martes, 29 de abril de 2014

San Juan XXIII: Un nuevo estilo de ser Iglesia


Andrés Bravo
Capellán de la UNICA

          

No puedo ocultar mi preferente veneración al Papa que, como dijo él mismo a un niño enfermo en el hospital romano “Niño Jesús”, alguna vez se llamó Ángelo José Roncalli (1881-1963), quien al ser elegido pontífice de la Iglesia Universal adoptó el nombre de Juan XXIII y sus contemporáneos lo identificaron como el Papa Bueno. Sin embargo, soy de los que piensan que las comparaciones son odiosas y que cada uno ha sido dotado por Dios de valores extraordinarios que han servido a la edificación de la Iglesia y al desarrollo de la humanidad actual. Además, pienso que ningún ser humano es sustituible, tampoco el Obispo de Roma. Es aún más difícil creer que nuestro Juan pudo sustituir a Pío XII. Ni Pablo VI o Juan Pablo I o Juan Pablo II pudo sustituirlo a él. Cada uno hace su propia historia unidos sí, en la fe en quien los eligió y en el amor a la Iglesia y a una humanidad herida y, a la vez, repleta de grandes oportunidades de crecimiento humano.
            Los que aún peregrinamos por la historia hemos experimentado, sin duda, la cercanía de Juan Pablo II, quien colmó al mundo con su presencia y con su mensaje evangélico. Pero, fue Juan XXIII quien encaminó un estilo nuevo de ser Iglesia, más pastoral, más evangélica, más humana. Ese camino que hoy sigue construyéndose con el Papa Francisco y que tiene su hito en la convocatoria y apertura del acontecimiento pentecostal del siglo XX, el Concilio Ecuménico Vaticano II. Porque, lo afirma el Papa  bueno en la Humanae Salutis (25/12/1961), cuando un orden nuevo se está gestando en la humanidad, la Iglesia no puede estar entretenida en cuidarse intacta como quien custodia un museo, sino que asume una inmensa misión, como ha sucedido en las épocas más trágicas de la historia. Dice: “Lo que se exige hoy de la Iglesia es que infunda en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio”. No más censuras, no más condenas, no más juicios. Ahora la Iglesia es encuentro, diálogo, servicio, a todos los hombres, a los cercanos y lejanos, a los cristianos no católicos, a los no cristianos y a las personas de pensamientos filosóficos, humanistas, políticos, culturales, económicos, científicos, creyentes o no. Aprender de ellos y brindarles los valores del Evangelio de Jesús, que acogerán con libertad.
            Juan XXIII tiene una actitud optimista de la humanidad. Se resiste a creer que es un mundo perdido. Naturalmente, no ignora sus males y peligros, no es un ingenuo: “La humanidad alardea de sus recientes conquistas en el campo científico y técnico, pero sufre también las consecuencias de un orden temporal que algunos han querido organizar prescindiendo de Dios. Por esto, el progreso espiritual del hombre contemporáneo no ha seguido los pasos del progreso material”. Denuncia “las sangrientas guerras, las lamentables ruinas espirituales causadas en todo el mundo por muchas ideologías y las amargas experiencias que durante tanto tiempo han sufrido los hombres”. Sin embargo, el Papa Juan no acepta a aquellos “que sólo ven tinieblas a su alrededor, como si este mundo estuviera totalmente envuelto por ellas”. Preferimos, afirma, poner toda nuestra confianza en el Salvador de la humanidad. Más aún, “creemos vislumbrar, en medio de tantas tinieblas, no pocos indicios que nos hacen concebir esperanzas de tiempos mejores para la Iglesia y la humanidad”. Así, nos exhorta a escrutar los signos de los tiempos y responder a los retos históricos.
            Lo que pide el Papa Juan con el Concilio es “ofrecer al mundo, extraviado, confuso y angustiado bajo la amenaza de nuevos conflictos espantosos, la posibilidad, para todos los hombres de buena voluntad, de fomentar pensamientos y propósitos de paz”. Así, en su famoso radio-mensaje del 11 de septiembre de 1962, expresa sin temor la necesidad de una profunda y auténtica renovación de la Iglesia. Prevaleciendo el llamado de ser, “Iglesia de todos, en particular, la Iglesia de los pobres”. Y agrega claramente, que “es deber de todo hombre, y deber más urgente para el cristiano, el considerar lo superfluo con la medida de las necesidades del prójimo y el poner buen cuidado en que la administración y la distribución de los bienes creados se haga con ventaja de todos”.
            Juan XXIII, de profunda preparación académica y un don especial de humanidad, tuvo la sabiduría de aprender con experiencias variadas que adquirió en diversas misiones eclesiales. Como visitador apostólico en Bulgaria (1925) aprendió a servir en la pastoral de la caridad a favor, no sólo de la minoría católica, sino también de los miembros de la Iglesia ortodoxa y de toda la sociedad búlgara. Como delegado de Turquía (1934), donde los católicos eran todavía menos que en Bulgaria, enfrentó el proceso de laicidad del Estado y la penetración islámica con la oportunidad de acercarse también al mundo musulmán. Ahí, según el juicio de los historiadores, tiene Roncalli sus raíces ecuménicas. La segunda guerra mundial movió al futuro Papa a servir en el ámbito de la política y lo social. El conocimiento que tenía del embajador del Tercer Reich, Von Papen, le permitió salvar del holocausto a unos 24.000 judíos y suavizar las medidas represivas con que las tropas del Eje sofocaron a Grecia, país que había entrado, junto a Turquía, en la jurisdicción de la diplomacia pastoral de Roncalli.
            Quizá fue como nuncio de París (1942) donde aprendió más a valorar las relaciones amistosas, evangélicas y humanas con las diferentes culturas modernas, con los hombres de ciencia, con diversas ideologías políticas y sistemas económicos diversos de grandes poderes sobre la humanidad. Una sociedad amenazada constantemente con la guerra encontró a un Obispo sirviendo a la paz. Esta experiencia le ha servido de autoridad para, como Papa de la paz, ofrecernos el más importante de sus documentos, la Encíclica Pacem in terris, donde asegura que la paz se funda en la verdad, en la justicia, en la libertad y es fruto del amor.
Dos hechos eclesiales son atendidos por el buen nuncio en Francia, con mucha comprensión y apertura. La experiencia de los curas obreros, aplicando su principio que expresaba: “Sin un poco de santa locura, la Iglesia no ensancha sus pabellones”. Y la renovación teológica llamada nouvelle théologie atacada por muchos como sospechosa, con un acercamiento al modernismo. Más tarde, como sabemos, los representantes de esta corriente teológica, junto a los grandes movimientos de renovación litúrgica, social, patrística y bíblica, ayudan al Papa Juan a desarrollar los más significativos temas del Vaticano II. Su motor fundamental es la fe y la esperanza sin vacilación, con una gran libertad interior que manifestaba con admirable sencillez: “Nada hay de heroico en cuanto me ha sucedido y en cuanto he creído que tenía que hacer. Una vez que se ha renunciado a todo, exactamente a todo, cualquier audacia resulta la cosa más simple y natural del mundo”.
Estando todavía en París, en 1953 Pío XII lo hace Cardenal. Pero, tres días después asume como Patriarca de Venecia, donde tiene una extraordinaria experiencia de Pastor que le prepara para su futuro destino como Obispo de Roma. Sólo llegando a Venecia, dejó claro que no lo consideraran un político o diplomático, él era un Sacerdote. Eso fue y lo hizo notar en todas sus acciones pastorales. También, en condición de Pastor, no dejó de atender los desafíos socios-políticos de su jurisdicción. Es digno de recordar que dejó escuchar su voz cuando en 1957 se realizó en Venecia un congreso socialista de Nenni. Entre otras cosas, les advirtió a los congresistas: “Espero que harán los marxista esfuerzos para encontrar un sistema que favorezca la mutua inteligencia, un sistema que contribuya a mejorar las condiciones de vida y la prosperidad de la sociedad”. Con este manifiesto, el Sacerdote no fue para nada beligerante ni inquisidor, sino un Pastor que exige el bien común para su pueblo.
            Esta reflexión jamás podrá considerarse culminada. La historia, el pensamiento y el espíritu de este grande de la Iglesia, a pesar de su corto pontificado, significó una larga experiencia de renovación eclesial que se desbordó a toda la humanidad. Me basta finalizar esta corta nota con el testimonio del teólogo español Eloy Bueno de la Fuente: “La convocatoria del Vaticano II por Juan XXIII, por lo imprevista, pareció un milagro. A inicio llamó la atención la preocupación ecuménica del Papa, pero muy pronto apareció la renovación de la Iglesia como objetivo principal, lo que llevaba consigo el aggiornamento, para suscitar un nuevo Pentecostés que acercara el Evangelio a los otros”.

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