso río de
sangre que diariamente corre por nuestras calles. Usted como Jefe del Estado,
es el que tiene la gravísima obligación, en primerísimo lugar, de procurar la
paz y la seguridad de los venezolanos, empezando por todo aquel que posea un
arma ilegalmente; atacando con firmeza y decisión a todos los grupos violentos,
después de un estudio serio realizado y llevado a cabo por técnicos en la
materia que los hay muy buenos en el país. Lamentablemente usted ha sido muy
débil y descuidado en enfrentar ese gravísimo problema. Si no se enfrenta con
decisión y valentía a solucionar ese terrible mal, también Dios le pedirá
cuentas de su negligencia.
Habría, señor Presidente, algunos otros pecados sobre los
cuales debería llamarle la atención, pero no quiero terminar sin hacerle ver su
culpa en su inexplicable negligencia de enfrentar con decisión la horrorosa
corrupción que asola a Venezuela, tanto es así que muchos piensan en su
complicidad en esos -hechos. De allí se deriva la venalidad de la mayoría de
los jueces que dictan sentencias injustas, las decisiones tomadas por los altos
poderes del Estado que maneja a su leal saber y entender sin control ni respeto
ala Constitución y a las leyes. De todo eso le tomará cuenta Dios, si Ud. no
corrige de inmediato esas graves faltas.
Le dirijo esta ya larga carta, públicamente, porque
quiero que la lean también sus seguidores. También ellos, si quieren salvar sus
almas, tienen la gravísima obligación de pedir con la mayor sinceridad de sus
corazones el perdón de Dios y de reparar todas las tropelías e injusticias
cometidas.
Como podrá apreciar, mi estimado Presidente, le he
hablado, quizás con mucha rudeza, pero con el mejor y más santo deseo de que
algún día nos encontremos gozando de la felicidad eterna en el Reino de nuestro
Dios y Señor.
Atentamente,
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