martes, 30 de junio de 2015

Dios ante el Sufrimiento Humano

Andrés Bravo
Profesor de la UNICA
Reflexión Semanal 29
XIII Domingo Ordinario

            Siempre me ha sido difícil acercarme a un enfermo o a alguien que sufre la muerte de un ser querido. Las palabras me salen con dificultad y, muchas veces, me siento tonto cuando repito lo mismo que dicen los demás. Se supone que debo consolar y, pienso, que más bien causo mayor dolor, como si al hablar lastimara la herida. Una vez una joven señora a quien visité porque había muerto su bebe recién nacido me dijo: “Por favor, padre, no me diga que deje de llorar, porque todos me dicen lo mismo”. Me quedé sentado frente a ella sin saber que decir. Pareciera que me impedía hablar porque decía lo que ella estaba cansada de escuchar: “Esa fue la voluntad de Dios”. Eso suelen decirles también a los enfermos. Y, confieso con humildad, no acepto cómo mi Dios amor, infinitamente misericordioso, quiere la enfermedad y la muerte de un hermano.
            La misma Palabra de Dios es la que me responde: “Pues, Dios no hizo la muerte ni se alegra destruyendo a los seres vivientes. Todo lo creó para que existiera; lo que el mundo produce es saludable, y en ello no hay veneno mortal; la muerte no reina en la tierra, porque la justicia es inmortal” (Sabiduría 1,13-15). Repite, “Dios creó al hombre para que no muriera, y lo hizo a imagen de su propio ser, sin embargo, por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo” (Sabiduría 2,23-24). Así, pues, no es la voluntad de Dios, sino del diablo. San Pablo afirma que por el pecado vino la muerte (cf. Rom 5,12). Es decir, todo sufrimiento es causado por los errores y pecados de los seres humanos.
            Entonces, ¿cómo podemos aceptar el sufrimiento de los inocentes? Como dijo una vez el papa Francisco, esa es la pregunta para la que no tenemos respuesta. No obstante, cuando toda la humanidad se ve atrapada a la merced del mal, producto del pecado, Dios planifica el rescate e irrumpe en la historia para realizar su designio de salvación. La respuesta de Dios es su presencia salvadora, porque su designio de amor es que el ser humano viva y se desarrolle en este mundo hacia la eternidad.
            Esta salud que brinda el Señor a la persona humana es integral, cuerpo y alma. Como lo enseña el Vaticano II: “Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad” (Gaudium et spes 3). Por eso Jesús, al acercarse al enfermo con solicitud, lo sana totalmente comenzando por el perdón de sus pecados, porque éstos son las verdaderas causas de todo sufrimiento. Por ejemplo, el encuentro con el paralítico (cf. Lc 5,17-26), lo primero que hace Jesús es perdonarle sus pecados y, como confirmación de esta liberación, el hombre se levantó y salió caminando. Estos hechos amorosos de sanación tienen siempre, los elementos salvíficos de la fe, el perdón y la salud que se convierten en signos del Reino de Dios (cf. Mt 12,28).
            Jesús nos revela a un Dios que no dice nada sobre el sufrimiento y la muerte, sino que lo asume y lo vive. No vamos a encontrar en el Evangelio una explicación, más bien nos presenta la acción salvífica del Dios encarnado que toma para sí todos los pecados y sufre sus consecuencias. Jesús es el siervo sufriente (cf. Is 52,13-53,12) que se hace camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6), para que podamos seguirlo y, por la vía del amor extremo del sacrificio de la cruz, podamos trascender y superar el mundo del sufrimiento, hacia la resurrección.
            Nuestra fe nos expresa que más allá del dolor y la muerte está la vida que es abundante, eterna. Antes de partir a la gloria del Padre, el Hijo nos prometió que nos prepararía lugar para nosotros en la casa de la comunión trinitaria. Es que, al no aceptar que el humano muera, lo arranca de la muerte y lo lleva a vivir con Él eternamente. Ahí ya no hay dolor ni enfermedad que nos atormenten. Lo que nosotros llamamos muerte es, en realidad, la liberación definitiva del pecado y sus consecuencias. Como dice San Alberto Hurtado, el encuentro con la verdad que nos libera y nos hace felices.
            Maracaibo, 28 de junio de 2015

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