martes, 24 de marzo de 2015

La Muerte de Jesús


Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 17
La Muerte de Jesús
Domingo de Ramos

 
            Jesús de Nazaret camina por nuestra historia predicando un nuevo estilo de existencia, anunciando un proyecto que identifica con su propia persona, porque cuando afirma que el reino de Dios está cerca, es porque su misma presencia en el mundo lo testifica: Él es el Dios que reina, aunque no como reinan los monarcas de aquí, sino más bien como un pastor bueno que entrega su vida. Reina amando hasta el extremo. Así lo confesamos sus seguidores. Pues, con su presencia, sus palabras, signos, especialmente con su entrega, realiza la obra salvadora del Padre eterno.
Su programa es hacer realidad la promesa de salvación del Padre, anunciada por los profetas. Concretamente, dar la buena noticia a los pobres, la libertad a los prisioneros, la luz a los ciegos, la liberación a los oprimidos y anunciar que el año de gracia del Señor, año de reconciliación y paz, comienza a realizarse con su presencia (cf. Lc 4,16-30; Is 61,1-2). Esto que para los pobres significa una buena noticia, no lo es para lo que ven amenazados sus privilegios, los que se obstinan en permanecer en el pecado. Por eso, Jesús es siempre una bandera discutida, como lo profetizó el viejo Simeón (cf. Lc 2,33-35).
El conflicto es causado cuando el Evangelio de Jesús se encuentra juzgando una realidad pecadora, de egoísmos, envidias, violencias, odios, desprecios, injusticias, indiferencias, entre muchos otros males que producen miserias y sufrimientos a los seres humanos. Cuando el bien se hace presente, el mal desata su furia y causa el conflicto que lleva a Jesús al calvario.
A Jesús lo condenan y crucifican por dos causas de intereses  humanos: por una parte, el poder religioso de su pueblo lo acusa y condena por blasfemo, ya que, según su juicio, se hace llamar hijo de Dios (cf. Mt, 26,57-68). Y por otra parte, el poder político lo acusa y condena por rebelde, por hacerse llamar rey (cf. 27,11-14). Sin embargo, la causa de Jesús es otra. Él se entrega para, como lo anuncia el día anterior en la cena pascual (última cena), nuestra salvación: “Esto es mi cuerpo, entregado a muerte a favor de ustedes… esta es mi sangre derramada por el perdón de los pecados de todos ustedes” (cf. 1Cor 11, 23-26).
En este sentido nos ayudan las enseñanzas que sobre Jesús nos ofrece la Iglesia latinoamericana en el documento de Puebla (1979). Específicamente en la parte que dedica a “la verdad sobre Jesucristo: el salvador que anunciamos” (Puebla 170-219). Aquí observamos que su existencia ilumina el misterio de su muerte que da sentido a nuestra vida. Aunque suene paradójico, su morir nos revela el valor de vivir nuestra historia trascendiendo este mundo: “Si alguno quiere ser discípulo mío, entréguese de sí mismo, cargue con su cruz y sígame. Porque el que quiera ganar su vida, la perderá; pero el que la entregue por mi causa, la salva para la vida eterna” (cf. Mc 8,34-35; Mt 16,24-25; Lc 9,23-24).
Jesucristo es el enviado que nos trae la liberación integral (cf. Puebla 166), ésta es la respuesta de la Iglesia latinoamericana a la fundamental cuestión del cristianismo: “¿Y ustedes quién dicen que soy yo?” (Mt 16,15). De ahí nuestra misión de “presentar a Jesús de Nazaret compartiendo la vida, las esperanzas y las angustias de su pueblo y mostrar que Él es el Cristo creído, proclamado y celebrado por la Iglesia” (Puebla 176). Además, es el que, con su entrega, se hace solidario con los sufrimientos y aspiraciones de nuestro pueblo, “capaz de transformar nuestra realidad personal y social y de encaminarla hacia la libertad y la fraternidad, hacia la plena manifestación del Reino de Dios” (Puebla 181).
El Dios revelado por Jesucristo no abandona al ser humano, a pesar de que éste rechaza su designio amoroso y no se interesa por la vida de comunión, donde debería ejercer su libertad en compromiso fraterno. Rechazó a Dios y rompe, “por el pecado el eje primordial que sujeta al hombre al dominio amoroso del Padre, brotando todas las esclavitudes. La realidad latinoamericana nos hace experimentar amargamente, hasta límites extremos, esta fuerza del pecado, flagrante contradicción del plan divino” (Puebla 186).
Jesucristo hace presente a Dios en la historia. Esta nueva presencia divina vence al mal y redime al mundo con su muerte, dando como fruto a “un hombre nuevo en un mundo nuevo” (cf. Puebla 191). Ante la fuerza del mal que se manifiesta en el rechazo a la acción amorosa de Jesús, a su mensaje que dignifica al ser humano, a su manera de denunciar la falsa religiosidad y de anunciar la auténtica relación con Dios que pasa necesariamente por al amor y respeto a los demás, preferencialmente a los pobres, se presenta Jesús como el Siervo Sufriente de Yavé, quien con un amor extremo, emprende su camino de donación abnegada, rechazando toda tentación de poder, pues, Él ha venido a servir y dar la vida (cf. Puebla 192).
Podemos concluir con el mismo documento de Puebla que, sintetiza toda nuestra reflexión: “Cumpliendo el mandato recibido de su Padre, Jesús se entregó libremente a la muerte en la cruz, meta del camino de su existencia. El portador de la libertad y del gozo del Reino de Dios quiso ser la víctima decisiva de la injusticia y del mal de este mundo. El dolor de la creación es asumido por el Crucificado que ofrece su vida en sacrificio por todos: Sumo Sacerdote que puede compartir nuestras debilidades: Víctima Pascual que nos redime de nuestros pecados; Hijo obediente que encarna ante la justicia salvadora de su Padre el clamor de liberación y redención de todos los hombres” (Puebla 194).
Todavía puedo hacer algunas aclaratorias: La existencia de Jesús es fundamentalmente entrega amorosa, por eso le conduce a la muerte, ofrenda final. Pero, la muerte no es sino camino hacia el triunfo de la vida, su verdadera meta. Por eso, en definitiva, es “la justicia de Dios (la que) ha triunfado sobre la injusticia de los hombres” (Puebla 197).
Maracaibo, 29 de marzo de 2015

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