Monseñor Ovidio Pérez Morales
Obispo Emérito de Los Teques
El diálogo en sí no es algo optativo, adicional, para el ser
humano. Se inscribe en su condición misma de persona: ser-para-la
comunicación-y-la-comunión. Lo que equivale a decir: ser-para-el-diálogo.
El ser humano no ha sido creado sólo para co-existir en
sociedad (en la significación más pobre de estos términos) sino para con-vivir,
comunicándose. Esta comunicación es la base y el sentido de la cultura como
ámbito, aire, hogar del desarrollo humano. El diálogo es intercambio verbal y
gestual pero con una ínsita dinámica a la relación interpersonal, que en su más
auténtica expresión es comunión.
La genuina relación dialogal denota un propósito de estima,
simpatía y bondad por parte de quien lo establece. Características del diálogo
son: claridad, ante todo; apacibilidad, no es orgulloso,
hiriente, ofensivo, impositivo, evita los modos violentos, es paciente y
generoso; confianza tanto en el valor de la palabra propia cuanto en la
actitud para aceptarla por parte del interlocutor; prudencia, procurando
conocer la sensibilidad del otro y no serle molesto e incomprensible. Como se
ve, el diálogo constituye un ejercicio de racionalidad al igual que de bondad.
Dialogar no significa perder la propia identidad, pero sí
saber escuchar, comprender y en lo que merezca, secundar. El clima del diálogo
es de amistad y servicio sobre un sólido fundamento de verdad.
Si se comienza poniendo la atención en lo que une y no en lo
que divide –metodología y pedagogía profundamente personales y
personalizantes–, se advierte sin dificultad la gran apertura que entraña la
disposición al diálogo. Nadie puede resultar excluido de antemano, pues
los factores fundamentales de confluencia son múltiples y maravillosos:
la persona, la vida, la comunidad, la paz, los derechos y deberes humanos, la
solidaridad, la condición ética, la preocupación ecológica y los anhelos trascendentes.
El Papa Pablo VI indicó ya (encíclica Ecclesiam Suam)
algunas notas del diálogo: “excluye fingimientos, rivalidades, engaños y
traiciones”; no puede silenciar así la denuncia de lo que significa guerra de
agresión, de conquista o de predominio (Nº 99). El diálogo, si es auténtico, se
amasa con sinceridad y se teje con verdad. Es, en efecto, un compartir de seres
racionales, libres, responsables, iguales en su dignidad. El diálogo no
equivale a parloteo bonachón o a pasatiempo de relaciones públicas. Por eso
invitar a dialogar y aceptar el ofrecimiento sitúan en un escenario de seria
convicción y gran disponibilidad.
Progresar en humanidad implica crecer en la actitud y el
ejercicio del diálogo. Este es reconocimiento de la fraternidad, aceptación de
la justicia, apertura a la solidaridad. Una situación grave de quiebra en el
establecimiento y crecimiento de una sana convivencia es cuando se excluye el
diálogo. Porque no se quiere ningún acuerdo y se excluye toda reconciliación.
En los sistemas totalitarios y en las políticas e ideologías
excluyentes se parte de que no hay nada que dialogar, sino que la solución es
la eliminación del adversario. Lo mismo que sucede en los enfrentamientos
religiosos, origen de las guerras de religión. Algo desastroso que sucede en
estos casos es que se identifican posiciones y personas. Se olvida que si el
error en sí no tiene derecho y no se puede negociar con la verdad, quien está
en el error no deja de ser persona y, por lo tanto, tiene derechos que son inalienables.
Si la humanidad ha podido sobrevivir, es porque en alguna
forma se ha abierto paso la tolerancia. Y porque, tarde o temprano, se ha
podido establecer algún diálogo.
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