Las personas que tejen la historia del este nuevo milenio, tendrán que reconocer que el Concilio Ecuménico Vaticano II (1962-1965) es el evento eclesial más importante del siglo XX. Los cristianos lo hemos vivido como “un nuevo pentecostés”, haciendo referencia al acontecimiento salvífico de la venida del Espíritu Santo (Hch 2), que renovó radicalmente la faz de la tierra con el nacimiento de la Iglesia. Así, con la acción del mismo Espíritu, se renueva la Iglesia y, rejuvenecida, se presenta a la humanidad como su servidora, enriqueciéndola con los valores del Evangelio de Jesús.
El próximo 11 de octubre celebraremos el jubileo de oro de su apertura. Pues, fue ese día, cincuenta años atrás, cuando solemnemente Juan XXIII inaugura el Concilio Vaticano II. Este mismo Papa había sorprendido a todos cuando el día 25 de enero de 1959 anunció su determinación de convocar un Concilio ecuménico para la Iglesia universal. Ninguno pensaba en la posibilidad de un evento de tal magnitud, pues se creía que con la proclamación de la infalibilidad del Sumo Pontífice los concilios no eran necesarios. Pero, el Papa Bueno, se deja guiar por el Espíritu y, abriendo ventanas y puertas, lo deja entrar como viento impetuoso para un cambio total de la manera de ser y de actuar de la Iglesia encarnada en la nueva época de la humanidad. Después de este sorprendente anuncio, se comienza a trabajar en su preparación.
Importante es la Constitución Apostólica Humanae Salutis (25/12/1961) con la que el Papa convoca formalmente el Concilio. Pues, en ella expone su necesidad y sus fines. Es urgente ocuparse con afán en pro de la unidad de los cristianos y, por otro lado, para que la misión de la Iglesia sea creíble, escrutando los signos de los tiempos, es necesaria una apertura de diálogo sincero con el mundo moderno. Se deben superar las relaciones hostiles con una humanidad que espera ser comprendida, respetada en su autonomía, servida y enriquecida por los valores cristianos, no censurada y condenada. Para eso, la Iglesia en el Concilio se debe renovar totalmente, comenzando por buscar en el mismo misterio de Dios trinidad, su propia naturaleza. A partir de aceptar una nueva comprensión de lo que significa la revelación divina, comienza a descubrirse en la historia salvífica, como fruto amoroso del Padre y de la misión del Hijo y del Espíritu Santo.
Juan XXIII muere el 3 de junio de 1963. Algunos comentan que lo eligieron, por ser un anciano de 77 años de edad, como un Papa de transición. Ciertamente, como más tarde interpreta el prestigioso teólogo dominico Ives Congar, Juan XXIII obró un paso: “Transición o paso de una Iglesia en sí a una Iglesia para los hombres, abierta al diálogo con los otros. Este aspecto se puso de relieve en el Concilio o con ocasión del Concilio, pero también en el estilo tan pastoral y tan evangélico de este corto Pontificado” (Diario del Concilio p.41).
Pocos días después, el 21 de junio de 1963, es elegido Papa el Cardenal Juan Bautista Montini con el nombre de Pablo VI. Éste, siendo Arzobispo de Milán, estando en Roma para participar del Concilio, escribe una extraordinaria Carta Pastoral para su Iglesia Local. Hago referencia a ella porque irradia luces de comprensión sobre el evento. Para el Cardenal Montini, este Concilio es anhelado ocultamente, pues, “podría decirse que si la concatenación exterior de los hechos, que llamamos históricos, no esperaba un acontecimiento semejante, lo esperaba, como si lo estuviese madurando casi sin darse perfecta cuenta de ello, el estado de ánimo de la catolicidad. Se sentía la necesidad de esta llamada”. Completa su pensamiento diciendo que “por eso, cuando el Papa anunció el Concilio Ecuménico, parece como si hubiera adivinado un ansia secreta, no sólo del Colegio episcopal, sino de la catolicidad entera”. Sin pensar que, como sucesor de Juan XXIII, él va a seguir, culminar y dar cumplimiento al Vaticano II.
Ya en esta Carta Pastoral, siente que el Concilio debe tratar como tema central la Iglesia misma. Afirma que “conviene que nos habituemos a hacer este esfuerzo, humilde, atento, amoroso, de buscar el origen de la Iglesia en el pensamiento divino, saboreando las palabras de la sagrada Escritura”. Así lo manifestará también en su discurso de inauguración del segundo período del Concilio (29/09/1963). Ahí plantea la necesidad de una noción más plena de la Iglesia; la renovación de la Iglesia católica, según él, causa principal del Concilio; la reconstrucción de la unidad entre todos los cristianos y el diálogo con la humanidad actual. Más ampliamente lo tratará en su primera Encíclica Ecclesiam suam (06/08/1964).
Este Concilio se desarrolla en tres años. Una solemne ceremonia, el 8 de diciembre de 1965, marca el término de sus sesiones. Me parece que es digno de mención de la luminosa homilía de Pablo VI el día anterior en el cierre de la última sesión conciliar (la sesión IX). En principio, nos deja abierta un interrogante que espera todavía una respuesta, que se debe dar en su recepción continua. Por su parte, Juan Pablo II, al comienzo del presente milenio nos invita a seguirnos interrogando sobre el Vaticano II. En la homilía referida, Pablo VI confirma que el Concilio se refiere fundamentalmente de la Iglesia, de su naturaleza, de su composición, de su vocación ecuménica, de su actividad apostólica y misionera, en perfecta coherencia con sus objetivos. Pero, sobre todo, se presenta a la humanidad como su sirvienta. Expresa el Papa que “tal vez nunca como en esta ocasión ha sentido la Iglesia la necesidad de conocer, de acercarse, de comprender, de penetrar, de servir, de evangelizar a la sociedad que la rodea y de seguirla; por decirlo así, de alcanzarla casi en su rápido y continuo cambio”.
Estas líneas que presento pretenden ser sólo un estimulo para que se estudie, se acoja y se siga el camino renovador que ha suscitado este gran evento eclesial. Sin duda, sus enseñanzas aún son un tesoro por descubrir y vivir.
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