Mons. Mario Moronta
Obispo de san Cristobal
Fiel al evangelio y en plena comunión con su Señor, la Iglesia defiende la vida. Por eso, no sólo proclama el Evangelio de la vida, sino que también lo convierte en compromiso ineludible a través de sus actos. Para todo discípulo de Jesús, en la dinámica evangelizadora que le es propia, la defensa de la vida, en todas sus manifestaciones, constituye un deber irrenunciable. El derecho a la vida, fundante de todos los derechos humanos, es el más importante de todos. De allí que para quien profesa la fe en Cristo y es miembro de la Iglesia no hay ni excusa ni argumento que les exima de no actuar a favor de la vida.
Desde esta perspectiva, queremos reafirmar la doctrina eclesial en defensa de la vida naciente y en contra del aborto. No puede haber ambigüedad en esta postura. Hoy, encontramos a quienes suelen decir que esta postura de la Iglesia está desfasada y pasada de moda. Sin embargo, aunque haya críticas, incomprensiones y hasta burlas sarcásticas contra quienes sostienen la doctrina eclesial a favor de la vida y en contra del aborto, hay que mantenerse firmes y en plena fidelidad al evangelio de la vida.
Es de todos sabido que, por ser un crimen abominable, el aborto es “un pecado reservado” al Obispo. Es decir, quien lo comete debe confesarlo al Obispo para alcanzar la reconciliación con Dios. Para favorecer al penitente, los Obispos pueden delegar a los sacerdotes para absolverlo. Siempre se recomienda aconsejar con firmeza y actuar con misericordia: así se reafirma la gravedad del aborto, pero se hará sentir la misericordia de Dios quien no quiere la condenación del pecador, sino que se salve. En el coloquio del acto sacramental de la confesión, como en la catequesis y en la predicación de la Iglesia, hay que dejar bien claro que el único dueño de la vida es Dios; y que el aborto es un crimen abominable que se perpetra contra una criatura inocente e indefensa. Es, a la vez, un menos precio de marca mayor hacia la grandeza de la maternidad.
Pero, hay una situación que debemos tener presente: generalmente cuando se habla del aborto, se suele cargar las tintas sólo sobre las mujeres que se han sometido a dicha praxis. Aún más: quienes suelen ir al confesionario son sólo las mujeres que han abortado. Acuden llenas de temor, con gran sentimiento de culpa y arrepentimiento. Por eso, con actitud de pastor bueno, el confesor ha de atenderla como Jesús hizo con tantos pecadores: purificándolos y haciéndoles sentir la fuerza liberadora del perdón; al igual que con aquella adúltera que querían apedrear y a quien le dijo “no peques más”. En el diálogo pastoral con ellas hay que subrayar la gravedad de su falta y cómo hay que repararla con una actitud en defensa de la vida.
Sin embargo, poco se habla de la responsabilidad de quienes promueven y colaboran con el aborto. También el padre de la criatura, si sabe que la madre va a abortar o la induce al aborto está cometiendo ese pecado. Muchas veces, son hombres casados que embarazan a una mujer que no es su esposa, o también hombres que lo hacen con alguna mujer y que obligan a las madres de sus hijos a abortar porque su “honor”, su “fama” o su “condición social” se ponen en peligro. Ellos también deben confesar su grave y abominable pecado. Además, a esto se añaden las amenazas y coacciones que debilitan la libertad de las madres de sus hijos. Lo mismo hay que decir de los papás y las mamás de adolescentes y jóvenes que han quedado embarazadas, a quienes las obligan al aborto, para así “mantener limpio el apellido y la fama de la familia”. Esos padres que así actúan, como también los padres irresponsables que inducen a las madres de sus hijos al aborto han roto la comunión con Dios. Se convierten en protagonistas del asesinato de una vida inocente. Es, como lo enseña la Iglesia un “pecado reservado”.
Si lo antes expuesto es grave, lo resulta más la actitud de los médicos y colaboradores que auspician, realizan y promueven el aborto. Son más de los que nos imaginamos. Hay quienes lo hacen recomendando un determinado tipo de pastilla o medicamento con efectos abortivos. Otros lo realizan en sus consultorios privados. Lo hacen sin ningún escrúpulo y con un claro afán mercantilista, ya que se lucran con el asesinato de un inocente. Lo mismo dígase de aquellos establecimientos médicos donde se practican abortos: sus dueños y quienes participan en dicha praxis son cómplices claros de asesinatos de vidas inocentes.
Lamentablemente en nuestra región existen médicos que se dedican a esta praxis. Hay que decirles claramente que están en contra del plan de Dios, fuera de su comunión y de la comunión eclesial. No importa si son grandes especialistas, personas de relieve en la sociedad y hasta se presentan como “devotos católicos” amigos de sacerdotes y de la Iglesia. Ellos tienen que convertirse y reconocer su pecado, también “reservado” al Obispo.
Junto a la decidida defensa de la vida, hemos de ser claros en lo que a la vida naciente se refiere. El rechazo y la condena del aborto no pueden tener ningún tipo de excepción. De allí que los cristianos católicos proclamemos el Evangelio de la vida y exijamos que nuestra legislación venezolana no abra brechas en contra de la defensa de la vida (es decir, a favor del aborto y la eutanasia). Es un compromiso que surge por ser seguidores del Dios de la vida y del amor. Hace algún tiempo, en una pared en Caracas leí un “graffiti” que puede ayudar a entender porqué debemos luchar en contra del aborto y a favor de la vida: “Sólo puede defender el aborto, aquél que no murió abortado”. Ojalá esto lo tengan en cuenta todos los que defienden, promueven y realizan la praxis del aborto.
Obispo de san Cristobal
Fiel al evangelio y en plena comunión con su Señor, la Iglesia defiende la vida. Por eso, no sólo proclama el Evangelio de la vida, sino que también lo convierte en compromiso ineludible a través de sus actos. Para todo discípulo de Jesús, en la dinámica evangelizadora que le es propia, la defensa de la vida, en todas sus manifestaciones, constituye un deber irrenunciable. El derecho a la vida, fundante de todos los derechos humanos, es el más importante de todos. De allí que para quien profesa la fe en Cristo y es miembro de la Iglesia no hay ni excusa ni argumento que les exima de no actuar a favor de la vida.
Desde esta perspectiva, queremos reafirmar la doctrina eclesial en defensa de la vida naciente y en contra del aborto. No puede haber ambigüedad en esta postura. Hoy, encontramos a quienes suelen decir que esta postura de la Iglesia está desfasada y pasada de moda. Sin embargo, aunque haya críticas, incomprensiones y hasta burlas sarcásticas contra quienes sostienen la doctrina eclesial a favor de la vida y en contra del aborto, hay que mantenerse firmes y en plena fidelidad al evangelio de la vida.
Es de todos sabido que, por ser un crimen abominable, el aborto es “un pecado reservado” al Obispo. Es decir, quien lo comete debe confesarlo al Obispo para alcanzar la reconciliación con Dios. Para favorecer al penitente, los Obispos pueden delegar a los sacerdotes para absolverlo. Siempre se recomienda aconsejar con firmeza y actuar con misericordia: así se reafirma la gravedad del aborto, pero se hará sentir la misericordia de Dios quien no quiere la condenación del pecador, sino que se salve. En el coloquio del acto sacramental de la confesión, como en la catequesis y en la predicación de la Iglesia, hay que dejar bien claro que el único dueño de la vida es Dios; y que el aborto es un crimen abominable que se perpetra contra una criatura inocente e indefensa. Es, a la vez, un menos precio de marca mayor hacia la grandeza de la maternidad.
Pero, hay una situación que debemos tener presente: generalmente cuando se habla del aborto, se suele cargar las tintas sólo sobre las mujeres que se han sometido a dicha praxis. Aún más: quienes suelen ir al confesionario son sólo las mujeres que han abortado. Acuden llenas de temor, con gran sentimiento de culpa y arrepentimiento. Por eso, con actitud de pastor bueno, el confesor ha de atenderla como Jesús hizo con tantos pecadores: purificándolos y haciéndoles sentir la fuerza liberadora del perdón; al igual que con aquella adúltera que querían apedrear y a quien le dijo “no peques más”. En el diálogo pastoral con ellas hay que subrayar la gravedad de su falta y cómo hay que repararla con una actitud en defensa de la vida.
Sin embargo, poco se habla de la responsabilidad de quienes promueven y colaboran con el aborto. También el padre de la criatura, si sabe que la madre va a abortar o la induce al aborto está cometiendo ese pecado. Muchas veces, son hombres casados que embarazan a una mujer que no es su esposa, o también hombres que lo hacen con alguna mujer y que obligan a las madres de sus hijos a abortar porque su “honor”, su “fama” o su “condición social” se ponen en peligro. Ellos también deben confesar su grave y abominable pecado. Además, a esto se añaden las amenazas y coacciones que debilitan la libertad de las madres de sus hijos. Lo mismo hay que decir de los papás y las mamás de adolescentes y jóvenes que han quedado embarazadas, a quienes las obligan al aborto, para así “mantener limpio el apellido y la fama de la familia”. Esos padres que así actúan, como también los padres irresponsables que inducen a las madres de sus hijos al aborto han roto la comunión con Dios. Se convierten en protagonistas del asesinato de una vida inocente. Es, como lo enseña la Iglesia un “pecado reservado”.
Si lo antes expuesto es grave, lo resulta más la actitud de los médicos y colaboradores que auspician, realizan y promueven el aborto. Son más de los que nos imaginamos. Hay quienes lo hacen recomendando un determinado tipo de pastilla o medicamento con efectos abortivos. Otros lo realizan en sus consultorios privados. Lo hacen sin ningún escrúpulo y con un claro afán mercantilista, ya que se lucran con el asesinato de un inocente. Lo mismo dígase de aquellos establecimientos médicos donde se practican abortos: sus dueños y quienes participan en dicha praxis son cómplices claros de asesinatos de vidas inocentes.
Lamentablemente en nuestra región existen médicos que se dedican a esta praxis. Hay que decirles claramente que están en contra del plan de Dios, fuera de su comunión y de la comunión eclesial. No importa si son grandes especialistas, personas de relieve en la sociedad y hasta se presentan como “devotos católicos” amigos de sacerdotes y de la Iglesia. Ellos tienen que convertirse y reconocer su pecado, también “reservado” al Obispo.
Junto a la decidida defensa de la vida, hemos de ser claros en lo que a la vida naciente se refiere. El rechazo y la condena del aborto no pueden tener ningún tipo de excepción. De allí que los cristianos católicos proclamemos el Evangelio de la vida y exijamos que nuestra legislación venezolana no abra brechas en contra de la defensa de la vida (es decir, a favor del aborto y la eutanasia). Es un compromiso que surge por ser seguidores del Dios de la vida y del amor. Hace algún tiempo, en una pared en Caracas leí un “graffiti” que puede ayudar a entender porqué debemos luchar en contra del aborto y a favor de la vida: “Sólo puede defender el aborto, aquél que no murió abortado”. Ojalá esto lo tengan en cuenta todos los que defienden, promueven y realizan la praxis del aborto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario