viernes, 10 de julio de 2015

Una Iglesia Profética

Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 30
XIV Domingo Ordinario 
            Mons. Ovidio Pérez Morales describe a la Iglesia que se quiere construir desde el Concilio Plenario de Venezuela (CPV) con estas notas renovadoras: Comunional, Solidaria, Profética, Santa, Misionera, Formadora, Inculturada y Dialogante. Esto nos ayuda a enfocar nuestra pastoral, como lo enseña el Cardenal Carlos María Martini (Para vivir la Palabra, Madrid 2000), en tres puntos fundamentales: la primacía de la Palabra, la centralidad de la Eucaristía y la urgente vivencia de la Caridad. Pero la acción de la Iglesia no se fragmenta, la Iglesia comunión nace del anuncio profético de la Palabra de Dios y se expresa sacramentalmente en la Eucaristía que se vive en la Caridad. Toda la existencia cristiana es una prolongación de la Eucaristía.
            Así se proyectan los documentos de nuestro Concilio Plenario, que Mons. Pérez Morales los agrupa desde seis dimensiones: anuncio, catequesis, liturgia, comunidad, nueva sociedad y diálogo. A mi parecer, los tres primeros documentos son pilares que fundamentan  la vida de la Iglesia en Venezuela: una Iglesia Profética (La Proclamación Profética del Evangelio de Jesucristo en Venezuela – PPEV), una Iglesia Comunión (La Comunión en la Vida de la Iglesia en Venezuela – CVI) y una Iglesia Servidora-Dialogante (La Contribución de la Iglesia a la Gestación de una Nueva Sociedad – CIGNS). Una Iglesia así, puede responder a su misión en la catequesis, la vida consagrada, la vida de los ministros ordenados, la vida de los laicos, la liturgia, las diferentes instancias de comunión y participación, al diálogo ecuménico; a las pastorales vocacional, juvenil, de educación, de los medios de comunicación y de la familia, y a la evangelización de la cultura.
            Pero, ante el pueblo venezolano, en el CPV, la Iglesia quiere ser profeta. Este es su primer desafío: “A la Iglesia en Venezuela se le exige una proclamación decidida y profética de la Buena Noticia de la Salvación que genere conversión y vida coherente con el Evangelio, que renueve la vocación misionera de todo bautizado y aliente su compromiso para transformar la realidad” (PPEV 103). Esta no es una tarea fácil, en medio de un pueblo en plena crisis socio-política, consecuencias de graves errores y pecados. La Iglesia denuncia, entre otras cosas, que “la realidad social que se ha venido gestando y reforzando en esta época, y en la que estamos inmersos, está lejos del ideal evangélico. De hecho, se da un deterioro en todos los planos. Cada vez son más los excluidos de los beneficios que el progreso está llamado a crear y multiplicar. La globalización de la economía produce la globalización de la injusticia social. Son evidentes las inmensas deficiencias y desigualdades en las oportunidades que tienen personas e instituciones sociales en este ámbito. Así como hay una minoría de personas que lleva una vida refinada y suntuosa, las grandes mayorías están condenadas, aun antes de nacer, a quedar fuera del banquete de la vida” (PPEV 28).
            Al tema de la dimensión profética de la Iglesia va dirigida la presente reflexión, apoyándome en este primer documento del CPV. Sabemos por la experiencia de los profetas de la antigua Alianza y por la propia persona profética de Jesús, que esta misión no es fácil, porta consigo una vida profundamente conflictiva. Porque la reacción de quienes no aceptan el mensaje que interpela y llama a la conversión, es muchas veces violenta. El mismo Jesús lamenta que los profetas son rechazados incluso por su pueblo y su propia familia (cf. Lc 4,24; Mt 13,57; Mc 6,4).
            El profeta no es quien adivina el futuro. Sin embargo, es una persona con una profunda capacidad de conocer la realidad de su pueblo y de interpretarla a la luz del designio de Dios. Con una mirada limpia a los más grandes acontecimientos de su pueblo, puede prevenir un futuro que es positivo si el comportamiento de los protagonistas es coherente a la voluntad de Dios y fiel a la Alianza, o negativo cuando se actúa en el pecado, en la maldad, en contra de la dignidad de la persona humana, cuando se vive en la violencia y se responde a otras voluntades, convirtiendo en dioses al poder, a las riquezas o a los placeres
En este mismo sentido, el documento de Puebla es iluminador: “En la fuerza de la consagración mesiánica del bautizado, el pueblo de Dios es enviado a servir al crecimiento del Reino en los demás pueblos. Se le envía como pueblo profético que anuncia el Evangelio o discierne las voces del Señor en la historia. Anuncia dónde se manifiesta la presencia de su Espíritu. Denuncia dónde opera el misterio de iniquidad, mediante hechos y estructuras que impiden una participación más fraternal en la construcción de la sociedad y en el goce de los bienes que Dios creó para todos” (Puebla 267).
            Los relatos vocacionales que los mismos profetas de la Antigua Alianza nos brindan con sus escritos son los que nos indican las cualidades de un profeta. La misión de profeta no se adquiere como profesión, por elección propia. Nadie elige ser profeta, el profeta lo es por vocación divina. Es Dios quien elige a sus profetas y es el mismo Señor quien le da las gracias que necesitan para cumplir tan difícil misión. Este llamado es iniciativa de Dios, la respuesta libre es una entrega de fe, confianza que transforma totalmente su vida y se convierte en un enviado (misionero). Claro que la respuesta es libre, pero el llamado es insistente, no acepta excusas. Por ejemplo, a la objeción de Jeremías de que es apenas un muchacho y no sabe expresarse bien (cf. Jr 1,6), el Señor le responde: “No digas que eres muy joven. Tú irás a donde yo te mande, y dirás lo que yo te ordene” (Jr 1,7). Porque la tarea del profeta no es propia, es el mensaje de Dios el que debe anunciar al pueblo. El profeta es quien habla en nombre de Dios. Por él, el Señor vive en continua comunicación con su pueblo, es su guía, es su compañero de camino, es su orientador y es quien lo corrige y lo prueba.
            El profeta es un servidor público. Está entregado al servicio del pueblo. Por eso tiene un profundo conocimiento de todo lo que es el pueblo, sus aspiraciones, sus necesidades, sus ilusiones, sus aciertos y sus errores, su manera de concebir la vida social, sus costumbres y tradiciones, sus creencias y sus sueños más profundos. Nada de lo que es humano le es indiferente. La experiencia de Dios y todo lo que Éste quiere para su pueblo debe proclamarlo con el lenguaje del pueblo. El profeta, pues, se da al pueblo, aun cuando éste sea muy hostil. A Ezequiel, por ejemplo, dice Dios: “Hijo del hombre, yo te envío a los israelitas, a un pueblo rebelde, que se ha sublevado contra mí. Ellos y sus padres me han traicionado hasta el día de hoy. También sus hijos son testarudos y obstinados. A ellos te envío para que les comuniques mis palabras. Y ellos, te escuchen o no, porque son una raza rebelde, sabrán que hay un profeta en medio de ellos” (Ez 2,3-5).
            El profeta es un servidor de la Palabra de Dios. Por eso es un místico, una persona profundamente espiritual, en contacto íntimo con Dios, es primeramente un oyente de la Palabra comunicada por el Señor. Como Isaías, que todas las mañana está atento para escuchar dócilmente al Señor que lo instruye (cf. Is 50,4-5). Muchas veces esa Palabra es dulce y consuela (cf. Is 51). Pero, otras veces pega a la conciencia: “La Palabra de Dios tiene vida y poder. Es más cortante que cualquier espada de doble filo, penetra hasta lo más profundo del alma y del espíritu, hasta lo más íntimo de la persona; y somete a juicio los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreo 4,12). Como dice Isaías: “Convirtió mi lengua es espada afilada, me escondió bajo el amparo de su mano, me convirtió en una flecha aguda y me guardó en su aljaba” (Is 49,2).
            Es que cuando la Palabra de Dios se encuentra con la situación humana, el error y el pecado quedan al descubierto y se produce el conflicto. Por eso, el profeta no es querido, su presencia y su misión es incómoda, acusa la conciencia y provoca el disgusto. Pero no es eso lo que busca el profeta, él quiere que el pueblo se convierta y vuelva a Dios. Aquí la experiencia del profeta campesino Amós es emblemático: “Amasía, sacerdote de Betel, mandó a decir a Jeroboam, rey de Israel: ‘Amós anda entre la gente de Israel, conspirando contra Su Majestad. El país ya no puede soportar que siga hablando…’. Luego,  Amasía le ordenó a Amós: ‘¡Largo de aquí, profeta! Si quieres ganarte la vida profetizando, vete a Judá; pero no profetices más en Betel, porque es santuario del rey y templo principal del reino’. Pero Amós le contestó: ‘Yo no soy profeta, ni pretendo serlo. Me gano la vida cuidando ovejas y cosechando higos silvestres, pero el Señor me quitó de andar cuidando ovejas, y me dijo: ‘Ve y habla en mi nombre a mi pueblo Israel’. Por lo tanto, oye la Palabra del Señor” (Amós 7,10-16).
            Amós, como todos los profetas, habla fuerte, denuncia la situación inhumana porque es contraria a la voluntad de Dios: “Oigan esto, ustedes que oprimen a los humildes y arruinan a los pobres del país” (Amós 8,4). Por cierto, uno de las tentaciones de un profeta es el miedo y la seducción del poder. Los poderosos atacan, amenazan, pero, muchas veces seducen queriendo ganarse al profeta para que se ponga a su servicio. Pero, un verdadero profeta obedece y confía en el Dios verdadero. Esta fue, por ejemplo, la experiencia de Amós. La Iglesia venezolana, por su parte, confiesa “que, en no pocos casos, hemos perdido la mordiente profética de nuestra fe. Hemos perdido empuje y no nos dejamos llevar suficientemente por la fuerza transformadora y vigorosa del Evangelio. Muchas veces Cristo no ha sido el centro de la predicación. No siempre hemos hablado debidamente. No siempre hemos dado testimonio, con la vida de cada día, de lo que predicamos. Más bien hay signo de que, a veces, nos hemos plegado al materialismo y al consumo dominante. Hay ruptura entre fe y vida” (PPEV 27). También, a veces, hay quienes, por miedo o conveniencia, prefieren convertirse en defensores del régimen de turno.
            Jesús es el Profeta. Él es el ungido por el Espíritu Santo y el enviado por el Padre, el Evangelio de Dios para los pobres. Proclama la liberación a los oprimidos y centra su predicación en el Reino de Dios. Aún más, Él es la Profecía. Aquél de quien profetizaban los profetas (cf. Lc 4,16-22). El Profeta que tenía que venir, a quien el Bautista anunció ya presente en medio de los hombres. Como lo afirma la Iglesia, “a las palabras Jesús unió los hechos: acciones maravillosas y actitudes sorprendentes que muestran que el Reino anunciado ya está presente, que Él es el signo eficaz de la nueva presencia de Dios en la historia, que es el portador del poder transformante de Dios, que su presencia desenmascara al maligno, que el amor de Dios redime al mundo y alborea ya un hombre nuevo en un mundo nuevo” (Puebla 191).
            Debemos tener mucho cuidado al tratar de identificar a Jesús como un profeta como los demás. De hecho, algunos creían que era Juan el Bautista, Elías, Jeremías a algún otro profeta (cf. 16,14). Pero Jesús, como lo confiesa Pedro, es el Mesías, el Hijo de Dios vivo (cf. Mt 16,16). Sin embargo, Jesús se presenta con un mensaje específico, el Reino de Dios, con un llamado a la conversión, con una pastoral de salida, peregrino constante, testimoniando la verdad que predica, con un programa existencial concreto y apasionante. Jesús es un Profeta de excepción, que llama a construir comunidad y a seguir sus pasos. Ese talante de Profeta es vivido hasta las últimas consecuencias, hasta dar la vida en la cruz y realizar ahí la esperanza liberadora del pueblo.
Jesús es el Hijo que revela al Padre, el Mesías liberador que colma la esperanza del pueblo, el Profeta que realiza la promesa anunciada por los profetas, el Mártir que habla de vida desde la cruz y triunfa en la resurrección. La existencia de Jesús es definida en el Amor y así también quiere que nos identifiquemos sus seguidores. Es un servidor entregado, no se reserva nada, muere amando hasta a sus mismos verdugos. La reconciliación que vino a realizar la hizo desde la ofrenda de su vida, por eso muere perdonando. Es el Profeta que da vida (en abundancia) dando la suya. La resurrección es la respuesta definitiva, la manifestación de su Reino.
Para la Iglesia Latinoamericana, en la IV Conferencia en Santo Domingo, Jesucristo es el Evangelio del Padre, “el centro del designio amoroso de Dios” (Santo Domingo 3). Además, Jesucristo es el evangelizador viviente en su Iglesia: “Toda evangelización parte del mandato de Cristo a sus apóstoles y sucesores, se desarrolla en la comunidad de los bautizados, en el seno de comunidades vivas que comparten su fe, y se orientan a fortalecer la vida de adopción filial en Cristo, que se expresa principalmente en el amor fraterno” (Santo Domingo 23). Aún más, Jesucristo es la misma vida y esperanza de nuestros pueblos, “Él nos da la vida que deseamos comunicar plenamente a nuestros pueblos para que tengan todos un espíritu de solidaridad, reconciliación y esperanza” (Santo Domingo 288). Así entiende la Iglesia su misión profética.
El CPV busca renovar su misión de evangelizadora y profética en esta Venezuela del siglo XXI. En su primer documento concentra se atención en cuatros puntos esenciales. Primero, el principio fundamental es que Jesucristo es la respuesta a las interrogantes y aspiraciones de los seres humanos. Es una misión al servicio de la salvación de las personas humanas. A ellas es anunciado Cristo como modelo de vida auténtica. La Iglesia desea que la humanidad acepte y viva el proyecto del Evangelio.
Como segundo punto, la fe encarnada en las culturas. Ciertamente, desde el Concilio Vaticano II, con un impulso extraordinario de Pablo VI y su Evangelii nuntiandi, asumida por las Conferencias de la Iglesia Latinoamericana, la evangelización de las culturas forman parte principal de la misión. Para nuestro concilio venezolano, “incultura es insertar la fe cristiana en el alma de una cultura para que sea asimilada y re-expresada por esas culturas de modo propio y original y se convierta en una dimensión fundamental de su vida y de su pensamiento. La evangelización busca que la fe cristiana sea fermento que ponga en crisis, dinamice y oriente las culturas a las que se anuncia el Evangelio” (PPEV 97).
Un tercer punto, la religiosidad popular a la que hay que enriquecer más con el mensaje del Evangelio. Y, por último, la vocación misionera de la Universidad, con los criterios indicadores de Juan Pablo II en la Ex corde ecclesiae.
            Maracaibo, 5 de julio de 2015

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