domingo, 9 de octubre de 2011

HOMILIA EN LA MISA DE ORDENACION PRESBITERALDEL DIACONO WILMER OLANO

Reverendo Padre Eudo Rivera, vicario episcopal de la Vicaría Norte

Reverendo Padre Guillermo Sánchez, párroco de San Rafael de El Mojan
Sacerdotes concelebrantes; Diáconos permanentes y transitorios
Consagrados y consagradas
Diácono Wilmer Olano y familia
Autoridades municipales presentes


Muy queridos hermanos y hermanas en el Señor Jesús


Con la ordenación presbiteral de Wilmer Olano se cumple nuevamente la promesa que brotó de los labios de Jesús. “Oren al dueño de la mies que envíe trabajadores a su viña”. Hemos obedecido el mandato de Jesús. Hemos orado insistentemente al dueño de la mies, y El ha oído las plegarias de su pueblo y ha enviado a nuestra Iglesia local cinco nuevos sacerdotes ministeriales. ¡Bendito seas, Padre Santo! Con el salmo responsorial de esta celebración te decimos: “¿Cómo te pagaré, Señor, tantos favores? Alzaré el cáliz de salvación invocando tu nombre” (Sa 115).
En esta oportunidad he querido realizar cada una de las ordenaciones, en cuanto posible, en cada una de las parroquias de los ordenandos para darle la oportunidad a cada comunidad local de experimentar la gracia de este sacramento y vivir un momento fuerte de llamado vocacional. Por eso estamos reunidos esta tarde en este templo parroquial de San Rafael de El Moján para celebrar la primera de ellas. Con toda la feligresía marense, con la familia de Wilmer y la Vicaría Episcopal Territorial Norte presento al Señor Jesús este siervo suyo para que la fuerza de su Palabra salvadora lo consagre definitivamente y para siempre a Dios como sacerdote ministerial y lo haga crecer en la gracia del Espíritu Santo.
Al ver a este joven diácono delante de mí, rodeado de sacerdotes, seminaristas, diáconos permanentes y transitorios, catequistas y de la feligresía lugareña compruebo con alborozo cómo el Señor sigue realizando hoy y aquí la llamada que le hizo a sus primeros discípulos para hacerlos apóstoles suyos y mantener así viva la misión de la Iglesia a lo largo de los siglos. El Señor Jesús quiere que dónde él esté, esté también su servidor. Antes de subir al cielo Jesús envió a sus discípulos y les dijo:
El que recibe la ordenación presbiteral ha alcanzado sin duda una de las metas más ansiadas de su vida. Se ha preparado largamente para ello. Ha sido acompañado por la oración de su comunidad, el cuidado pastoral de los formadores del seminario, el apoyo de sus párrocos, sacerdotes y religiosos amigos. La Iglesia considera importante este largo proceso de preparación porque la gracia del sacerdocio debe encontrar en cada candidato un terreno bien abonado y preparado para germinar, crecer, madurar y producir abundante fruto.
Pero con la ordenación sacerdotal no termina todo. Al contrario: es cuando empieza todo. Ante el nuevo sacerdote se abren de par en par las puertas de una nueva y formidable misión. El mismo al principio no logra realizar plenamente lo que le está ocurriendo. Pero poco a poco, a medida que va asumiendo su nueva misión y va respondiendo con docilidad a los requerimientos propios de su ministerio se van precisando los contornos de la belleza de su vocación. Entonces es cuando va descubriendo embelesado cómo el Espíritu Santo reposa sobre él, cómo va penetrando en todo su ser ese precioso y santo crisma derramado en sus manos, con qué fuerza y determinación el Señor le va recordando que es su enviado, que le toca continuar su misión, que le confía una parte de su rebaño, en estrecha comunión con su obispo, para que lo apaciente con SU amor. ¡Es realmente hermosa la vocación sacerdotal! Solo se enamora de ella quién la vive y la experimenta en su cuerpo, en su alma y deja que Aquel que lo ha llamado se introduzca en todas las dimensiones de su personalidad.
Al final de todo este proceso de enamoramiento y de identificación con la persona de Cristo, con el cuidado de su rebaño y con la integración dentro del colegio de sus hermanos sacerdotes, surge una nuevo ser: ¡otro Cristo!; una nueva persona alegre, aplomada, de corazón indiviso, que no siente la necesidad de compartir ni su vida ni su amor con una persona en particular porque todo en él lo llena Jesucristo. No tiene otro oficio que su misión, otro destinatario que su rebaño, otro ideal que la construcción de su Reino. Entonces se revela que el celibato lejos de ser una imposición, una constricción o una limitación es una liberación que produce en el que lo asume gozo, entrega, vitalidad y dedicación de todas las energías a lo que realmente vale la pena en su vida. Ese servidor será feliz porque estará donde debe estar, estará donde está su Señor.
El varón que accede al sacerdocio con esta decisión empuña el arado con firmeza y no mira nostálgico hacia atrás (Cf Lc 9,62) porque tiene sus ojos clavados en Jesús, autor y perfeccionador de su fe (He 12,2). Solo con la fuerza de esta atracción, siguiendo el ejemplo de los primeros seguidores y de Pablo, puede dejar el cayuco en la orilla, soltar las redes que lo tienen ocupado y lanzarse mar adentro en busca de otras pescas (Cf Lc 5, 1-11). Solo que el que ha sido conquistado por Cristo, olvida todo lo que deja atrás y se lanza con decisión y sin temor hacia los nuevos mares del Reino de Dios. (Cf Fil 12-14). “Pongan sus ojos en El, que por su encarnación es el revelador supremo de Dios al mundo y por su resurrección es el cumplidor fiel de su promesa. Denle gracias a Dios por esta muestra de predilección que tiene con cada uno de ustedes” (Benedicto XVI, Discurso a los seminaristas en la JMJ, 20-08, Madrid).
El sacerdote ministerial está llamado a consagrar su vida entera a cumplir una misión que le desborda porque Dios se la confía a través de la Iglesia. Se tiene que olvidar de si, morir como el grano de trigo que cae en tierra, dejarse esculpir dócilmente por Jesucristo para que el Señor se sienta verdaderamente representado, continuado, por ese nuevo servidor que se pone entre sus manos. Tiene que dejarle tiempo al Señor para que esculpa a su servidor según el agrado de su corazón.
Cuando el sacerdote bautiza, bautiza Cristo; cuando el sacerdote perdona en la confesión, perdona Cristo; cuando el sacerdote consagra en la misa, lo hace inpersonando a Cristo; cuando unge a un enfermo, unge Cristo Jesús. Esa es la verdad y la realidad objetiva que ocurre cuando un sacerdote actúa sacramentalmente. Pero nuestra configuración con Cristo no debe limitarse a esos momentos en que realizamos actos sacramentales. Más allá de esos momentos es toda la vida, con todos sus momentos, sus realidades y circunstancias las que deben llevar al sacerdote a una identificación tan profunda con el Señor que al final el sienta profundamente que no se pertenece: que es todo del Señor y que sus hermanos al verlo, vean en él una reproducción de Jesús. Mientras más se desposea de sí y más se deje habitar por Cristo Jesús más sacerdote suyo será. Cuando Pablo dice: “No soy yo quien vivo: es Cristo quien vive en mi” Gal 2,20) no se refiere solo a una experiencia puntual sino también a un ideal a alcanzar, a una meta que nunca se agota.
La suma y síntesis de todo cuanto he dicho se encuentra en la Santa eucaristía, el corazón y centro de todo el sistema sacramental. Allí encontramos la expresión real de lo que significa para Jesús entregarse incondicionalmente por todos sin excepción alguna para que justos y pecadores, renegadores y traidores, miedosos y cobardes, judíos y paganos alcancen el perdón de sus pecados y entren en el gozo de la vida abundante. Es en este sacramento que presidirás de ahora en adelante por pura misericordia y sin mérito alguno de tu parte, donde encontrarás la fuente y la escuela de tu donación total, donde vivirás el encuentro personal y eclesial con aquel te ha llamado, te ha redimido y te ha confiado su misión.
El Señor entrega su cuerpo y su sangre para la salvación de todos y el perdón de sus pecados. El sacerdote no tiene nada más importante que entregarle al mundo que el cuerpo y la sangre de Jesús. Allí están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia. Sumérgete en ese sacramento porque solo zambulléndote en su misterio podrás ir descubriendo la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor que Jesús te tiene a ti y a toda la humanidad (Cf Ef 3,18-19). De todo lo que eres y tienes, no existe nada más importante que compartir con los demás el amor de Dios hecho presencia y vida en Jesucristo. Es de este misterio de amor que tienes que ser servidor. Estar donde tu Señor está.
En el cumplimiento fiel, gozoso, fecundo de tu ministerio encuentras una fiel aliada en la persona de la Virgen María que hoy celebramos en la advocación de Ntra. Sra. del Rosario. Aprende de ella su silencio interior, su permanente oración, su escucha atenta y dócil a la Palabra divina para ponerla en práctica así como su humilde y fuerte disponibilidad para cumplir los designios divinos. Déjate moldear y conducir por ella para que aprendas a ser apóstol de Jesús su hijo, “compañero de viaje y servidor de tus hermanos los hombres” (Benedicto XVI ibíd.). Ella que reunió a los apóstoles en el Cenáculo en la espera del Espíritu Santo, te conducirá también a ti todas las veces que acudas a ella a ese lugar sagrado de donde brotó impetuosa la Iglesia de Cristo Jesús.
Quien ama a María ama a la Iglesia. Ama con María a tu Iglesia que es comunidad e institución, familia y misión, creación de Cristo por su Espíritu Santo y a la vez resultado de quienes la conformamos con nuestra santidad y con nuestros pecados. Así lo ha querido Dios que no ha tenido reparo en hacer de nosotros pobres pecadores sus amigos e instrumentos de la redención del género humano.


San Rafael de El Mojan, 7 de octubre de 2011


+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo

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