martes, 4 de agosto de 2015

La Iglesia servidora de la Paz

Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 35
XVII Domingo Ordinario
             Algunos pensaron que la Iglesia era como una barca en medio de un mar increpado manteniéndose imperturbable a cualquier peligro. Mientras los fuertes vientos y las aguas inclementes destruían todo lo que se encontraban, la barca (Iglesia) no sufría ningún daño. La realidad es que la Iglesia es, en Cristo para el mundo, “un sacramento; es decir, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen gentium 1). Es la barca de toda la humanidad cuyos vientos y aguas increpados arremeten también contra ella porque lo hacen con la humanidad donde está encarnada. Pero con la presencia de Jesús que vence con nosotros desde la cruz hasta el triunfo de la vida.
Por tanto, la Iglesia no es ajena a la humanidad con sus gozos y esperanzas, sus tristezas y angustias, sus aciertos y errores, sus éxitos y fracasos. Porque “la comunidad cristiana (la Iglesia) está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (Gaudium et spes 1). Más aún, la Iglesia es la sirvienta de la humanidad (Pablo VI). En la historia ha aprendido de la humanidad y ha servido a la humanidad. Más que experta en humanidad, como de hecho es, no hay duda, es el lugar de encuentro de los humanos entre sí y con Dios. Es casa y escuela donde todos estamos llamados a convivir como hermanos porque somos hijos de Dios.
            Así pues, la Iglesia es servidora de la humanidad porque es el espacio donde los seres humanos pueden convivir en dignidad, en respeto, en verdad, en justicia, en paz y en amor. Donde todos son personas importantes, cada uno con sus carismas, ministerios y misión. Donde todos somos miembros diversos, pero unidos, del Pueblo que es de Dios. La Iglesia es signo que transparenta al mundo la comunión interhumana y humano-divina. Pero, es instrumento que busca hacer posible que la humanidad aprenda a convivir en el amor y la paz. De esta manera se presenta como un taller donde se construye la humanidad en la paz. Jesús es el arquitecto y el constructor de esta convivencia de amor y paz. Con Él, todos somos constructores en el taller que es la Iglesia.
            La paz es la aspiración más sentida de la humanidad y su vocación esencial, sobre todo, en los momentos donde la convivencia humana está en mayor riesgo de perderse. En este sentido, la Iglesia como Madre y Maestra, nos ha regalado extraordinarias enseñanzas con un Magisterio que ha servido para iluminar los caminos del peregrino histórico y alimentar su corazón y entendimiento con principios de reflexión, criterios de juicios y directrices de acción (cf. Sollicitudo rei socialis 41). Es la revelación transmitida en la Sagrada Escritura como historia de salvación la que nos revela la vocación de servicio de la Iglesia y la vocación de toda la humanidad a una comunión de paz.
La paz se encuentra revelada en la Creación. Existen dos textos del Magisterio que expresan claramente esta afirmación. El primero es del Concilio Vaticano II: “La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios… Pero Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gen 1,27). Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás. Dios, pues, nos dice también la Biblia, miró cuanto había hecho, y lo juzgó muy bueno (Gen 1,31)” (Gaudium et spes 12).
El segundo texto es de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano: “Nos enseña la Sagrada Escritura que no somos nosotros, los hombres, quienes hemos amado primero, Dios es quien primero nos amó. Dios planeó y creó el mundo en Jesucristo, su propia imagen increada (Col 1,15-17). Al hacer el mundo, Dios creó a los hombres para que participáramos es esa comunidad divina de amor: el Padre con el Hijo Unigénito en el Espíritu Santo (Ef 1,3-6). Este designio divino, que en bien de los hombres y para la gloria de la inmensidad de su amor, concibió el Padre en su Hijo antes de crear el mundo (Ef 1,9), nos lo ha revelado conforme al proyecto misterioso que Él tenía de llevar la historia humana a su plenitud, realizando por medio de Jesucristo la unidad del universo, tanto de lo terrestre como de lo celeste (cf. Ef 1,10). El hombre eternamente ideado y eternamente elegido (cf. Juan Pablo II, Discurso inaugural I, 9) en Jesucristo, debía realizarse como imagen creada de Dios, reflejando el misterio divino de comunión en sí mismo y en la convivencia con sus hermanos, a través de una acción transformadora sobre el mundo. Sobre la tierra debía tener, así, el hogar de su felicidad, no un campo de batalla donde reinasen la violencia, el odio, la explotación y la servidumbre” (Puebla 182-184).
            Conclusiones: Dios que es amor, comunión de amor de tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, unidos  en el amor. Perfecto pluralismo y perfecta unidad en el amor, es la comunión de la Trinidad Santa, nos ha creado un mundo para la humanidad. Un mundo bueno y bello, en un perfecto orden armónico (un Paraíso-Jardín). Y ha creado al ser humano a su imagen y semejanza. Es decir, en comunión de amor tal como es el mismo Creador. El misterio de la humanidad es la comunión. La relación amorosa con Dios (revelado plenamente por el Hijo como nuestro Padre) es de filiación, somos hijos en el Hijo, Dios es nuestro Padre quien nos ama en su Hijo. Ahí radica la dignidad de la persona humana: somos la imagen de Dios y, más aún, somos sus hijos. Y si somos hijos, somos hermanos entre sí. La relación amorosa entre los seres humanos, que tiene su fuente en el mismo Dios, es de fraternidad. Porque somos hijos de Dios, somos también nosotros hermanos entre sí.
En este sentido, el Apóstol Juan en su primera carta es enfático: “Quien no practica la justicia ni ama a su hermano no procede de Dios… Quien odia a su hermano es homicida, y saben que ningún homicida posee la vida eterna… El amor llagará en nosotros a su perfección si somos en el mundo lo que Él fue y esperamos confiados el día del juicio. En el amor no cabe el temor, antes bien, el amor desaloja el temor. Porque el temor se refiere al castigo, y quien teme no ha alcanzado un amor perfecto. Nosotros amamos porque Él nos amó antes. Si uno dice que ama a Dios mientras odia a su hermano, miente; porque si no ama al hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y el mandato que nos dio es que quien ama a Dios ame también a su hermano” (1Jn 4,7-21).
Por otro lado, nuestra relación con las cosas creadas, la naturaleza y lo que somos capaces de realizar con ella por medio del trabajo, el arte o artesanía, con la razón y con la habilidad de nuestras manos, es de señorío. No somos destructores del mundo creado ni tampoco somos sus esclavos por las pasiones, ambiciones e idolatrías. El mundo creado está al servicio de toda la humanidad con santidad y justicia. En esto, bien nos podría ayudar el Mensaje de Benedicto XVI de la Jornada de Paz 2010: “¿Acaso no es cierto que en el origen de lo que, en sentido cósmico, llamamos naturaleza, hay un designio de amor y de verdad? El mundo no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar… Procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer participar a las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad (Catecismo de la Iglesia Católica 295). El Libro del génesis nos remite en sus primeras páginas al proyecto sapiente del cosmos, fruto del pensamiento de Dios, en cuya cima se sitúa el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza del Creador para llenar la tierra y dominarla como administradores de Dios mismo (cf. Gen 1,28)”.
            Aquí está el misterio de la paz, su origen, su naturaleza y su ser. Vivir en la armonía originaria de la creación, que es reflejo de Dios-Amor, es la paz a la que todos estamos llamados a construir y que vino a restaurar el Hijo encarnado. Porque “el hombre, ya desde el comienzo, rechazó el amor de su Dios. No tuvo interés por la comunión con Él. Quiso construir un reino en este mundo prescindiendo de Dios. En vez de adorar al Dios verdadero, adoró ídolos: las obras de sus manos, las cosas del mundo; se adoró a sí mismo. Por eso, el hombre se desgarró interiormente. Entraron en el mundo el mal, la muerte y la violencia, el odio y el miedo. Se destruyó la convivencia fraterna. Roto así por el pecado el eje primordial que sujeta al hombre al dominio amoroso del Padre, brotaron todas las esclavitudes” (Puebla 185-186).
La paz, convivencia humana en el amor, sacramento de Dios (Comunión perfecta en el Amor) es destruida por el pecado. El orden de bondad y belleza, se transforma en desnudez y destierro, en odio y fratricida (Caín asesina a Abel). Quien no reconoce a Dios por Padre porque no desea vivir bajo su obediencia, no quiere vivir con el hermano ni le importa trabajar la tierra. El hijo rebelde es el explotador y opresor de su hermano y esclavo del mundo (del pecado). A mi juicio, donde mejor se entiende esta triste realidad es en la parábola del hijo pródigo (Jn 15, 11-32). El destino del pecador es la deshumanización total (ser un sirviente de los cerdos; es decir, de lo impuro) o la conversión (volver a la casa del padre donde sí se vive la justicia, la paz y el amor).
            La humanidad pecadora – el desorden, la discordia, el caos – se destruye: “La tierra estaba corrompida ante Dios y llena de crímenes. Dios vio la tierra corrompida, porque todos los vivientes de la tierra se habían corrompido en su proceder” (Gen 6,11-12). Hace falta un hombre recto y honrado, para reconstruir la armonía y Dios lo encontró en Noé y su familia. El acontecimiento conocido como el diluvio universal, tras una alianza de Dios con Noé, arrasa con una humanidad contraria al designio de Dios. Y, al manifestarse el fin de la destrucción y muerte, por medio de lo que la historia identificará como el símbolo de la paz (la paloma), nace la esperanza de una humanidad pacifica. La alianza con Noé implica un compromiso para los seres humanos: no más violencia, porque “yo pediré cuentas de la sangre y la vida de cada uno de ustedes, se las pediré a cualquier animal. Pero, al hombre le pediré cuentas de la vida de su hermano” (Gen 9, 5). La promesa de Dios es la paz: “El diluvio no volverá a destruir la vida ni habrá otro diluvio que destruya la tierra” (Gen 9, 11).
            Un signo de la convivencia humana en paz y armonía es el lenguaje, la comunicación: “El mundo entero hablaba la misma lengua con las mismas palabras” (Gen 11, 1). La importancia de una comunicación sin obstáculos es indispensable para una convivencia humana en el amor y la paz. A propósito, el Cardenal Carlos María Martini hace una iluminadora interpretación del pasaje evangélico donde se narra la curación del sordomudo (Mc 7, 31-37). Y, para poderlo explicar con la mayor claridad, el Cardenal que es un Maestro en Sagrada Escritura, introduce con una breve interpretación del sentido de la torre de Babel. Se interroga: ¿Es posible un encuentro en Babel? Realmente aquellos tiempos en el que todos se entendían es un tiempo que se presenta ante nosotros más que para recordar o añorar, para plantearnos el compromiso de construir una humanidad donde el lenguaje no sea el del conflicto y de la guerra, sino del entendimiento mutuo en un diálogo franco, abierto, en el respeto y la fraternidad.
Pero, la torre de Babel significa, aun para nosotros, el empeño de construir un monumento gigante que supere al mismo absoluto, para probar así lo que, sin Dios, lo somos capaces de hacer. Pero, lo que se logró fue el desorden de la violencia, grandes monstruos dividieron a la humanidad y se desataron las ambiciones de poder. Las lenguas se confundieron y se rompieron las comunicaciones pacíficas y se desataron las guerras. Explica, pues, el Cardenal: “Babel representa la imposibilidad de todos los humanos para hablar entre ellos con un único lenguaje. Evoca señales que se sobreponen mutuamente, se confunden y se destruyen unas a otras. Babel es el lugar de los encuentros frustrados: las lenguas no se entienden, se multiplican los equívocos y las personas no logran encontrarse. Más bien suceden choques, enfados mutuos; cada cual se lamenta de que el otro no lo comprende” (effatá “Ábrete”, Bogotá 1993, págs. 9-10).
En respuesta a la situación humana significada en Babel, Jesús se hace presente para acercarse a una humanidad que es sorda porque no quiere escuchar con respeto al otro, y es muda porque no es capaz de comunicarse con sinceridad. “Contemplemos a Jesús en el momento en que está haciendo salir a un hombre de su incapacidad de comunicarse. Se trata de la curación del sordomudo contada en Mc 7, 31-37” (id. p. 11). Por eso, sólo los creyentes que, recibiendo al Espíritu Santo, fueron capaces de proclamar el Evangelio de la paz y, sorprendidos sus interlocutores porque les entendían cada uno en su propia lengua, exclamaban: “¿Acaso los que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que cada uno los oímos en nuestra lengua nativa?... Todos los oímos contar, en nuestras lenguas, las maravillas de Dios” (Hech 2, 5-11). Pentecostés es la liberación de la confusión de las comunicaciones humanas y la posibilidad de una nueva humanidad en convivencia de amor, justicia, verdad y paz. A partir de este salvífico acontecimiento divino, la comunidad cristiana se presenta como signo real, existencial, en medio de un mundo dividido, de comunión fraterna: “Los creyentes estaban todos unidos y poseían todo en común. Vendían bienes y posesiones y las repartían según la necesidades de cada uno” (Hech 2, 44-45). Eran testimonio de una comunidad de amor, signo de la paz cristiana. Ésta es la Iglesia, servidora de la paz.
            Maracaibo, 26 de julio de 2015

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