Mons. Ovidio Pérez Morales
Comunidad, en el sentido genuino
de la palabra, significa, encuentro, compartir, comunión, de personas.
Sin personas presentes y
participantes no puede hablarse, por tanto, de comunidad. Se tendría sólo una
yuxtaposición, agrupación, conglomerado de seres humanos. Un grupo de éstos,
simplemente esperando el metro o asistiendo a un juego de fútbol, no
constituye una comunidad.
En política es común el término
“masa” para denominar una multitud manifestando su adhesión partidista. Así se
habla también de “partido de masas” y cosas por el estilo. En realidad, “masa”
es aquí un término impropio, pues devalúa una congregación de seres humanos.
Decir que comunidad
implica personas subraya su importancia como encuentro de sujetos
conscientes, libres y relacionados, y, al mismo tiempo, la necesidad de que
aquélla promueva el crecimiento de sus integrantes en una dinámica ad
intra y ad extra (hacia adentro y hacia afuera), en interioridad-y-comunicación,
como polos complementarios e inseparables. Autores como Emmanuel Mounier ya lo
señalaron oportunamente.
Una comunidad es, por
consiguiente, una asamblea con rostros. Conjunción de personas, que se
relacionan entre sí con sus propias identidades psicosomáticas, huellas
digitales, códigos genéticos, gustos, carismas y carencias, cualidades y
defectos, virtudes y vicios. En fin, con personalidades diversas, formando una
unidad polícroma, polifónica, plural. Cada una con el protagonismo que le
compete y el sentido crítico que está llamada a ejercer.
No podrá hablarse de una “nueva
sociedad”, como futuro deseable, sin comunidades en solidaria
interacción.
En nuestro país, el proyecto
político-ideológico oficial se autocomprende y ofrece como “socialista”, con la
especificación “del Siglo XXI”. Por la cédula de identidad que presenta, entra
en la categoría de “socialismo marxista”, el cual en el siglo XX se concretó en
el llamado “socialismo real”, de triste recuerdo y una de cuyas reliquias
se conserva en la isla de Cuba. Ese socialismo se autoentiende como
proceso hacia una plenitud de abundancia y felicidad en la etapa
definitiva de la Historia: el “Comunismo”.
Más allá, sin embargo, de
expectativas mesiánicas y de mistificaciones sistemáticamente mantenidas, un
tal tipo de socialismo y comunismo contradice, no sólo en base a
los principios, criterios y procedimientos que lo acompañan, sino
también a la experiencia histórica, lo que sería dable esperar de un verdadero
socialismo o comunismo.
¿Cuál es, en efecto la dinámica
del socialismo a la marxista? No otra cosa sino un proceso de estatización, de
concentración de poder, de uniformismo, contrario a lo que sugiere el término socialización
comunización, a saber, poder efectivo de los seres humanos que componen el
pueblo, desde las comunidades mismas; real protagonismo compartido
en de solidaria corresponsabilidad. En el “socialismo a la marxista” (como es
el caso del SSXXI), todo esto se falsea en la jerga de “dictadura del
proletariado”, “vanguardias” iluminadas, “líderes” encarnatorios del
pueblo. Especie de “religión” con dogmas y jerarquía de origen superior.
Todo ello termina en conformaciones totalitarias de la sociedad,
superconcentraciones del poder, hegemonía económico-político-cultural,
impuestas desde el Partido y su “Líder-Padre bondadoso”. ¿Resultado? Los grupos
y asociaciones de base son asfixiados por la maquinaria del poder. Al
movimiento de los trabajadores y a las asociaciones profesionales o de
variados intereses societarios se los convierte en correas de transmisión de un
comando ideológico-político homogeneizante. Producto final: totalitarismo puro
y simple
Cuando exigimos cosas como la
libertad de comunicación y asociación, no lo hacemos en aras de un formalismo
democrático, sino como requisito y consecuencia de una genuina sociedad
comunitaria, la cual, porque compuesta de personas, se manifiesta
necesariamente en pluralidad de formas, tanto en lo económico, como en lo
político y ético-cultural.
El Socialismo del Siglo XXI va,
así, en la línea del “unicismo”. Pensamiento único, partido único,
comunicación “única” (hegemonía comunicacional), economía única (estatizada)
etcétera. Todo ello contraría la auténtica promoción de las personas y sus
comunidades, favoreciendo o imponiendo una masificación (colectivización)
despersonalizadora.
Un socialismo y un comunismo
verdaderos tendrían que ser animadores y constructores de socialidad y de
comunión, de conjunción de personas en interrelación y compartir solidarios.
Lo que está en juego el 7-O es, por tanto, mucho
más que un cambio de gobierno o aún de régimen.
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