En la historia del cristianismo hay momentos brillantes y heroicos en los que la Iglesia se planta ante el poder abusivo y dice “no podemos callar”, “tenemos que obedecer a Dios antes que a los hombres”. También hay silencios vergonzosos, fruto de oportunismos. La verdad los hará libres dice Jesús, pero no cómodos para las dictaduras que la acallan o asesinan, como lo hicieron con los obispos Romero, Gerardi y Angelelli en nuestra América reciente.
La Conferencia Episcopal Venezolana hace pocos días pronunció una de esas palabras libres y cruciales que marcan la historia y sacuden las conciencias. Nuestra Iglesia dijo, Venezuela no puede seguir como va y el Gobierno no debe implantar una dictadura. Dio un no rotundo a las violaciones de derechos humanos y de la Constitución, que el régimen aceleró precipitadamente con las 25 leyes y medidas de diciembre, tratando de ganar la carrera al amanecer de una Asamblea Legislativa más plural. Leyes que “incorporan propuestas de la reforma de la Constitución que fueron rechazadas por el pueblo en el referéndum del 2 de diciembre de 2007”. Las así llamadas “leyes del Poder Popular” disfrazadas de comunas, confieren todo el poder al Presidente, contradicen la Constitución y “crean unas estructuras nuevas, con un contenido ideológico excluyente, centralizador y presidencialista”. Estas leyes y la otra veintena configuran “una gravísima situación política, pues con ellas se pretende imponer a los venezolanos un sistema socialista estatizante y totalitario que amplía el círculo de la pobreza y agudiza la dependencia del pueblo respecto al poder central”.
Buscan concentrar el poder y hacerlo irreversible, más que resolver los problemas reales: “La situación de Venezuela es ya muy grave por el auge incesante de la inseguridad y de la violencia que impera especialmente en las grandes ciudades y en las zonas fronterizas; por la contracción económica y el progresivo endeudamiento del país; por el inmenso déficit de viviendas y los problemas de vialidad; por el encarecimiento continuo del costo de la vida que afecta especialmente a los más pobres, y los problemas de suministro de alimentos; por la inhumana situación en las cárceles y la deficiente administración de justicia, caracterizada por el retardo procesal de la mayoría de los juicios”. Realidades a la vista, difíciles de negar.
Pero los obispos no se limitan a decir no y pronuncian un sí rotundo en puntos que todos los demócratas sienten como suyos: “hacemos un respetuoso pero apremiante llamado al Gobierno nacional y a los dirigentes del partido de Gobierno a que tomen conciencia de la peligrosa situación que están generando y de la gravísima responsabilidad que tienen ante Dios y ante el país”.
“A los otros actores políticos los convocamos a trabajar firme y democráticamente en defensa de los derechos ciudadanos descartando cualquier tentación de fuerza. A los líderes del Gobierno y de la oposición los llamamos a la sensatez y a la reflexión, al diálogo verdadero y a promover el encuentro y la unidad entre todos los venezolanos”; y apelan también a la responsabilidad de “los otros actores sociales, empresariales, laborales, culturales y comunicadores sociales”. Sólo entre todos podemos salir de este grave laberinto y construir una “nación libre, soberana e independiente, fundamentados en el respeto de la dignidad y en la vocación a la libertad de toda persona”; único modo digno de celebrar el Bicentenario de la Independencia.
Urge que el Ejecutivo tome medidas de fondo para atender la emergencia de los damnificados, pero sin usarlos como escudo para convertirse en legislador frente al Poder Legislativo electo. En 11 años se han dejado de construir más de un millón de viviendas entre remodelación de barrios y nuevas casas.
Ninguno de estos puntos se resuelve con el teatro presidencial presentado en la Asamblea Nacional. Vimos en escena espectaculares volteretas y hasta un beso enamorado de Marx a la propiedad privada. La situación es muy seria y grave para reírse. Ojalá que ahora el Presidente, de verdad y no en las tablas teatrales, cambie su modo de gobernar, su modelo de país, revise leyes y decisiones anticonstitucionales y abra un camino de esperanza democrática para los venezolanos.
La Conferencia Episcopal Venezolana hace pocos días pronunció una de esas palabras libres y cruciales que marcan la historia y sacuden las conciencias. Nuestra Iglesia dijo, Venezuela no puede seguir como va y el Gobierno no debe implantar una dictadura. Dio un no rotundo a las violaciones de derechos humanos y de la Constitución, que el régimen aceleró precipitadamente con las 25 leyes y medidas de diciembre, tratando de ganar la carrera al amanecer de una Asamblea Legislativa más plural. Leyes que “incorporan propuestas de la reforma de la Constitución que fueron rechazadas por el pueblo en el referéndum del 2 de diciembre de 2007”. Las así llamadas “leyes del Poder Popular” disfrazadas de comunas, confieren todo el poder al Presidente, contradicen la Constitución y “crean unas estructuras nuevas, con un contenido ideológico excluyente, centralizador y presidencialista”. Estas leyes y la otra veintena configuran “una gravísima situación política, pues con ellas se pretende imponer a los venezolanos un sistema socialista estatizante y totalitario que amplía el círculo de la pobreza y agudiza la dependencia del pueblo respecto al poder central”.
Buscan concentrar el poder y hacerlo irreversible, más que resolver los problemas reales: “La situación de Venezuela es ya muy grave por el auge incesante de la inseguridad y de la violencia que impera especialmente en las grandes ciudades y en las zonas fronterizas; por la contracción económica y el progresivo endeudamiento del país; por el inmenso déficit de viviendas y los problemas de vialidad; por el encarecimiento continuo del costo de la vida que afecta especialmente a los más pobres, y los problemas de suministro de alimentos; por la inhumana situación en las cárceles y la deficiente administración de justicia, caracterizada por el retardo procesal de la mayoría de los juicios”. Realidades a la vista, difíciles de negar.
Pero los obispos no se limitan a decir no y pronuncian un sí rotundo en puntos que todos los demócratas sienten como suyos: “hacemos un respetuoso pero apremiante llamado al Gobierno nacional y a los dirigentes del partido de Gobierno a que tomen conciencia de la peligrosa situación que están generando y de la gravísima responsabilidad que tienen ante Dios y ante el país”.
“A los otros actores políticos los convocamos a trabajar firme y democráticamente en defensa de los derechos ciudadanos descartando cualquier tentación de fuerza. A los líderes del Gobierno y de la oposición los llamamos a la sensatez y a la reflexión, al diálogo verdadero y a promover el encuentro y la unidad entre todos los venezolanos”; y apelan también a la responsabilidad de “los otros actores sociales, empresariales, laborales, culturales y comunicadores sociales”. Sólo entre todos podemos salir de este grave laberinto y construir una “nación libre, soberana e independiente, fundamentados en el respeto de la dignidad y en la vocación a la libertad de toda persona”; único modo digno de celebrar el Bicentenario de la Independencia.
Urge que el Ejecutivo tome medidas de fondo para atender la emergencia de los damnificados, pero sin usarlos como escudo para convertirse en legislador frente al Poder Legislativo electo. En 11 años se han dejado de construir más de un millón de viviendas entre remodelación de barrios y nuevas casas.
Ninguno de estos puntos se resuelve con el teatro presidencial presentado en la Asamblea Nacional. Vimos en escena espectaculares volteretas y hasta un beso enamorado de Marx a la propiedad privada. La situación es muy seria y grave para reírse. Ojalá que ahora el Presidente, de verdad y no en las tablas teatrales, cambie su modo de gobernar, su modelo de país, revise leyes y decisiones anticonstitucionales y abra un camino de esperanza democrática para los venezolanos.
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