miércoles, 21 de abril de 2010

A mi Madre la Iglesia

Andrés Bravo
Capellán de la UNICA

Yo soy de los que creen, con San Cipriano (siglo III), que “no se puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre”. En un contexto de graves divisiones y errores doctrinales dentro de la Iglesia, se levanta valiente la voz del Obispo de Cartago (África) para consagrarse con amor apasionado, con acciones y reflexiones, por la unidad de la Iglesia. Para él esta unidad abarca a la humanidad entera. Pues, “la Iglesia, inundada de la luz del Señor, esparce sus rayos por todo el mundo y, sin embargo, es una sola la luz que se difunde por doquier, y no se divide la unidad del cuerpo; extiende sus ramas con gran generosidad por toda la tierra; envía sus ríos, que fluyen con largueza por todas partes. Y sin embargo una sola es la cabeza, uno solo el origen y una sola la Madre, rica por los frutos de su fecundidad. De su seno nacemos, con su leche nos alimentamos, y por su espíritu somos vivificados”. Además, para el Santo Africano que selló con el martirio su fe en Dios y su amor a su Madre la Iglesia, la unidad es comunión de amor de todo el género humano entre sí que tiene por fuente, modelo y meta en el mismo misterio de Dios que es Comunión de Amor, Trinidad Santa. Es de él de quien la misma Iglesia en el Concilio Vaticano II recibe su inspiración para descubrir su identidad renovadora: “Toda la Iglesia aparece como el pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Lumen gentium 4 citando a Cipriano). He ahí el fundamento de la Iglesia Sacramento de Comunión.

La Iglesia es Madre porque da la vida, porque une, porque ama. Es para los pueblos como la gallina-mamá que desea unir a sus pollitos-hijos y protegerlos entre sus alas (cf. Mat 23,37). Es Aquella de quien profetizó Isaías cuando, como Madre de los pueblos, la nueva Jerusalén (la Iglesia) sea la que les alimente y les lleve en sus brazos, la que sentándolos en sus rodillas les acariciare y consuele, indicando así los días de gloria (cf. Is 66,12-13). Es, sin duda, el gozo más grande de una Madre, la de lograr que sus hijos vivan unidos en el amor, capaces de respetarse y servirse entre sí, bajo su guía y en su seno amoroso. Por el contrario, nada hace sufrir a una Madre como ver a sus hijos en discordia, divididos, enemistados, dispersos y maltratándose. Por más que expresen con palabras su amor a la Madre, si no viven en el amor como hermanos, no podrán hacerla feliz. Por eso, tal como lo dije al comienzo, soy de los que creen que no se puede tener a Dios por Padre, quien no tenga a la Iglesia por Madre. Pero, además, no entiendo cómo se puede tener a Dios como Padre si no reconocemos a los otros como hermanos. Y, de la misma manera, tampoco podemos entender tener como Madre a la Iglesia si no somos hermanos entre sí. Pues, así como Dios Padre se ha revelado plenamente en el Hijo amado; así también quiere permanecer presente y actuando su salvación en su Iglesia que, en la comunión de amor de sus hijos, es sacramento para toda la humanidad. En suma, para tener a Dios por Padre y a la Iglesia por Madre, debemos vivir en la Comunión de amor.

Para nuestra interpretación cristiana, la Madre Iglesia (o la Comunidad Cristiana, como prefieren denominarla algunos) es aquella mujer preñada del Apocalipsis (cf. Ap 12 y 13) que, a pesar de gritar dolores de parto y en el apuro de dar a luz, se enfrenta al gran Dragón, de siete cabezas y siete cuernos, presto a devorar a su Hijo que va a nacer. El Varón nace y es conducido hasta el trono de Dios. Pero, la Madre debe quedarse y andar el desierto de la historia humana, lugar de peligrosas tentaciones. Entre otras importantes lecturas de la rica simbología del texto, aquí vemos la situación de la Iglesia presente en el mundo, no extraña, más bien encarnada como su Señor. Debe andar con sus hijos pelegrinos históricos el desierto del mundo hasta la Comunión Trinitaria, lugar de plena libertad. Aquí la Iglesia se encuentra entre dos polos de la historia de la salvación, marcada por el Señor, entre la primera venida (Navidad) y la segunda venida (Reino de Dios). Con su vocación de santidad y la lucha constante contra el pecado que le ataca desde sus debilidades. Pareciera revivir la vocación de María Madre de andar el vía crucis de Jesús, sabiendo que una espada atravesará su alma (cf. Lc 2,35).

Es por eso que la mejor manera de interpretar a la Iglesia entre la dialéctica de vivir en el mundo sin ser del mundo y, además, sin condenar al mundo, sino servirle, amarle y salvarle, es lo que el teólogo francés Henri De Lübac (1896-1991) define como la Paradoja y Misterio de la Iglesia (1967). Con palabras del teólogo termino esta reflexión confesando: “¡Qué realidad tan paradójica es la Iglesia, en todos sus aspectos y contrastes! Durante los veinte siglos de su existencia, ¡cuántos cambios se han verificado en su actitud!... Se me dice que la Iglesia es santa, pero yo la veo llena de pecadores… Sí, paradoja de la Iglesia. No se trata de un juego inútil de retórica. Paradoja de una Iglesia hecha para una humanidad paradójica… Pues bien, en esa comunidad yo encuentro mi sostén, mi fuerza y mi alegría. Esa Iglesia es mi Madre. Y así es como empecé a conocerla, primero en las rodillas de mi madre carnal… La Iglesia es mi Madre porque me ha dado la vida. Es mi Madre porque no cesa de mantenerme y porque, por poco que yo me deje hacer, me hace profundizar cada vez más en la vida… En una palabra, la Iglesia es nuestra Madre, porque nos da a Cristo… Cuando más crece la humanidad, más tiene que renovarse también la Iglesia. No todos sus hijos la comprenden. Unos se espantan, otros se escandalizan… En medio de estas coyunturas, los que la reconocen como Madre tienen que cumplir con su misión, con una paciencia humilde y activa. Porque la Iglesia lleva la esperanza del mundo…”.

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