(Sermón 350,2-3)
El amor por el que amamos a Dios y al prójimo resume en sí toda la grandeza y profundidad de los demás preceptos divinos. He aquí lo que nos enseña el único Maestro celestial: "Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu entendimiento; y amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos mandamientos depende toda la Ley y los profetas” (Mt 22, 37-40). Por consiguiente, si te falta tiempo para estudiar página por página todas las de la Escritura, o para quitar todos los velos que cubren sus palabras y penetrar en todos los secretos de las Escrituras, practica la caridad, que lo comprende todo. Así poseerás lo que has aprendido y lo que no has alcanzado a descifrar. En efecto, si tienes la caridad, sabes ya un principio que en sí contiene aquello que quizá no entiendes. En los pasajes de la Escritura abiertos a tu inteligencia la caridad se manifiesta, y en los ocultos la caridad se esconde. Si pones en práctica esta virtud en tus costumbres, posees todos los divinos oráculos, los entiendas o no.
Por tanto, hermanos, perseguid la caridad, dulce y saludable vínculo de los corazones; sin ella, el más rico es pobre, y con ella el pobre es rico. La caridad es la que nos da paciencia en las aflicciones, moderación en la prosperidad, valor en las adversidades, alegría en las obras buenas; ella nos ofrece un asilo seguro en las tentaciones, da generosamente hospitalidad a los desvalidos, alegra el corazón cuando encuentra verdaderos hermanos y presta paciencia para sufrir a los traidores.
Ofreció la caridad agradables sacrificios en la persona de Abel; dio a Noé un refugio seguro durante el diluvio; fue la fiel compañera de Abraham en todos sus viajes; inspiró a Moisés suave dulzura en medio de las injurias y gran mansedumbre a David en sus tribulaciones. Amortiguó las llamas devoradoras de los tres jóvenes hebreos en el horno y dio valor a los Macabeos en las torturas del fuego.
La caridad fue casta en el matrimonio de Susana, casta con Ana en su viudez y casta con María en su virginidad. Fue causa de santa libertad en Pablo para corregir y de humildad en Pedro para obedecer; humana en los cristianos para arrepentirse de sus culpas, divina en Cristo para perdonárselas. Pero ¿qué elogio puedo ver yo de la caridad, después de haberlo hecho el mismo Señor, enseñándonos por boca de su Apóstol que es la más excelente de todas las virtudes? Mostrándonos un camino de sublime perfección, dice: “Aunque yo hablara las lenguas de los Hombres y los de Ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Y aunque tuviera el don de profecía y supiera todos los misterios y toda la ciencia; y aunque tuviera tal fe que trasladar los montes, si no tengo caridad, nada soy. Y aunque distribuyera todos mis bienes entre los pobres, y aunque entregara mi cuerpo para ser quemado, si no tengo caridad, de nada me aprovecha.
La caridad es paciente: es benigna; la caridad no es envidiosa, no obra precipitadamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca su interés, no se irrita, no piensa mal, no se goza con el mal, se alegra con la verdad. Todo lo tolera, todo lo cree, todo lo espera, lo soporta todo. La caridad nunca fenece” (1 Cor 13, 1-8).
¡Cuántos tesoros encierra la caridad! Es el alma de la Escritura, la virtud de las profecías, la salvación de los misterios, el fundamento de la ciencia, el fruto de la fe, la riqueza de los pobres, la vida de los moribundos. ¿Se puede imaginar mayor magnanimidad que la de morir por los impíos, o mayor generosidad que la de amar a los enemigos?
La caridad es la única que no se entristece por la felicidad ajena, porque no es envidiosa. Es la única que no sufre el remordimiento de la mala conciencia, porque no obra irreflexivamente. La caridad permanece tranquila en los insultos; en medio del odio hace el bien; en la cólera tiene calma; en los artificios de los enemigos es inocente y sencilla; gime en las injusticias y se expansiona con la verdad.
Imagina, si puedes, una cosa con más fortaleza que la caridad, no para vengar injurias, sino más bien para restañarlas. Imagina una cosa más fiel, no por vanidad, sino por motivos sobrenaturales, que miran a la vida eterna. Porque todo lo que sufre en la vida presente es porque cree con firmeza en lo que está revelado de la vida futura: si tolera los males, es porque espera los bienes que Dios promete en el cielo; por eso la caridad no se acaba nunca.
Busca, pues, la caridad, y meditando santamente en ella, procura producir frutos de santidad. Y todo cuanto encuentres de más excelente en ella y que yo no haya notado, que se manifieste en tus costumbres.
(Tomado de: José Antonio Loarte, El tesoro de los Padres, Rialp, Madrid 1998, pags. 229-230)
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