lunes, 1 de febrero de 2010

EL SILENCIO SE HIZO PALABRA

Tomado del capítulo XI del libro:
Silvio Jose, BÁEZ, Cuando todo calla. El silencio en la Biblia, Madrid 2009

En el Nuevo Testamento, el silencio, más allá de las formas contingentes con las que se puede presentar, tiene siempre un origen único. Nace del «misterio envuelto en el silencio (mysterion sesigemenon) durante siglos eternos, pero manifestado al presente» (Rom 16,25-26). El mysterion es el proyecto eterno de Dios, con su estructura intrínseca y dinámica de realidad escondida y revelada, silenciosa y manifiesta. Envuelto en el silencio por toda la eternidad, el mysterion se ha hecho visible históricamente en el evento de la Palabra hecha carne y en el sucesivo anuncio kerigmático del Cristo.
Dios no es una individualidad replegada en sí misma, sino un misterio relacional que es expresión de sí mismo, fuerza de amor extático, diálogo eterno que se expande y, en cuanto tal, fuente originaria de toda relación. El prólogo del Evangelio de Juan afirma que «en el principio existía el Logos» (Jn 1,1), es decir, la Palabra, que en el pensamiento bíblico es también inmediatamente dinamismo, acción, proyecto divino. El mismo prólogo joánico celebra que este misterio divino, se ha revelado en un momento determinado de la historia en un hombre, Jesús de Nazaret: «el Logos se hizo carne» (Jn 1,14). Por eso, para el Nuevo Testamento, el concepto de «palabra» es determinante, es una categoría teológica fundamental. Cristo Palabra es, en efecto, el camino que revela y conduce al misterio divino. El silencio en el Nuevo Testamento se define siempre en relación con este evento fundamental y único, la manifestación del Logos de Dios en la existencia histórica de Jesús.
En el mismo prólogo del Evangelio de Juan se afirma también que «a Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo único, que está en el seno del Padre, él nos lo ha narrado (exegesato)» (Jn 1,18). En sintonía con toda la tradición bíblica, se afirma la imposibilidad de ver a Dios, incluso después de la manifestación del Hijo, que ha vivido «en el seno del Padre», continuamente orientado al Padre en su existencia terrena. El «ver» a Dios acontece en el «escuchar» al Hijo, cuya misión reveladora es descrita en el evangelio de Juan con un verbo que pertenece al campo semántico del lenguaje y de la descripción, exegéomai, «narrar», «relatar», «explicar detalladamente», como hace un testigo en relación con un evento. El Hijo único, el único testigo ocular del Padre, «narra» lo que ha visto y oído, y su «narración» es auténtica, porque sólo Dios puede hablar en modo adecuado de Dios.
La Palabra, el Hijo, es la puerta que nos introduce en el abismal misterio divino, silencioso y escondido. El Dios revelado en Cristo es al mismo tiempo invisible y silencioso, manifiesto y revelado. Por lo tanto, acoge la Palabra hecha carne sólo quien va más allá de la Palabra y escucha el Silencio, del que ella procede y al que ella revela. La auténtica escucha de la Palabra supone este atravesar la Palabra e ir más allá de ella, hasta oír el Silencio, hasta acoger en la fe al Padre, de quien el Hijo es su plena revelación: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado» (Jn 12,44; cf. 13,20; 14,24). La adhesión de fe a la Palabra exige la escucha del misterio divino que se ha hecho accesible en la encarnación del Hijo, exige la acogida del Padre, el Dios escondido en el silencio. Lo ha dicho en modo sublime San Juan de la Cruz: «Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma».

Si tu rasgases los cielos y bajases

La experiencia religiosa del judaísmo inmediatamente anterior a la época del Nuevo Testamento se caracteriza no sólo por la centralidad de la torah, sino por la conciencia colectiva de vivir una época de silencio, de ausencia de palabras proféticas. Se vivía una especie de nostalgia por la palabra divina, como dejan entrever algunos textos tardíos del Antiguo Testamento: «¡Ah!, si rasgases los cielos y bajases» (Is 63,19); «Tribulación tan grande no sufrió Israel desde los tiempos en que dejaron de aparecer los profetas» (1 Mac 9,27).
Este período histórico de ausencia de la palabra profética se convierte en espera ansiosa gracias a la fe de innumerables hombres y mujeres, que continuaron viviendo en actitud de profunda escucha frente a Dios. Entre ellos destacan los personajes de quienes hablan los evangelios de la infancia inmediatamente antes del nacimiento de Jesús: Simeón, Ana, Isabel, Zacarías.
Este último es como un icono de este tiempo de esperanza. Su silencio precede y acompaña la manifestación de la última voz profética antes de Jesús, la de Juan Bautista. Zacarías, cuando recibe del ángel el anuncio del nacimiento del hijo, se queda mudo, según el relato por no haber creído y haber pedido un signo (Lc 1,18.20). Sin embargo, esta explicación no es del todo satisfactoria, ya que muchos otros personajes bíblicos antes de él habían pedido un signo a Dios y no han sido presentados necesariamente como faltos de fe (Gn 15,8; Jue 6,36-40; Is 38,3; Lc 1,34). Probablemente el silencio de Zacarías, desde una perspectiva cristiana, tiene un valor catequético: hay que acoger la palabra de Dios sin pedir signos (Jn 20,29). Desde otra clave, simbólica y teológica, su silencio es como un reflejo y una prolongación histórica del «mysterion envuelto en el silencio durante siglos eternos» (Rom 16,26) y que comienza a manifestarse con la llegada del Mesías. El ángel, en efecto, le dice a Zacarías: «Vas a quedar mudo y no podrás hablar hasta el día en que sucedan estas cosas» (Lc 1,20).
Más tarde, cuando tienen que ponerle un nombre al hijo que ha nacido de Isabel, su mujer estéril, Zacarías, todavía sin poder hablar, «pidió una tablilla y escribió: Juan es su nombre» (Lc 1,63). Indica el nombre que le había dicho el ángel (Lc 1,13), el mismo que también Isabel, sin haberse puesto de acuerdo con Zacarías, había indicado (Lc 1,60). El nombre es simbólico, «Juan», es decir, «Dios tiene misericordia». Es un nombre que proviene de Dios, como proviene de Dios el niño que llevará el nombre. Apenas escrito el nombre del hijo, dicho silenciosamente a través de la escritura, Zacarías comienza otra vez a hablar. El nombre de Juan nace del silencio y en el silencio. Zacarías, además, apenas vuelve a hablar, entona un cántico al Señor, Dios de Israel, el Benedictus, un cántico que Lucas presenta como profético (Lc 1,67). Del silencio de Zacarías nacen un hijo profeta, la última palabra profética de la antigua alianza, y una bendición profética, que ilumina y celebra el sentido de los eventos salvadores que preceden la llegada del Mesías.

Desde los cielos se escucha la voz del Padre

El evangelio de Lucas ambienta en el silencio de la noche el nacimiento de Jesús (Lc 2,8), y todos los evangelistas relatan el descubrimiento del sepulcro vacío el día de pascua, precisamente en el momento en que la noche cede su puesto al día, en el momento de la aurora del primer día de la semana (Mt 28,1; Mc 16,2; Lc 24,1). La noche, como tiempo de silencio, es un ámbito privilegiado para la intervención salvadora de Dios. Noche y silencio constituyen un contexto cósmico ideal para narrar la irrupción de la Palabra, que se revela soberana precisamente allí donde no hay sonidos, ruidos o voces que puedan interferir con ella.
La aparición silenciosa de la Palabra en la historia, suscita a su vez otros silencios significativos. El silencio de José, que desconcertado frente al embarazo de María, que él no logra comprender, decide despedirla secretamente, en privado, en silencio (Mt 1,19). Después, iluminado por Dios, siempre silencioso (¡de él no conocemos ninguna palabra en los evangelios!), actúa solícito y obediente a los designios divinos (Mt 1,20-24). Es significativo también el silencio de María, que vive siempre atenta a los acontecimientos que tienen que ver con su hijo y que luego conserva, silenciosa y amorosamente, con esmero e inteligencia creyente, en su propio corazón (Lc 2,19.51).

De http://www.debarim.it/

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